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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acosado (7 page)

BOOK: Acosado
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—¿Cómo es posible? ¿Ha hecho algún tipo de trato con las valquirias?

—No, es un vampiro.

Flidais silbó y saltó de la cama. Aterrizó en posición defensiva, como si esperara que fuera a atacarla. Tuve mucho cuidado en no girar la cabeza más que lo mínimo para poder admirar su cuerpo perfecto. Los últimos rayos de sol se filtraban a través de la persiana y en sus piernas bronceadas se reflejaban rayas de sombra y luz.

—¿Cómo te atreves a confraternizar con los muertos vivientes? —me dijo con voz bronca.

No soporto esa palabra, aunque a veces yo mismo me sorprendo utilizándola. Desde Romeo y Julieta, estoy de acuerdo con Mercucio respecto a la sugerencia de Teobaldo sobre si confraterniza o no con Romeo. Para disimular mi irritación, sonreí e intenté imitar el habla de la época isabelina.

—¿Confraternizar, decís? ¿Pretendéis hacer de mí un juglar?

—No estoy hablando de tonterías —repuso enfadada—. Estoy hablando del mal.

Fantástico. No era precisamente una literata, por lo que se veía.

—Disculpa, Flidais. Me refería a una antigua obra del maestro Shakespeare, pero ya veo que no estás de humor para bromas. Yo no diría que «confraternizo» con los muertos vivientes, pues eso implicaría una relación más allá de lo estrictamente necesario por negocios. Lo único que hago es utilizar los servicios del señor Helgarson. Es mi abogado.

—¿Me estás diciendo que tu abogado es un vampiro chupasangre?

—Sí. Es socio del bufete Magnusson y Hauk. Hauk también es abogado mío. También viene de Islandia, pero es un hombre lobo y por eso se encarga de los clientes durante el día. Como es lógico, Helgarson empieza a trabajar al atardecer.

—Asociarse con un miembro de la manada de lobos es algo que puedo comprender, e incluso aprobar. Pero entablar amistad con los muertos vivientes, eso es tabú.

—Y ninguna cultura podría tener un tabú más sensato que ése. Pero yo nunca he entablado amistad con él y no tengo intención de hacerlo. Leif tampoco es de los que van haciendo amigos. Me limito a contratar sus servicios legales y, de cuando en cuando, practico con él porque es el mejor espadachín de la zona, y el más rápido.

—¿Por qué un miembro de la manada trabaja con un vampiro? Tendría que haberlo matado nada más haber visto a esa criatura horrenda.

Me encogí de hombros.

—Ya no estamos en el Viejo Mundo. Ésta es una época diferente en un lugar diferente y ha dado la casualidad de que ambos tienen un enemigo en común.

Flidais ladeó la cabeza y esperó a que dijera el nombre de tal enemigo.

—Su enemigo es Tor, el dios nórdico del trueno.

—Vaya. —Flidais se relajó un poco—. Entonces puedo entenderlo. Hasta una salamandra podría cerrar filas con una sirena por culpa de ese dios. ¿Qué fue lo que les hizo?

—Helgarson no quiere decírmelo, pero debe de haber sido grave. Le salen los colmillos con sólo oír «Tor» en voz alta, y caza carpinteros por el simple hecho de que utilizan martillos. En cuanto a Magnusson y a Hauk, Tor mató a unos cuantos miembros de su manada hace unos diez años.

—¿El tal Magnusson también es un hombre lobo?

—Sí, es el jefe de la manada. Hauk es su segundo.

—¿Tor tenía algún motivo para atacarlos?

—Hauk cuenta que estaban de vacaciones en los bosques centenarios de Noruega y que no fue más que un capricho de Tor. Ocho rayos lanzados con perfecta puntería, en un cielo que había estado totalmente despejado hasta entonces. No pudo ser una simple casualidad.

A un hombre lobo puede matárselo con muchas más cosas que la plata. Lo que pasa es que los humanos no tienen acceso a armas como rayos, que dejan fritos a los bichos peludos antes de que puedan curarse.

