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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acosado (5 page)

BOOK: Acosado
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Pensé que más tarde ya le explicaría lo que era la electricidad, si era necesario; no hacía falta agobiarla con más vocabulario nuevo.

—Ah. Pues bien hallado, druida.

—Bien hallada, Flidais, diosa de la caza.

Te dije que era simpática.

Tenía que reconocer que, de todos los Tuatha Dé Danann que podría haberme encontrado en la cocina, Flidais era una de las opciones más agradables. Pero ya sabéis ese viejo dicho sobre las nubes de tormenta tres veces malditas: Flidais llevaba tras ella la segunda, y yo no supe verlo.

Capítulo 4

—¿Sabes que es imposible conseguir una bebida de éstas en Tír na nÓg? —dijo Flidais, levantando la voz por encima del rumor de la batidora.

—Me imagino —contesté—. Las batidoras más bien escasean por allí. ¿Cómo te enteraste de su existencia, entonces?

—Da la casualidad que ha sido hace poco —repuso Flidais, soplando para apartarse de los ojos un mechón de pelo pelirrojo y rizado, mientras observaba el batido de fresa. Tenía una cabellera de aspecto salvaje, un poco crespa y tan natural que hasta me pareció descubrir un par de ramitas descansando entre sus bucles—. Estaba pasando unos días en el bosque con Herne el Cazador y atrapé a un cazador furtivo que viajaba en uno de esos camiones monstruosos. Había cazado una cierva y la tenía en la parte de atrás, tapada con una sábana de ese material plástico negro. Como Herne no estaba conmigo en ese momento, decidí encargarme yo misma de vengar a la cierva y lo seguí en mi carro hasta la ciudad.

Empezó a servirse el batido en un vaso y había que reconocer que tenía muy buena pinta. Deseé que estuviera de humor para darme un poco. Recordé que Flidais tenía un carro tirado por venados y pensé que incluso los flemáticos ingleses de hoy en día perderían la compostura al encontrarse con algo así en la autopista.

—Supongo que eras invisible para los mortales durante la persecución, ¿no?

—¡Por supuesto! —replicó, súbitamente inmóvil y con un relampagueo en los ojos verdes que emuló el de su encendida melena—. ¿Por qué tipo de cazadora me tomas?

¡Vaya! Bajé la vista a sus botas, de piel marrón muy suave con suelas resistentes pero flexibles, como las de los mocasines. Le llegaban hasta las rodillas, y por dentro tenía remetidas unas calzas ceñidas, también de piel bien curtida. Pero la piel no terminaba ahí; Flidais jamás encontraría una prenda de piel que no le gustara, a no ser que fuera negra. El cinturón y el chaleco que llevaba eran de color verde bosque, y cierta prenda de sostén que usaba debajo era del mismo color marrón chocolate que las botas. Todo junto sugería que le encantaba su trabajo. En el brazo izquierdo tenía enrollada una tira de piel verde sin curtir para protegerse de los latigazos de su arco, con signos de haber prestado servicio hacía poco.

—Eres la mejor, Flidais. Mis disculpas.

Flidais era una de los pocos afortunados que sabían hacer el truco de la invisibilidad. Lo máximo a lo que llegaba yo era a un camuflaje más o menos decente. Hizo un gesto brusco, aceptando la disculpa que merecía, y prosiguió como si nunca la hubiese molestado con una tontería así.

—De todos modos, la persecución no tardó en convertirse en una misión de rastreo. Mi carro no podía seguir el ritmo de su camión. Cuando le di alcance, había aparcado en uno de esos eriales de asfalto. ¿Cómo se llaman?

Los Tuatha Dé Danann no tienen ningún reparo en pedir información a los druidas. Al fin y al cabo, para eso estamos. El secreto para convertirse en un druida anciano en vez de pasar a ser un druida muerto radica en no dejar traslucir ni rastro de aires de superioridad al responder incluso las preguntas más sencillas.

—Se llaman aparcamientos —respondí.

—Eso es, gracias. Salió de un edificio llamado Crussh con una de estas pociones. ¿El edificio te es familiar, druida?

—Creo que es una cafetería que vende batidos en Inglaterra.

—Eso es. Así que después de matarlo y dejar su cuerpo junto al de la cierva, probé ese mejunje batido en el aparcamiento y descubrí que era realmente delicioso.

¿Veis? Frases como ésa son las que me hacen alimentar un miedo muy sano hacia los Tuatha Dé Danann. Aunque tengo que reconocer que mi generación tampoco consideraba la vida humana demasiado valiosa en la Edad de Hierro, Flidais y los suyos se han quedado anclados para siempre en la ética de la Edad de Bronce. Funciona más o menos así: si me gusta, es bueno y quiero más; si me disgusta, debe ser destruido y cuanto antes mejor, pero preferiblemente de forma que ensalce mi reputación y me haga alcanzar la inmortalidad en las canciones de los bardos. En pocas palabras, no piensan como la gente moderna, y por eso los Fae tienen un sentido del bien y el mal tan retorcido para los tiempos que corren.

Flidais tomó un sorbo de su batido con gesto de expectación, y acto seguido se le iluminó el rostro, orgullosa de sí misma.

