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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (2 page)

BOOK: Adorables criaturas
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En la chimenea las llamas crepitaban afables, acompañando una charla que se iba desplegando con sosiego, punteada por pausas útiles. Caladas profundas y caracoleadas volutas de humo daban los últimos toques a un cuadro de perfecta complicidad viril.

—Cuatro kilos trescientos. Un varón sano y fuerte —se pronunciaba el doctor Samuel.

Como para ratificar lo dicho, un potente chillido traspasó techo, rosetones y molduras.

—Con buenos pulmones. —El puro que sostenía León apuntó hacia el piso alto con un temblor exultante.

La llantina arreció y fue escuchada entre sonrisas. La óptima salud del niño quedaba establecida.

—Digno hijo de su padre. Un estupendo primogénito. —El hábil toque, melifluo y halagador, obtuvo pronta respuesta.

—Gracias —dijo el progenitor, orondo como si él hubiera hecho la faena.

Silencio, armonía, paz. El doctor extrajo trabajosamente el reloj de las profundidades de sus pliegues abdominales. Miró la hora e hizo cuentas mentales.

—Ha sido un parto largo y trabajoso. Inés es tan delicada…

—Una genuina flor de invernadero —asintió León, embargado por una oleada de emociones maritales.

Había olvidado por completo la furia de los aullidos. La supuesta fragilidad de su esposa le ponía al borde de las lágrimas. Era motivo de orgullo, un añadido más a sus muchos encantos femeninos.

La voz pedestre del médico le hizo bajar de sus idealizados altiplanos.

—Todas lo son. Máquinas quebradizas y complejas. Cuando no les falla una pieza les falla otra —aseveró con aplomo que no admitía réplica.

Y no la hubo. Se abrió una nueva pausa en la conversación mientras los dos hombres sopesaban el calado científico del teorema. Una complacencia irresistible flotaba en el aire, y Samuel retomó el hilo con un deje satinado y paternal.

—Adorables criaturas… Dios las bendiga —suspiró más que dijo, y se quedó sin fuelle.

—Amén. —La voz de León sonó ligeramente irónica, no en vano era un ilustrado.

En la capital

La mañana se había levantado de un humor lúgubre y el rítmico fragor de una tormenta escoltó al tren hasta la misma estación. El estridente pitido del convoy rasgó la bóveda de hierro acristalada, la máquina de vapor se detuvo entre exasperados resoplidos blancos.

Una pequeña comitiva esperaba en el andén. Miss Lucy, antigua institutriz de la parturienta y hoy gobernanta de la casa Ubach, había cruzado el despeñadero de los cincuenta pero su cutis inglés de vainilla azucarada seguía terso e impoluto. Un mérito tan atribuible a la genética como a una vida marcada por el decoro y la contención.

Interior y exterior corrían parejos en la mujer. Ambos eran grises y estaban aprisionados bajo una ingente cantidad de cierres, censuras, botones y gafetes. La
miss
tenía una complexión delgada y los huesos pequeños, pero la rigidez de su porte y una barbilla siempre en alza creaban un efecto óptico: un espejismo de estatura que le otorgaba potestad. A su lado, Elena parecía una chicuela inconsistente en edad de saltar la comba, y el bailecillo nervioso con el que entretenía ese rato vacío no ayudaba a hacerla más mujer.

A tres prudentes metros de la imponente institutriz, un hombrecillo raído y encorvado se retorcía las manos. Observaba la llegada del tren con aprensión. La que esperaban bien pudiera mostrarse imprevisible y arruinarle un negocio que prometía mucho.

Los primeros viajeros descendieron y se enracimaron con los suyos por la estación. El hombrecillo rastreó el amplio espacio con la mirada pero la búsqueda no daba resultado. Empezó a agobiarse, aquella extranjera estirada no le quitaba ojo de encima.

Lo inclemente del tiempo no invitaba a prolongar las bienvenidas ni a detenerse en tertulias ociosas. Pasajeros y acompañantes se dispersaron en seguida, muy pronto el andén quedó vacío.

El terceto quedó sin saber qué hacer. La institutriz estaba muy contrariada pero ni rango ni carácter le permitían expresar su enfado en público. El hombrecillo veía esfumarse solvencia y reputación, todo ello era una tragedia y ante las tragedias él no sabía responder de otro modo que paralizándose. Por si fuera poco, la mirada de la
miss
seguía clavada en él, gélida como un punzón azul. Se doblegó más de lo que ya estaba, de tal modo que su campo de visión no pudiera elevarse más allá de las pantorrillas de la dama, caso que las tuviera (bien sabía él que las damas carecían de piernas). Desgranó un rosario de lamentaciones y justificaciones apesadumbradas con una actitud que él consideró de ejemplar humildad, pero sólo consiguió acrecentar el enojo de la gobernanta, cuya estatura parecía agigantarse por segundos.

