Pero fue miss Lucy quien tuvo que coger al niño porque la campesina ni se acercó al lecho. Refugiada en las sombras de una esquina, estaba sumida en un mar de emociones. La visión de la angelical señora la había dejado totalmente extasiada. Nunca se había topado con la belleza. Y ni en el más amable de sus sueños hubiera podido imaginar algo semejante. Aquel ser tendido en la cama era un serafín refinado y hermoso, que además olía a flores desconocidas. El impacto del hallazgo fue tan intenso que penetró a hachazos en la sempiterna neblina de su cerebro y la disipó durante un breve lapso de tiempo. Suficiente para que articulara un solo pensamiento y un único deseo: había encontrado la felicidad, quería permanecer cerca de ella.
Pendiente de solucionar lo prioritario, miss Lucy ignoró la expresión atónita de la aldeana, la empujó hacia una silla contigua y le puso al niño en brazos. El novedoso movimiento pilló al recién nacido a contramano y le silenció unos segundos. Adivinó que estaba en un regazo diverso y pensó que quizá en este paraje inexplorado localizaría algo que llevarse a la boca. Hocicó, buscando, pero una vez más encontró áspera materia textil en vez de la ansiada tibieza de un pezón. Arrancó a llorar de nuevo, ahora con más fuerza que antes; las expectativas frustradas añadían una nota inédita, más estridente y aguda, a la demanda.
La angustia de la madre aumentó en consonancia, a ella se sumaba el desconcierto. El aya sería una perfecta estampa pero no estaba por la labor, ni siquiera había amagado el gesto de sacar el pecho. Sostenía al niño por inercia, lo justo para que no se le cayera, pero no le atendía ni le miraba. Desde la puerta, Rita y las criaditas contenían la respiración. La situación resultaba embarazosa, tanto más porque la señora también estaba a punto de romper a llorar.
Miss Lucy chapoteaba entre dudas pero el sentido del deber acabó por superar su pudibundez natural. Ruborizada como una santa en apuros, se acercó a la chica, le abrió el corpiño y le sacó una teta sin más contemplaciones. El niño se agarró a ella con tal avidez y fuerza que se atragantó al instante. Tosió y babeó surcos de leche que le cayeron mejilla abajo. Hubo sobresalto general y la institutriz corrió a socorrerle, intentando apartarle del pecho, al menos hasta que hubiera normalizado la respiración. No pudo, el cachorro se había enganchado a la aureola con la ferocidad de un pequeño vampiro. Tras la primera compulsión, y ya viendo que no le iban a quitar la comida, se calmó y poco a poco aprendió a regularse para acompasar el ritmo de succión a sus acuciantes deseos.
El anhelado y constante chupeteo reconfortó a las mujeres de la casa. Sólo Inés sintió una punzada de inquietud. Se preguntaba cuál era el significado de esa mirada bovina que la escrutaba sin pestañear. No le agradaban las manos indiferentes que sostenían a su hijo, el seno poco amable que lo iba a alimentar.
Pero el niño continuó mamando con fruición, ajeno a tan sutiles sombras y matices. Y durante varios minutos el hogar quedó suspendido en el tiempo mientras las que lo conducían posaban en un silencio estático, como si aguardaran el súbito flash del magnesio antes de regresar a sus muchas ocupaciones habituales.
Los paneles de madera que forraban la sala del Ateneo de la capital apenas amortiguaban el ruido. El vocerío era intenso y rebotaba de esquina en esquina creando una cacofonía imposible de absorber. El lugar estaba lleno de hombres. Formaban un grupo heterogéneo: intelectuales, obreros, algún que otro bohemio. Los asientos no alcanzaban para todos y se habían repartido de cualquier manera; en el suelo, en brazos de sillas y sillones. Confirmando la teoría de que el sonido no baja sino sube, las palabras volaban por encima de sus cabezas. Se cruzaban, pisaban y anulaban sin orden ni concierto. El debate carecía de moderador y de haberlo habido se habría desgañitado en vano. Hablar a gritos y no escuchar a nadie era ya una pauta nacional firmemente arraigada.
Hacía un buen rato que el meollo de la controversia había quedado cubierto bajo los escombros de vehementes disputas y razonamientos desgarbados. Del diálogo se había pasado al caos y la centrifugación en cuestión de minutos, y las ideas circulaban sin conexión alguna deslizándose rasantes sobre unos cerebros en los que jamás conseguirían incidir. «Hay que servirse de las cooperativas para luchar —decían—. Eso es sindicalismo duro. Es Bakunin. Y anarquismo. No. Sí. Marx ha muerto. De ninguna manera. No hay más socialismo que el que todos sabemos. Te lo digo yo. Sin partido no llegamos al poder. Qué sabrás tú».
De tan fértiles regurgitaciones se deducía que en unos meses habría elecciones, que se discutía una propuesta de huelga general y que los grupos de izquierda no se ponían de acuerdo, para variar.