Flidais se quedó en silencio y me miró fijamente.

—Por lo visto este desierto atrae a un curioso catálogo de criaturas.

Me limité a encogerme de hombros una vez más.

—Es un buen lugar para esconderse. No hay un acceso fácil desde los planos de los Fae, como ya sabes. Tampoco andan muchos dioses rondando por aquí, aparte de Coyote y las visitas esporádicas, como la tuya.

—¿Quién es Coyote?

—Un dios embustero de los nativos. Hay muchas versiones de él por todo el continente. Es un tipo agradable, siempre que uno no haga ninguna apuesta con él.

—¿El dios cristiano no es importante por estas tierras?

—Los cristianos tienen unas ideas tan confusas sobre él que es difícil que tome forma fuera de la cruz y, claro, no resulta demasiado divertido, así que la mayoría de las veces ni se molesta en aparecer. María sí que se manifiesta más a menudo y hace cosas increíbles cuando está de humor. Pero lo que más le gusta es sentarse en cualquier sitio con aire beatífico y llena de gracia. Se empeña en llamarme «niño», aunque soy mayor que ella.

Flidais sonrió y volvió a acurrucarse en la cama conmigo, olvidados ya todos los vampiros.

—¿Cuándo naciste, druida? Cuando te conocí, ya eras viejo para ser mortal.

—Nací en el tiempo del rey Conaire Mor, que reinó durante setenta años. Tenía casi doscientos años cuando robé Fragarach.

Flidalis me pasó una pierna por encima y se sentó a horcajadas sobre mí.

—Aenghus Óg cree que Fragarach le pertenece por derecho —dijo.

Empezó a dibujar espirales en mi pecho con un dedo, y la detuve atrapándole la mano con la mía, con aparente ternura. No iba a permitir que me lanzara un hechizo. Tampoco es que creyera que iba a hacerlo, era sólo mi paranoia de costumbre.

—La gente de este lugar tiene un dicho: «La posesión es lo que cuenta.» Y yo la poseo desde hace mucho más tiempo que ningún otro ser, incluido Manannan Mac Lir.

—A Aenghus Óg no le importan para nada los dichos de los mortales. Él piensa que le has robado lo que le corresponde por herencia, y eso es lo único que cuenta.

—¿Por herencia? Manannan es su primo, no su padre. No es igual que si le hubiera robado una reliquia familiar. Además, si de verdad le importara tanto, tendría que venir él mismo a recuperarla.

—Nunca te has quedado quieto lo suficiente en un sitio como para que eso fuera posible.

La miré, con una ceja enarcada.

—¿Es eso todo lo que necesita para terminar de una vez con todo el asunto? ¿Que me quede quieto?

—Yo diría que sí. Primero enviará a sus esbirros. Pero, si los vences, al final no le quedará más opción que venir por ti en persona. Si no, lo declararán un cobarde y será desterrado de Tír na nÓg.

—Pues me quedaré quieto —repuse, y le sonreí—. Pero tú puedes moverte si quieres. ¿Puedo sugerir un delicado balanceo?

Capítulo 6

Papago Park está situado justo al norte del zoo de Phoenix y es una formación extraña de colinas aisladas, salpicadas de creosotes y saguaros, esos cactus como ositos de peluche. Las montañas, escarpadas y de piedra roja, están salpicadas de grandes agujeros, recuerdo de las corrientes de lodo que se petrificaron hace más de quince millones de años y que después fueron erosionándose. Ahora, algunas zonas de las colinas se han adaptado como áreas de juegos para los niños; en otras puede pasarse un interesante día de escalada. Dentro del perímetro vallado, porque es propiedad del zoo, las colinas son el hogar de un centenar de muflones. Hay una zona del zoo que se llama Sendero Arizona y desde allí pueden verse los muflones algunas veces, cuando se dignan a mostrarse en público. Pero, incluso en esas raras ocasiones, los visitantes tienen que utilizar prismáticos, porque se trata más bien de una pequeña reserva y no de una zona de exhibición. La verdad es que los muflones viven muy tranquilos sin que nadie los moleste. Es decir, vivían muy tranquilos hasta que Oberón y yo empezamos a aterrorizarlos.