—Ajá, me parece que los humanos han hecho un buen descubrimiento. Pero veamos, druida… ¿Qué nombre utilizas ahora? —preguntó con un leve ceño fruncido.

—Atticus —respondí.

—¿Atticus? —El ceño se hizo más profundo—. ¿De verdad alguien cree que eres griego?

—Aquí nadie se fija en los nombres.

—Y entonces ¿en qué se fijan?

—En burdas exhibiciones de riqueza personal. —Me quedé mirando el líquido que quedaba en la batidora, con la esperanza de que Flidais entendiera el gesto—. Coches relucientes, pedruscos enormes en los dedos, ese tipo de cosas.

No cabía duda de que se había dado cuenta de que yo no tenía toda mi atención centrada en ella.

—¿Qué es lo que…? Oh, ¿te gustaría probar mi batido? Sírvete tú mismo, Atticus.

—Es muy considerado por tu parte.

Sonreí mientras cogía otro vaso. Pensé en los porreros que habían entrado en mi tienda, que a esas horas ya debían de haber muerto a manos de Morrigan, y en que también habrían muerto si se hubieran topado con Flidais en la cocina de su casa. La habrían visto y habrían soltado algo del tipo: «Oye, zorra, ¿qué estás haciendo con mis fresas?» Y ésas habrían sido sus últimas palabras. Las buenas maneras de la Edad de Bronce son difíciles de comprender para los hombres modernos, pero en realidad son bastante simples: el huésped tiene que recibir atenciones propias de un dios, porque de hecho puede que sea un dios disfrazado. En ese sentido, yo no tenía ninguna duda respecto a Flidais.

—En absoluto —me correspondió ella—. Eres un anfitrión muy gentil. Pero, para terminar de responder a tu pregunta, entré en el edificio de Crussh y observé a los mortales utilizando estas máquinas para hacer batidos, y así fue como los conocí. —Se detuvo un momento para apreciar su bebida y volvió a aparecer el ceño—. ¿No encuentras esta era terriblemente extraña, tanto en lo más sublime como en lo más abominable?

—La verdad es que sí —respondí mientras me servía un poco de líquido rojo en el vaso—. Es una suerte que sigamos manteniendo las tradiciones de tiempo mejores.

—Por eso he venido a verte, Atticus.

—¿Para mantener las tradiciones?

—No, para que «sigamos».

Maldita sea, aquello no sonaba nada bien.

—Me encantaría oír de qué se trata. Pero antes, ¿puedo ofrecerte algún refrigerio más?

—No, esto ya es suficiente —contestó, agitando el vaso.

—Entonces, ¿qué te parece si vamos al porche delantero para hablar?

—Sería muy agradable.

Yo salí primero, y Oberón nos siguió y se sentó en el porche entre los dos. Estaba pensando en ir a cazar a Papago Park y en que ojalá lo llevásemos. La bicicleta seguía en la acera, para mi alivio. Me relajé un poco, hasta que se me pasó por la cabeza que no era probable que Flidais hubiera ido a mi casa andando.

—¿Tu carro está bien guardado? —le pregunté.

—Sí, lo he dejado aparcado y he atado los venados hasta que vuelva. No te preocupes —añadió, cuando vio que enarcaba las cejas—, son invisibles.

—Claro. —Sonreí—. Así que cuéntame, ¿qué te trae de visita a casa de un viejo druida desaparecido del mundo hace mucho tiempo?

—Aenghus Óg sabe que estás aquí.

—Eso dice Morrigan —repuse imperturbable.

—Ah, ¿te ha hecho una visita? Los Fir Bolg también están de camino.

—Estoy informado.

Flidais ladeó la cabeza y estudió mi gesto despreocupado.

—¿También estás informado de que Bres viene detrás?

Al oír la nueva noticia, escupí un trago de batido de fresa sobre el parterre de flores, y Oberón me miró alarmado.

—No, supongo que de eso no habías oído nada —dijo Flidais con una leve sonrisa y después dejó escapar una risita, orgullosa de haberme provocado esa reacción.

—¿Y por qué viene él? —pregunté mientras me limpiaba la boca.

Bres era uno de los Tuatha Dé Danann más mezquinos, aunque no destacaba por su inteligencia. Había sido el líder durante unas pocas décadas, pero acabaron por sustituirlo porque se mostraba más cercano a la monstruosa raza de los fomorés que a su propio pueblo. Era un dios de la agricultura y había escapado de la muerte a manos de Lugh mucho tiempo atrás, a cambio de prometer que compartiría toda su sabiduría. Desde entonces, la única razón por la que todavía no estaba muerto era que era el esposo de Brigid, y nadie quería arriesgarse a despertar la cólera de la diosa, cuyos poderes mágicos no tenían rival, con la excepción quizá de Morrigan.

—Aenghus Óg lo habrá tentado con cualquier cosa —contestó Flidais con un gesto desdeñoso—. Bres sólo hace algo cuando es en su propio interés.

—Eso lo entiendo. Pero ¿por qué enviar a Bres? ¿Va a matarme?