Uno de los asistentes se mantenía al margen del griterío reinante. Estaba algo aislado, en pie y con un codo apoyado sobre la repisa de la chimenea. Fumaba un puro al que de tanto en tanto daba unos toques displicentes sobre el fuego. Y parecía más cautivado por los vaivenes de su ceniza que por los de la tormentosa reunión. Tan loable flema era fruto de una personalidad con acusada propensión a la petulancia. Álvaro sabía que cuando él hablara los demás callarían. No necesitaría ni levantar la voz, su carisma resultaba más efectivo que cualquier subida de decibelios o que un argumento armado con solidez.
La vanidad del joven era perdonable y hasta comprensible. Tenía veintiocho años, el bigotillo picante y unos ojos azules poco frecuentes en la zona. Su escaso metro sesenta de talla no daba para convertirle en un galán cien por cien, pero compensaba esta carencia con otros adornos. Había leído a Lord Byron y adoptado cuatro lecciones astutas: trajes sombríos, pelo largo, movimientos indolentes y aires melancólicos. Las mujeres le adoraban tanto como le temían, y todas suspiraban por redimirle. Los hombres le ridiculizaban, pero en secreto le envidiaban e imitaban. Un héroe romántico era apuesta segura en aquella capital segundona dominada por burgueses con aspiraciones cosmopolitas. Si además había nacido pobre y luego había prosperado, tanto mejor. La excepción confirmaba la regla.
Era muy cierto que Álvaro había conseguido escalar peldaños por méritos propios. Durante años trabajó como meritorio en un laboratorio químico mientras de noche se quemaba las cejas frente a los libros. Estaba dotado para los estudios y para el trato social, pronto lo ascendieron. Acabada la carrera pasó a ser químico de plantilla, su patrón no descartaba que en breve alcanzara cargos más altos. Los orígenes humildes y el posterior encumbramiento hacían de él un ejemplo a seguir entre los más jóvenes. Hoy era líder de un movimiento que se gestó con tendencias socialistas pero se fue escorando de forma natural hacia lo anárquico. Esto último demandaba menos rigor discursivo y concordaba más con su carácter, algo ligero de cascos en todos los sentidos.
Dejó que el coro de voces alcanzara su punto más álgido y entonces se volvió hacia los exaltados tertulianos. Tal y como había previsto, el volumen general de la sala descendió hasta ser un murmullo inaudible.
—Si llegamos al poder, seremos cómplices del orden existente. Un orden burgués. Éste es el punto a debatir. ¿Confiamos en la democracia burguesa?
Una airada voz de más edad se aprestó a replicarle:
—Las consignas de la última Internacional fueron claras, hay que participar.
—Ha corrido mucha agua desde esa reunión, hermano. —La ostensible condescendencia del joven irritó a su interlocutor.
—Y que lo digas. Tú no habías hecho ni la primera comunión.
Álvaro ignoró su tono crispado:
—Que no estuviéramos allí no cambia los hechos. Aquellos revolucionarios se han quedado estancados en el doctrinarismo. Eran burgueses y han seguido la ley fatal de su clase. Sus días están contados.
Hizo una pausa sabiamente dramatizada durante la cual dio la espalda a la concurrencia y desmenuzó el cigarro sobre las llamas. Retomó el discurso mientras asistía a su lenta desintegración:
—No iremos a las urnas. Rechazaremos toda acción política. Apoyaremos la huelga general.
Se renovó el coro vocinglero, más apasionado si cabe. Justo en ese instante climático se abrió la puerta y tres muchachas irrumpieron en la estancia. Tras ellas iba un ujier que farfullaba, acongojado; había intentado detenerlas sin éxito.
Fueron recibidas con jocosa resignación, en otras ocasiones habían interrumpido sus mítines. Y aunque ninguno de los presentes osaría jamás admitirlo ni bajo tortura, la verdad es que agradecían su llegada. Coloreaban el ambiente, dando vida a unas tertulias con demasiado excedente masculino (es un hecho universalmente reconocido que en materia de animación nada supera a la presencia femenina).
Las tres vestían de forma similar. Traje oscuro y estricto, desprovisto de artificios y sin corsé que enfatizara las curvas; chaqueta cerrada y recta sobre una simple camisa blanca, una falda ligera que alcanzaba sólo hasta el tobillo. Tanta sobriedad, antítesis de la moda imperante, delataba la militancia de las chicas. Eran reformistas, mujeres que aspiraban a la emancipación.
Dos de ellas empezaron a repartir panfletos, ignorando las tonterías y burlas de los hombres, que se portaban igual que niños en el patio de recreo. La tercera vio a Álvaro y se dirigió hacia él sin titubeos. Cruzó la habitación con pasos largos y resolutivos, más propios de un oficial de caballería que de una señorita, nada más alejado de la feminidad. Sin embargo, era hermana de la exquisita Inés, y un observador medianamente avispado lo hubiera adivinado a primera vista.