Fue Elena quien al fin resolvió la situación atajando por el camino más simple. Impaciente y harta de bailar sobre un solo pie, se despegó de miss Lucy y, acercándose al tren, correteó de vagón en vagón, dando saltos a cada tanto para alcanzar a ver su interior. En vano la inglesa, que detestaba dar la nota, la miró con reproche, la muchacha continuó dando botes a lo largo de los vagones como una cabritilla loca. Y en el tercero encontró a quien todos aguardaban con tanta ansiedad.

—¡Aquí está! ¡Está aquí dentro! —gritó, saltando varias veces frente a la misma ventanilla.

Miss Lucy rodó mayestática por el andén, se recogió refajos y la emprendió con los escalones. El hombrecillo reptó casi a cuatro patas tras ella. Se sentía tan aliviado que de haberse atrevido habría lamido los suelos del andén en señal de agradecimiento. Elena cerró el desfile siguiéndolos con la levedad de un saltamontes.

Los ojos glaucos de la
miss
parpadearon varias veces antes de poder enfocar el interior del vagón con algo de nitidez. Poco a poco, los volúmenes se fueron definiendo y surgió el dibujo de una muchacha retraída en la penumbra parduzca. Le devolvía el escrutinio sin pestañear, con una mirada que no retaba pero que tampoco declaraba sometimiento. Estaba inmóvil, sentada en una de las banquetas, y en su regazo se agitaba un fardo harapiento por el que asomaban dos piernas pequeñas que pataleaban con fuerza. La joven también vestía poco más que cuatro trapos mal cosidos, estaba tan sucia que la mugre apenas permitía sospechar el color de su piel.

La institutriz contó mentalmente hasta cincuenta —y en inglés— para ahogar la oleada de reproches que le quemaba la garganta. Disparó un relámpago de iceberg hacia el hombrecillo y luego volvió a inspeccionar a la recién llegada. Bien, con esto tendría que bregar, y ella nunca le había hecho ascos a ningún deber, por desagradable que fuera. Suspiró, resignada, mientras se decía que ni los harapos ni la suciedad conseguían enmascarar un hecho esencial: era rolliza y sólida, auténtica como una vaca extraída directamente de sus verdes pastos.

Tras la muchacha se abrió la puerta del vehículo, entró un empleado del ferrocarril arrastrando con manifiesto fastidio escoba y recogedor. La súbita corriente de aire voló por el pasillo y abofeteó a miss Lucy con un denso hedor a leche agria y flujo vaginal acumulado. La británica, que tenía la pituitaria sensible, atajó otro suspiro, bastante menos resignado que el anterior, y se llevó la mano al bolsillo en busca del pañuelo mientras daba un paso instintivo hacia atrás. Su retroceso empujó al hombrecillo, que a su vez reculó sobre Elena en un breve remedo de efecto dominó. La chiquilla, que como quien dice se había criado en una pocilga, miró la cara consternada de la
miss
y el perfumado pañuelo de encajes, no pudo contenerse por más tiempo y soltó un cloqueo de gallina tonta.

La tormenta se había alejado, tan sólo se oía el eco de algún trueno en sordina. Lloviznaba sin gracia bajo un cielo desvaído cuando miss Lucy y su comitiva abandonaron la estación para dirigirse al carruaje que los había estado esperando. Las tres mujeres se acomodaron en el interior. El hombrecillo, acogotado por una imperiosa mirada de la gobernanta, se tuvo que contentar con el pescante, y aun así la mera esquina de éste, pues el cochero era de constitución corpulenta y poco dado a compartir un espacio que consideraba suyo. Gruñó, malhumorado; tenía un trasero huesudo que pedía a gritos asentaderas blandas. Pero el carruaje comenzó a traquetear airosamente por los adoquinados pavimentos de las calles principales, y entonces descubrió que desde su atalaya gozaba de unas vistas insuperables.

La industriosa urbe, que un siglo después se autoproclamaría el asombro del mundo, era la segunda en importancia del país. Cuatro décadas antes se había liberado de su abigarrada y poco higiénica carga medieval al grito de «abajo las murallas». Y la rancia aristocracia nativa, demasiado lejana de la corte para ser relevante, plegaba velas bajo el empuje de una clase emergente, dinámica y ansiosa por medrar. La burguesía se había apoderado de la ciudad y la organizaba a su manera. El nuevo trazado urbanístico, mercantil y pragmático, sentó las bases de lo que luego sus biznietos proclamarían el no va más de la modernidad.

Aquellos comerciantes eran reputados por su tacañería, y dieron buena fe de ella aplicándola de forma harto generosa en el diseño y construcción de los nuevos edificios, avenidas y calles. Se trataba de que el conjunto quedara lo más vistoso posible pero gastando lo mínimo imposible. Consecuentemente, primó el aprovechamiento del espacio sobre otras consideraciones. Las casas se levantaron largas y estrechas como ataúdes, y sus muros tuvieron el grosor del papel. Los cimientos apenas descendieron a un metro de profundidad, las medianeras quedaron sin revocar, y la mayoría de las azoteas a medio terminar pues no tenía sentido invertir en algo que ni se alcanzaba a ver desde las aceras. Sin embargo, todo lo que ahorraron en estructuras ocultas y otras ingenierías banales, fue dilapidado en ornamentación a la vista. Ahí las cuentas sí les salieron claras y el saldo a favor; los artesanos del momento eran mano de obra barata.

