El asesinato del niño conmovió a Tessa por interpuesto; la herida de su hermana era un padecer que le desgarraba el pecho. Pero la muerte de su madre putativa la dejó con un vacío cuya gestión resultaba bastante más compleja. Era una oquedad orgánica y robusta. Crecía, echaba nuevas raíces. Le aherrojaba la voluntad, le exprimía el espíritu. No siendo un dolor compacto, resultaba inasible. Más adelante tendría que detenerse y plantar cara a este contrincante traicionero. Por el momento le sobraban preocupaciones.
Ya empezaba a refrescar, pero los funerales no podían postergarse. Los difuntos presentaban mutaciones indignas, un olor pegajoso y corrupto impregnaba el piso de arriba.
Enterraron primero al niño. El cementerio de la colonia estaba sin estrenar y León no tuvo valor para abandonar a su primogénito en un emplazamiento tan desangelado y solitario. Sugirió reabrir el mausoleo familiar, y satisfacer la susceptibilidad de la provincia celebrando un oficio en la catedral. Inés no se opuso. Haber tenido la sensatez de bautizar al pequeño ahorró un conflicto superfluo a la familia enlutada.
El ataúd blanco ya se hallaba en el coche de cristal, guiado por cuatro caballos de piel oscura y penachos violetas. Macario iba detrás con el carruaje cerrado de la familia, seguía el resto del servicio en otro vehículo negrísimo aportado por las pompas fúnebres. El sobrio cortejo fúnebre se disponía a partir con paso solemne. No se había contado con la presencia de la madre. Nadie, en la casa, la suponía en condiciones de asistir a las exequias. Sin embargo, apareció bajo el pórtico de la entrada en este postrer momento. Y aun en su acongojante situación, hizo una entrada en escena impecable.
Estaba muy pálida, compuesta y serena. Llevaba la cabellera rizada totalmente suelta y un vestido tan níveo como el estuche en el que dormía su hijo. León se quedó de piedra y durante unos segundos manoteó en una laguna de desconcierto. Pero al fin no osó cuestionarle la elección del color ni la libertad descocada del peinado. Pese a estas infracciones, o quizá gracias a ellas, estaba revestida de una dignidad perfecta, mayestática. Y, de todos modos, el atavío no era la única excentricidad que se les computaría. Había identificado los tonos chillones de las flores que rodeaban el féretro del pequeño, alegrándolo con un toque verbenero inaceptable. Pero León estaba triste y agotado, con nulas ganas de polemizar. Una transgresión más ya no tenía importancia.
La ceremonia religiosa fue como la mayoría, larga y aburrida. Inés se comportó con gran estilo. Era la imagen descarnada del duelo a secas, sin demostraciones estridentes. Al salir de la iglesia aguardó de pie para recibir los pésames de rigor. Soportó con entereza la sarta de imbecilidades y lugares comunes que le arrojaron encima. Más meritorio aún, soportó ser el centro de atención masivo, todas las miradas convergían en la figura vestida de blanco.
Su hermana se pegó a ella como un mastín de presa, nadie osó sobrepasarse un milímetro del protocolo reglamentario. El doctor se limitó a murmurar una condolencia presurosa y ceder plaza al siguiente de la fila.
A la señora De Ubach sólo se le pudieron achacar unos segundos de flaqueza. Fue en el cementerio. La cajita blanca había cruzado el umbral custodiado por la espada flamígera de un arcángel cancerbero, descendía ya hacia la cripta del mausoleo. Y entonces sí, sus gigantescos ojos de azabache se volvieron acuosos, las mejillas se le apergaminaron y la silueta entera se estremeció. León quiso sostenerla y dio un paso en su dirección, pero la esposa se apartó con un terror automático, como si el contacto fuera a producirle una quemadura. Se arrimó a su hermana, le buscó la mano y se ató con fuerza a ella. Un gesto muy comentado en la merienda del siguiente jueves.
Finalizada la ceremonia, el doctor Samuel quiso aproximarse a la familia. Habían tenido un trato largo y fructífero (y aún se le adeudaba una considerable suma). Pero el industrial repelió sus avances con una gelidez que no auguraba nada bueno a su cuenta corriente. Decidió abordar a su paciente, ella sería más receptiva. Aguardó a verla sola, la virago estaba atendiendo alguna necesidad fisiológica. Pero llegado el momento no consiguió articular una sola palabra del discurso que había preparado y que, entre otras fórmulas floridas, apelaba a la reciente muerte de su propia madre como un azar desgraciado aunándoles en el drama. Sucedió que miró los ojos de la desventurada. Se desgarró un velo, y de súbito descubrió al ser humano que vivía bajo la envoltura de la mujer.
La revelación le dejó desconcertado. Por fortuna, fue un lapso de lucidez transitorio, pero cuando se repuso de él ya era demasiado tarde. La desagradable militante había regresado, su mirada enemiga sofocaba cualquier cordialidad. Los Ubach y su personal de servicio abandonaron el cementerio. Un día triste, por no mencionar el sesenta y seis por cien definitivamente perdido.