Las dos jóvenes compartían rasgos similares aunque alguna jugarreta de la genética los había dispuesto de manera muy distinta. Y lo que en una de ellas concluía en perfección en la otra era borrosa asimetría. Nadie podría definir a Tessa como una belleza pero no estaba muy claro el porqué. Si se la estudiaba por partes, no había nada que objetar. Al igual que su hermana, tenía un hermoso pelo oscuro y rizado, los ojos negros y expresivos, la piel aceitunada. Sin embargo, la composición carecía de armonía. Quizá la culpa la tenía la nariz, en exceso aguileña, o puede que fuera la mirada severa, a menudo adusta, y siempre demasiado inquisitiva. Y al conjunto también le sobraban bastantes centímetros: para ser mujer, y latina, era demasiado alta. Nunca se asociaría a la chica con palabras como seducción, dulzura y gracia. Mucho menos en aquel trance.
Había llegado a donde quería. Estaba plantada frente a Álvaro, los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos desafiantes. Él no se arredró ni se irguió para elevar un poco su estatura, pero a fe ella le sobrepasaba un buen trecho. Sonrió de modo casi imperceptible, con las aletas de la nariz, y le devolvió la retadora mirada aliñada con un buen pellizco de malicia.
—Tessa, querida. ¿Qué se os ofrece hoy?
—Lo de siempre. No lo conseguiremos sin vuestro apoyo. —La voz de contralto se modulaba con el sobrio aspecto de la muchacha. Era firme y concisa, sin amago de coquetería, algo de lo que sí andaba sobrado su interlocutor.
—Vaya. Qué mala suerte. Justo ahora. Nosotros hemos decidido que ya no queremos votar.
La socarronería del comentario desencadenó risas generalizadas y bromas pueriles.
—Que voten ellas por nosotros. Eso, que voten las damas —cantaron los lechuguinos con benevolencia bulliciosa y paternal.
Álvaro dejó que sus huestes se divirtieran un rato a costa de las militantes, luego se impuso con voz persuasiva.
—El día en que las mujeres voten estaremos perdidos.
La frase fue arrojada con pétrea convicción pero Tessa no se alteró. El diálogo avanzaba por los cauces previstos. Tanto ella como él conocían lo que vendría a continuación.
—No veo por qué —le respondió con serenidad.
—Porque votaréis a la derecha. Sois conservadoras por naturaleza. —No había reproche en la aseveración, Álvaro se limitaba a acreditar un hecho conocido.
Y no hubo inquina en las prontas palabras que le ratificaron. Burguesas. Tradicionalistas. Beatas.
La acusación, escuchada cientos de veces, no ofendió a Tessa, pero sus compañeras se revolvieron, dolidas. Una de ellas se encaró a los hombres apuntando la solapa del que tenía al lado con un índice tembloroso de indignación.
—¡Eso no es cierto!
La furia de la muchacha deleitó a los caballeros. El interpelado se santiguó y cayó hacia atrás mientras sus amigos lo recogían entre risas. Después, el cotarro amainó un poco y Tessa trató de enderezar la polémica hacia parámetros algo más racionales. Era una labor pedagógica ardua. Había que seguir insistiendo, repetir las ideas una y otra vez hasta que fueran aceptadas como hechos posibles y no meros disparates salidos de sus cabecitas locas.
—¿Cómo pretendéis que progresemos? No podemos acceder a la vida pública. No nos dejáis participar en las decisiones importantes.
Hubo más chascarrillos y protestas. Tessa se rearmó de paciencia. Su determinación era más fuerte que la de ellos; lo que para los hombres suponía un mero juego dialéctico para las mujeres significaba un avance trascendental. No importaba cuánto tardaran, acabarían por ganar la batalla.
—Formamos la mitad del género humano. Iremos a las urnas y tendréis que aceptarlo. Antes somos personas que mujeres.
Los bigotillos de Álvaro se arquearon dibujando una levísima sonrisa. Habló en voz tan baja que sólo Tessa alcanzó a oír lo que decía.
—Eso no te lo crees ni tú, niña.
Pocas horas después su respiración agitada confirmaba lo atinado de aquella ladina sonrisa. La fiesta entraba en fase irreversible y la muchacha estaba alerta. En cuanto surgieron los previsibles síntomas —ojos en blanco, rictus de mártir— le tapó la boca de un manotazo brusco. Las eyaculaciones de Álvaro eran cualquier cosa menos discretas, en la erupción final ululaba como un lobezno y el ruido traspasaba las delgadas paredes del pequeño piso. Una mujer joven soltera viviendo sola ya era sospechosa. Si encima de su casa salían ecos orgiásticos, entonces personificaba la depravación.
Un rendido gemido en descenso precedió a la última convulsión. Tessa retiró la mano de los labios de su compañero y allá mismo estampó un beso mojado. La gimnasia había sido enérgica, los dos cuerpos desnudos transpiraban pese al frío reinante. Las pieles estaban pegadas como ventosas a presión y al separarse sonaron con una onomatopeya infantil. Hombre y mujer rieron, ordenándose imperativamente silencio el uno al otro con muecas burlonas; la transgresión los unía como a colegiales cómplices de una travesura.