Cuando salía de caza con Oberón, adoptaba la forma de un lebrel de pelaje rojizo, con algún mechón blanco. Era un poco más alto que Oberón y conservaba unas manchas negras en el costado derecho, que se correspondían con mis tatuajes. Si hubiera salido con un arco y hubiera dejado que Oberón cansara a los muflones, habría sido mucho más sencillo, pero también menos divertido para los dos. Oberón quería darles caza «a la antigua», sin tener en cuenta que los lebreles siempre se habían criado para perseguir lobos en el bosque y tirar de los carros en las llanuras de los campos de batalla. Nunca se había visto que anduvieran brincando de una montaña de piedras a otra, detrás de unos carneros ligeros como el viento.

Una de las razones por las que los muflones resultaban tan difíciles de derribar era lo escarpado del terreno y lo dañino para nuestras garras. Aparte, si caíamos de una roca solíamos aterrizar sobre un cactus, y cualquier que haya tenido que vérselas con uno de esos ositos de peluche, sabe que tienen mucho de osito y poco de peluche. Así que las condiciones del entorno no nos permitían lanzarnos a toda velocidad tras nuestras presas.

Cuando llegamos al parque, Oberón estaba preparado para matar cualquier cosa que se pusiera a su alcance. Había tratado de intimidar a los venados de Flidais, y cuál no sería su sorpresa al ver que ni siquiera se inmutaban. Eso lo sacaba de quicio. Me habían llegado retazos de su conversación mientras íbamos en el carro de Flidais.

Si no estuvierais bajo la protección de la diosa, ya os habríais convertido en mi cena, amenazó Oberón.

Tal vez, si te ayudaran doscientos amigos, uno más, uno menos, se burlaron los venados. Un cachorrito solo nunca nos da demasiados problemas.

¡Vaya, vaya!

No seríais tan valientes si la diosa no estuviera aquí.

¿Tú crees? Muchas veces nos deja guardados en un sitio cerrado, por bastante tiempo. Puedes aprovechar para venir por nosotros entonces, renacuajo, y ya veremos qué pasa.

Oberón gruñó y les mostró los dientes. Le ordené que se callara, intentando disimular lo que me divertía al oírlos. Describirlo como furioso en ese momento era quedarse corto. ¿Llamar renacuajo a un gigante como él? Estaba claro que sabían bien cómo tocar las pelotas a un perro.

Flidais me preguntó dónde podía aparcar el carro y le sugerí que lo dejara en la tumba de Hunt, una pirámide blanca que habían erigido sin mucho sentido en una de las colinas, para que allí descansara eternamente el primer gobernador de Arizona. Estaba rodeada por una valla, pero los venados la saltaron sin problema. El carro dio un giro brusco, pero luego aterrizó suavemente gracias a algún truco de Flidais.

¿Tú también sabes saltar así, perrito?, volvió a burlarse uno de los venados.

Oberón gruñó por toda respuesta, pues hacía rato que ya no lograba ni vocalizar. Nos bajamos del carro y le dio tiempo a ladrarles una vez más, antes de que yo lo llamara al orden.

—Lo que vamos a cazar hoy son muflones —le recordé.

Pues vamos ya, contestó, mientras los venados soltaban una carcajada.

—Prepárate, druida —me indicó Flidais, pasándose el arco por encima de la cabeza.

Me concentré y absorbí el poder de la tierra a través del tatuaje que me ligaba a ella. El desierto me entregó su fuerza. Me puse a cuatro patas, a la vez que invocaba la forma de un lebrel.