Se localizó el testamento de miss Lucy y el contenido llenó a los allegados de perplejidad. Para empezar, dejaba todo su dinero a Inés. El legado era bastante sustancioso, treinta años de ahorros, y carecía de lógica que lo heredara la hermana casada y rica, y no la soltera y pobre. León llegó a pensar en una falta de discernimiento mental de la
miss
, o quizá un despiste tipográfico de última hora. Sin embargo, el resto del documento desmentía esta posibilidad, ya que cedía los libros y muebles, y cualquier otra posesión material, a Tessa. Para rematar el absurdo, la finada animaba a su ahijada mayor a continuar tozudamente —
stubbornly
, decía, más claro el agua— con la militancia y su vida marginal.
No obstante, lo más increíble estaba por venir. Pues en la segunda cuartilla del documento la hija del pastor se proclamaba atea. Y argumentaba su apostasía en términos muy poco ortodoxos —blasfemos, de hecho—, con un lenguaje de causticidad insólita. En síntesis, venía a decir que a la vista del desastre consumado en este mundo por el supuesto Hacedor, la idea de una vida ulterior, y para colmo infinita, le resultaba más bien inquietante. Si no era mucha molestia, ella prefería un descanso verdadero y eterno. Y para asegurarse de que no se la pretendiera resucitar, pedía una cremación. Dispondrían de sus cenizas como mejor les acomodara, no iba a andar supervisando el tema.
Era una locura, una burla vitriólica. Ni con la mejor voluntad del mundo tenían posibilidad de satisfacer los últimos deseos de la difunta. Allí no existía la cremación, incluso en Inglaterra la práctica era aún objeto de agrias discusiones. Y, como muy bien puntualizó Tessa, no podían hacer una pira funeraria afuera, en el jardín. Una frase que arrancó la primera risa corta y salvaje de Inés, junto con una renovación de la mordaz complicidad fraterna.
Pero tenían un cadáver a su cargo, algo debían hacer con él. Lucinda, protestante y herética, ahora también apóstata, no era candidata a habitar el camposanto católico de la ciudad.
Giros extraordinarios del destino. Al final fue aquella extranjera quien tuvo el privilegio de ser la primera moradora en el cementerio de la colonia Ubach.
Excavar el hoyo fue un trabajo arduo. La tierra era calcárea, pedregosa. Y se mostraba reacia, como si no quisiera acoger a quien tampoco había ansiado desintegrarse en ella. La hostilidad era recíproca. Por fin el rectángulo tuvo la suficiente profundidad como para que metieran el ataúd.
Las jóvenes señoritas leyeron fragmentos de un mismo libro. El servicio dedujo que no se trataba de una Biblia, demasiado delgado. Tampoco tenía forma de breviario o misal. En la tapa sólo había una palabra comprensible: Emily (¿Emilia?, ¿Emilio?). Sea como fuere, ambas recitaron muy bien, con la voz limpia, aplomada, y con el suficiente sentimiento, aunque sin sorber el moco durante la alocución, que hubiera sido lo normal en estos casos. Todo se dijo en inglés, no se entendió ni papa. Juana, Elena y Rita lloraron a ratos alternos. Su llanto no coincidió con las frases estelares del texto porque no tenían modo de saber cuáles eran. Ellas lloraban a la
miss
. Su gobierno había sido estricto pero justo. Y a su manera la habían apreciado.
A León le disgustó lo irregular de la ceremonia, si es que se la podía llamar así, y subrayó su repulsa manteniéndose apartado del lugar de los hechos. Él habría salvado el escollo con un soborno —léase donación— al deán de la catedral. Y hubiera cobijado a la buena de miss Lucy en su panteón familiar con mucho gusto. Pero Tessa e Inés hicieron frente común contra la idea. Habían vuelto a su hermético compincheo, esa connivencia de la que él estaba excluido. Por razones que su falta de imaginación erró, y que le ofendieron no poco, ambas estimaron inadmisible que su institutriz descansara junto a los patriarcas y próceres textiles de la parentela Ubach.
Cuando Macario echó las primeras paletadas de tierra comenzaron a caer grandes goterones de lluvia. Las dos hermanas levantaron los ojos hacia el cielo borrascoso. Fue una acción sincronizada y a ambas les bailó una misma media sonrisa en los labios. Durante una ráfaga de reloj semejaron gemelas idénticas. Luego tiraron el libro al hoyo. Y permanecieron muy juntas, contemplando cómo los terrones rugosos secuestraban a Lucy, que poco a poco se hundió, llevándose consigo a su autora favorita junto con el libro de cabecera. La lluvia no amainó, terminó por convertirse en una tromba tardía de verano. Pero ellas no se movieron. En un entierro con tan escasa asistencia, cualquier deserción hubiera significado dar la nota. Así que allá se quedaron todos los miembros del servicio. Callados y calados. Tiritando de frío; bufaba un viento fresco y otoñal.