—No lo sé. Lo que es seguro es que no vendrá para superarte en ingenio. La verdad, druida, espero que acabéis luchando y que tú lo derrotes. No respeta el bosque como debiera.

No contesté, y Flidais pareció dispuesta a darme tiempo para reflexionar sobre lo último que había dicho. Sorbió su batido y se agachó para rascar a Oberón detrás de las orejas. La cola de mi perro cobró vida y empezó a golpear rítmicamente las patas de las sillas en las que estábamos sentados. Oí que empezaba a contarle lo bien que podríamos pasarlo en Papago Park y sonreí, porque siempre persistía en sus objetivos, un rasgo de auténtico cazador.

En esas colinas hay muflones del desierto. ¿Alguna vez los has cazado?

Flidais le respondió que no, que nunca había cazado bovinos de ningún tipo. Eran ganado y esos animales no ofrecían ninguna diversión.

Éstas no son cabras normales. Son más grandes, marrones, y se mueven muy rápido entre las rocas. Todavía no hemos logrado acorralar a ninguna, aunque sólo lo intentamos unas pocas veces. De todos modos, siempre disfruto durante la persecución.

—¿Tu perro lo dice en serio, Atticus? —Flidais levantó la mirada hacia mí y adiviné cierto desdén en su voz—. ¿No has logrado dar caza a una cabra?

—Oberón siempre habla en serio cuando se trata de caza. Los muflones del desierto no tienen nada que ver con las cabras a las que estás acostumbrada. Son caza mayor, sobre todo los de Papago Park. El terreno es muy escarpado.

—¿Por qué nunca he oído hablar de esas criaturas?

Me encogí de hombros.

—Son autóctonas de esta zona. Hay varios animales del desierto que seguramente te harían disfrutar de una buena caza.

Flidais volvió a sentarse en su silla, con el entrecejo fruncido, y bebió otro sorbo del batido, como si fuera un elixir para curar un conflicto interior. Se quedó mirando las ramas bajas de mi mezquite, que se balanceaban suavemente con las caricias del aire del desierto. Entonces, de repente, en su rostro se dibujó una sonrisa radiante y se echó a reír con alegría. Incluso podría decir que se reía tontamente, pero eso no sería digno de una diosa.

—¡Algo nuevo! —exclamó entusiasmada—. ¿Sabes hace cuánto tiempo que no cazo nada nuevo? ¡Desde hace siglos, milenios incluso, druida!

Alcé mi vaso.

—Por la novedad —dije.

Era uno de los lujos más preciados para aquellos de larga vida. Entrechocó su vaso con el mío y bebimos satisfechos. Compartimos un momento de silencio, hasta que me preguntó cuándo podríamos salir de caza.

—Debemos esperar al anochecer. Hay que dejar tiempo para que el parque cierre y los mortales se retiren a pasar la noche.

Flidais me miró, enarcando una ceja.

—¿Y a qué dedicaremos las horas hasta entonces, Atticus?

—Eres mi huésped. Podemos dedicarlas a lo que desees.

Me sopesó con la mirada, y yo clavé los ojos en mi bicicleta, que seguía en la calle, fingiendo no darme cuenta.

—Tienes todo el aspecto de estar en la flor de la vida —me dijo.

—Mis agradecimientos. Tú también tienes un aspecto magnífico.

—Tengo curiosidad por descubrir si todavía conservas la resistencia de los fianna o si ocultas una decrepitud y debilidad impropias de un celta.

Me levanté y le ofrecí la mano derecha.

—Esta tarde me han herido en el brazo izquierdo y todavía no estoy curado del todo. No obstante, si vienes conmigo y me ayudas a sanarlo, me esforzaré por satisfacer tu curiosidad.

Esbozó una sonrisa y sus ojos refulgieron. Puso su mano en la mía y se levantó. Clavé mis ojos en los suyos y le apreté la mano mientras entrábamos y nos dirigíamos al dormitorio.

Pensé que daba igual lo que le pasara a la bicicleta. Seguro que al día siguiente me sobrarían los ánimos para ir trotando al trabajo.

Capítulo 5

Las conversaciones de cama de esta era moderna suelen versar sobre anécdotas de la infancia o, como mucho, sobre cuáles serían las vacaciones ideales de cada una de las partes. Una de mis últimas parejas, una chiquita encantadora llamada Jess que tenía un tatuaje de Campanilla en el hombro derecho —la cosa menos parecida a un hada que uno pueda imaginarse—, quería que hablásemos sobre Battlestar Galactica, una serie de ciencia ficción que ponían en televisión, como una alegoría política del gobierno de Bush. Cuando le confesé que no sabía ni de qué programa me hablaba, que no tenía el más mínimo interés en conocerlo ni en saber nada de política estadounidense, me llamó «mierda de cylon» y se fue de casa muy enfadada. Me quedé un poco confuso, pero aliviado al mismo tiempo. Por otra parte, Flidais quería hablar sobre la antiquísima espada de Manannan Mac Lir, llamada Fragarach, la que responde. Digamos que eso me quitaba el protagonismo después de mi reciente actuación, y me puse susceptible.

—¿Todavía la tienes? —quiso saber.

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