La teriantropía de los druidas no tiene nada que ver con la transformación de los hombres lobo, aparte de que ambas son un proceso mágico. Una de las principales diferencias radica en que yo puedo cambiar de forma si quiero, sin importar la hora del día o la fase lunar. Otra es que para mí es indoloro, no como la licantropía. Y una diferencia más es que yo me puedo transformar en diferentes animales, aunque no sean demasiados.

En la práctica, no me quedo mucho tiempo en mi forma animal, por razones psicológicas. Aunque puedo comer cualquier cosa que el animal comería y no sufrir consecuencias físicas, mentalmente me resulta muy difícil tragarme un ratón entero cuando soy un búho, o comer carne de ciervo cruda cuando soy un perro. (Un par de semanas atrás habíamos cazado una gama en el bosque de Kaibab, y yo tuve que alejarme hasta que Oberón terminó con su parte y la mía.) Así que aquellas salidas de caza eran más por Oberón que por mí. A mí lo único que me divertía era la persecución y ese cosquilleo alegre que se siente al saber que uno está haciendo feliz a alguien.

Pero, cuando adopté la forma de lebrel en esa ocasión, sentí algo diferente. Estaba ofuscado y lo único que me importaba era mi ansia de sangre. Olfateé a los muflones en el aire y percibí la cercanía de los venados; pero, en vez de registrar esos olores con frialdad, me sentía cada vez más voraz y hasta empecé a salivar. No era buena señal, y debería haberme transformado de nuevo en humano en ese mismo momento.

Flidais se acercó a la valla y arrancó una parte con una sola mano. Lanzó un silbido y nos indicó con un gesto que pasáramos. Nos colamos por debajo rápidamente y nos encaminamos hacia las colinas que ya habíamos recorrido antes, sin hacer ruido para que los muflones no advirtieran demasiado pronto que íbamos tras ellos. Había que cruzar otra valla para entrar en la zona de reserva, y Flidais volvió a abrirnos el paso.

—Ahora corred, perros míos —dijo la diosa, al arrancar otra sección de valla. Y, cuando lo dije, de verdad me sentí como si ya no fuera un druida, sino su perro. Ya no era un humano, era parte de una jauría—. Sacad un carnero de esas colinas y traedlo hacia mi arco.

Y entonces echamos a correr, más veloces de lo que habíamos sido nunca, esquivando los cactus bajo las estrellas débiles de los cielos de ciudad. Apenas me di cuenta de que allí había más magia en marcha que la mía. El amuleto de hierro frío que llevaba al cuelo, que había encogido para convertirse en el típico collar de perro, me protegería de cualquier tipo de magia siniestra, por lo que no me preocupé demasiado.

No tardamos mucho en encontrar los muflones. Estaban echados entre una maraña de creosotes, pero oyeron nuestras pisadas en la grava del desierto, y cuando los vimos ya saltaban por una ladera casi vertical. Al dar el primer salto para iniciar el ascenso por la ladera, un espasmo nos recorrió las patas. Yo conseguí salvar un desnivel bajo, pero Oberón se quedó corto y cayó al fondo con un bufido, entre el polvo del desierto.

Rodea por abajo y espera, le indiqué. Los dirigiré hacia ti.

De acuerdo. Más vale maña que fuerza.

Fijé los ojos en los flancos de los muflones, que se alejaban de mí, y seguí destrozándome las patas montaña arriba. Parecía increíble, pero estaba ganándoles terreno y me sentí tan victorioso que lancé un par de ladridos tontos para asustarlos. Pero los muflones estaban hechos para recorrer aquellas colinas sin despeinarse, y yo no. Al final volví a quedarme atrás, porque tenía que andar con cuidado para no resbalar y buscar los mejores sitos para saltar. Cuando los muflones desaparecieron al otro lado de la cima y empezaron a bajar por la otra ladera, me puse a ladrar para que supieran que los seguía bien de cerca y que no podían darse el lujo de parar. Mi intención era que fueran directos hacia Oberón.

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