El individualismo más feroz y la ostentación de familias recién enriquecidas en un país que arrastraba siglos de pobreza, convirtieron la parte nueva de la ciudad en un caos de ornamentaciones homologadas tan sólo por sus excesos caprichosos. Veinte años más tarde, un joven escritor venido de provincias las describiría como un frenesí enloquecido de barretinas puestas al revés y excrecencias asirio-babilónicas. Que Josep Pla, así se llamaba, resultara ser un geniecillo precoz no le eximió del castigo. Al contrario, la ofensa se consideró alta traición. Sus cáusticas lindezas, sumadas a otras ofensas de mayor calado, le valieron la expulsión inmediata, no sólo del Parnaso local sino también de la inmortalidad literaria (desde entonces quedó proscrito de los libros de texto y aún se procura nombrarle lo menos posible, tan sólo lo indispensable).

Pero en aquellos días aún resonaban los ecos de la Exposición Universal, que había dejado a los residentes mudos de admiración ante tanto prodigio. No es de extrañar que la mugrienta campesina tuviera la nariz pegada a la ventanilla del carruaje y mirara con ojos aturdidos mientras cruzaban frente a palacios de hierro y cristal, y sólidos arcos triunfantes que perdurarían hasta nuestros días. Ya había comenzado la erección del mastodóntico saurio edulcorado, el templo expiatorio que luego se revelaría un magneto de atracción irresistible para las hordas orientales.

Las zonas patricias de la urbe eran breves, y muy pronto el carruaje las dejó atrás en dirección a los suburbios que rodeaban las fábricas lamidas por el mar. Las ruedas del carro saltaron del último adoquín a un suelo encharcado, y un grupo de niños se apartó gritando al paso del vehículo bamboleante. Las calles estaban llenas de arrapiezos y animales domésticos jugando enredados. Tan sarnosos y desastrados estaban los unos como los otros, y todos ellos chapoteaban entre barro y suciedad. En las puertas abiertas de viviendas miserables y oscuras se veían algunas mujeres con más críos en brazos.

El rostro de la aldeana se apartó de la ventanilla. Este panorama le era muy conocido, no suscitaba el menor interés en ella.

Un mundo feliz

Poco a poco, las chimeneas fueron más escasas y el paisaje recuperó la cualidad idílica que debió de tener en tiempos anteriores a la expansión industrial, cuando se inició su imparable y definitiva deflagración.

Era un escenario mediterráneo, de brisas salobres, tierras calcáreas y colores arenosos. Los campos de cultivo alternaban cepas esforzadas con almendros que ya habían dejado atrás la floración y ahora verdeaban con las pequeñas hojas palpitantes después de la lluvia. En los terrenos sin domesticar mandaba el pino piñonero, bajo su sombra las traidoras adelfas departían con aromáticas afables: espliego y orégano, romero, tomillo.

Tras un rato de conducción ligera, el coche llegó al margen de un río. Los caballos relincharon saludando a un sol de atardecer que los recibió tras la primera curva, como si hubiera permanecido al acecho, escondido allí, aguardándolos tan sólo a ellos. Disminuyeron la velocidad conforme el camino se complicaba entre meandros, suaves colinas y valles en miniatura.

La relativa lejanía del mar había cambiado un poco el paisaje. Las colinas se elevaron a tentadoras promesas de montañas, el verde fino y plateado de las encinas y el frescor del primer brote de los robles asomaron por entre pinos y algarrobos. Luces y sombras jugaban al escondite, y entre ellas cabalgaron un par de horas más los caballos, siempre acompasados con el río, que se les mostraba y luego desvanecía como una ilusión equina.

En el interior del coche no se pronunció una sola palabra mientras duró el viaje. Elena se había dormido al primer traqueteo, como sólo duermen los inocentes y los niños: en cualquier rincón y en no importa qué posición. Para la institutriz era impensable cerrar los ojos fuera de las horas en que correspondía hacerlo, y ésas eran las nocturnas, no otras. La náusea y un bilioso vómito atascado en la tráquea no la abandonaron en todo el trayecto. Gentileza de la extraña, cuyos efluvios animalescos habían transformado el interior del civilizado carruaje en una guarida pestilente. Y, entretanto, la causante de este malestar roncaba sin recato, la boca tan abierta y desencajada como sus piernas. El niño, al que miss Lucy miraba con creciente inquietud, bailoteaba en la bolsa de su regazo en precario equilibrio, y a cada movimiento inesperado del carruaje estaba a punto de caerse rodando al suelo como una pelota. Pero de milagro se mantuvo en su sitio y durmió también como un bendito. Sólo ella, la gobernanta, preocupada por todo y por todos, estaba alerta y despierta.

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