Inés y Tessa consideraron que el clima de perros había sido un óptimo homenaje: una salva de honor para su Lucy. Enterrarla significó clausurar una etapa, pasar página.
La vida avanzaba. Fue la propia Inés quien pidió a su hermana que regresara a la ciudad. La aguardaban el trabajo, los amigos, sus trajines políticos. Se separaron sin alardes expresivos. Habían recobrado la sintonía y su aparente relación flemática. Sobraban gestos, palabras.
Por una vez León lamentó decir adiós a su cuñada, y ambos se despidieron en términos muy amistosos. Él, en especial, no cesó de repetirle que la casa Ubach sería siempre su hogar. Lo decía de corazón, pero también con la esperanza de que su esposa tomara nota de la nueva actitud.
La partida de Tessa marcó el inicio de una defección general.
El desfile empezó con las criadas jóvenes. Antes de que se fueran, Inés abrió el joyero y les hizo un bonito regalo a cada una. Para que conservaran un sabor más azucarado en la memoria, murmuró al besarlas. Abajo ya esperaban sus familias. Las dos chicas se reunieron con ellas sin reprimir un contento pueril. Por el broche y el collar, y por haber podido escapar sanas y salvas de la tétrica mansión que un día habían creído refugio seguro.
Macario iba a pedir cita formal al patrón pero las mujeres se le adelantaron. Inés la primera, el embarazo de su cocinera era una obviedad. Habló con ella, y supo de su ilusión por establecerse y montar un hostal con fonda. Era una idea sensata. La afabilidad de Macario y los talentos de Rita harían del negocio un éxito. Faltaba por solucionar el fastidioso detalle de la financiación inicial. Pero a Inés le bastó con dejar caer una mínima sugerencia en la biblioteca para que el obstáculo desapareciera. Esa misma tarde el dinero requerido pasaba de las manos de León a las del cochero, y por la noche a las de Rita, seguramente más inteligentes que las de su compañero.
León no estaba en posición de negar nada a su mujer. Al contrario, aspiraba a recibir una lista interminable de peticiones para acceder a todas ellas. Necesitaba hacer méritos. Afilaba armas, se disponía a rescatar su afecto. Consideró diversas estrategias, por fin eligió la que demandaba más actividad. Emprenderían un largo viaje. Seis meses. Tiempo suficiente para cicatrizar heridas, calmar el dolor, resucitar los sentidos. Diseñaría un periplo irresistible. Barco hasta Italia. Giro en tren por Suiza y Alemania, vuelta por Francia. Parada en París para poner al día el vestuario. Obvió la hilatura, los pedidos y los clientes defraudados. La reconquista conyugal tenía prioridad. Doblaría el sueldo al capataz, dejaría la colonia en sus manos. Se irían en cuanto finalizara la huelga. Acababa de saber, de fuentes fidedignas, que el ejército estaba en un tris de intervenir. La vuelta a la normalidad era inminente.
Inés forzó la mudanza temprana de Rita y Macario. Aun sin conocer los planes viajeros que le reservaba el consorte, calmó su lealtad diciéndoles que la casa se cerraría una temporada. La pareja aceptó el argumento, ambos suspiraban por empezar su nueva vida.
El último abrazo de la cocinera a su linda ama rebosaba genuino cariño, calidez. Fue espontáneo, y el único gesto que consiguió arrancarle a Inés un sollozo seguido por unas cuantas lágrimas.
Macario se aligeró al abandonar la grava inestable del jardín para pisar la tierra firme del camino de bajada. Las hojas de los plátanos amarilleaban, la tarde había virado a un gris atontado. Asomaba el otoño y él era solar. Pero conducía una carreta de su propiedad, arreaba sus propios caballos. Se había agenciado una hembra magnífica, un préstamo sin intereses y un estupendo ajuar; la señora les había donado prácticamente la totalidad de su cocina. El futuro ya era presente. Besó media oreja de Rita, la llevaba sentada a su vera. Y echó un último vistazo a la casa Ubach. Su mirada dio con aquella planta insana escarbando el cielo. Le anegó de nuevo una desazón esotérica. Mala cosa, mala cosa.
Horas después, la señora De Ubach se esfumaba sin dejar huella. Escapó de noche, con lo puesto. Sin maleta. Dejó el armario ropero al completo y el joyero incólume, con las sortijas de compromiso y esponsales encima de la tapa. No se llevó nada. Nada, excepto los ahorros íntegros de su institutriz. Un serio revés para la reputación de miss Lucy. ¿Acaso aquella herencia contenía un propósito malévolo? ¿Era una flecha que apuntaba la dirección que su pupila debía seguir?
Tessa había detectado la maniobra póstuma al instante. De ahí su mudez, la aparente falta de reacción ante un testamento que la desfavorecía de forma incomprensible. El abandono de hogar por parte de su hermana, leído en un telegrama que precedió al propio León, supuso una alegría en medio de muchas horas tristes. La rebelión de Inés implicaba el triunfo definitivo de quién las había criado. Después de todo, Lucy había dicho la última palabra.