No atendió una sola de las sílabas vehementes que le arrojó Rita. Estaba idiotizada, sólo tenía ojos y oídos para el hermano. Nunca había sentado a un ejemplar tan varonil en el mármol de su cocina. Se derretía. Suspiraba por cuidarle. Por nutrirle y, en general, hacerse cargo de su persona en exclusiva. Ella daría consuelo a sus cuitas, sabría escuchar con comprensión infatigable el relato de sus infortunios.
Expresó sus loables intenciones con mucha propiedad. El fugitivo estaba a salvo en su casa. Le arreglaría una cama en la buhardilla, no le faltaría de nada. Los militares y la policía jamás le encontrarían allí. Rita podía volverse tranquilamente a casa de los patrones. Que no pasara cuidado. Podía irse. Se hacía muy tarde. Estarían en un tris de descubrir su ausencia, si es que no lo habían descubierto ya. Se lo dijo varias veces, despidiéndola otras tantas. Pero la buena mujer no se daba por aludida. Allá seguía, varada y parlanchina, de carabina en su cocina. Tan pronto regañaba a su hermano como lloriqueaba, lo apretaba contra su pecho y se lo comía a besos. A ver si no iba a quedar nada para ella.
En esto se equivocaba. El indiano tenía de todo y mucho, para dar y para vender. Se hallaba a sus anchas. Al igual que la maestra, había escuchado las reprimendas de su hermana como quien oye una llovizna inconsecuente. Masticaba, bebía, engullía. Había arribado a su meta muerto de hambre y de sed. Aquella señorita era servicial y estaba por la labor de contribuir seriamente a su felicidad. Se notaba que ponía empeño en ello. Peregrinaba de la despensa a la cocina, con las enaguas bailando y las mangas bien arremangadas, para que se le vieran los brazos desnudos bajo salchichones, hogazas de pan y botellas. Mientras le daba a la mandíbula le iba tomando las medidas. Una fruta demasiado madura, casi pasada. Ahí le había engatusado la muy viva, pues en las cartas, aun sin mentar una edad concreta, retozaba como una adolescente. No obstante, razonó, la gallina vieja hace buen caldo. Y no hay peor desalmado que un desagradecido. Así que al siguiente pase le rozó la pantorrilla izquierda como por casualidad. El contacto desató un alud de rubor —real— y ondas orondas. No le sorprendió la rapidez del reflejo. Era experto en satisfacer mujeres, ya fueran hermanas, madres o amigas; a cada cual lo suyo, por supuesto. En fin, aquella ciruela sin estrenar buscaba quien le hincara el diente.
Pero sin apremios. La noche sería larga. Se le solicitaría una actuación brillante más algún bis de añadidura, como si lo viera (allí había gana atrasada). Mejor tomarlo con calma. Terminado el yantar, se arrellanó en la silla y sacó un puro. Se había reservado unos cuantos de los que había traído de Cuba para contrabandear. La señorita le acercó lumbre, y él sostuvo su mano trémula mientras lamía el cigarro y fabricaba saliva con los ojos puestos en sus subidas de sangre y telones de pestañas. Después de las primeras caladas, enmudeció. Tenía un sentido certero del tempo narrativo. Y del suspense. Siguió aspirando y exhalando hasta que el espacio entre las cuatro paredes quedó emparrado con volutas azuladas. Entonces abrió la boca y habló. De países lejanos, trombas tropicales, navíos veloces y flores inmensas. De amores, pajarillos como mariposas. Armadillos acorazados, iguanas de crestas puntiagudas y mangos pulposos.
A medianoche las doncellitas dormían. Antes habían estado una buena hora cuchicheándose secretos de contenido monocolor. Versaban, todos ellos, sobre el joven tiznado de hollín y cuestiones anatómicas que tenían que ver con él. Elena notaba una sensación extraña más o menos por donde salía el pis en presencia de su compinche de juegos. Era una comezón placentera. Y a poco restriegue que hubiera aumentaba en intensidad hasta que salía despedida por los aires. Allá arriba daba un par de piruetas y luego volvía a aterrizar en el pinar, ligera, con ganas de reír y sin haber sufrido el menor daño. Se habían ido las cosquillas pero en el mismo lugar se sucedían una docena de hipos graciosos. Juana estaba patidifusa. A ella le pasaba justo lo mismo. Cuán extraordinario. ¿Qué sitio era ése y qué aspecto tendría? El diseño intrincado y la frondosidad de la zona dificultaban la autocognición. Pero cabía acercar la vela y confiar en la descripción de quien sí podía acercar su rostro para observar. Se turnaron en el estudio. El calorcillo de la llama, los alientos excitados y los índices que señalaban las condujeron a otro sorprendente hallazgo. Las cosquillas y piruetas no guardaban relación obligada con el carbonero. Y de esta manera, alternando asombros con maravillas, las dos acabaron por sucumbir a la noche. Las mejillas coloreadas, una sonrisa en los labios, las pantorrillas trenzadas.
UNO
Macario dejó a Tessa en una fonda de confianza. Admiraba el arrojo de la señorita y estaba de parte de ella, no del señor. Pero deseaba una pronta reconciliación familiar. La barriga de Rita empezaba a abultar. Le correspondía a él hablar con el patrón de hombre a hombre, y no quería hacerlo en una situación doméstica tan tormentosa.
Tras guardar los caballos en el establo, se dirigió a la casa. Cruzó la cocina para subir hacia las dependencias del servicio. La estancia estaba coloreada y viva. La noche resplandecía, y los dibujos de la cristalera se reflejaban en su interior con el cromatismo original apenas desvirtuado. Ni siquiera necesitó sortear los muebles. La luna era tan brillante que tampoco tuvo que tentar la escalera o recurrir a la memoria visual para llegar al cuarto de su Rita. Estaba vacío, la cama tendida con pulcritud. Y en su habitación de la cochera tampoco le aguardaban las ansiadas curvas. Se fue de nuevo a la cocina, pero esta vez llevó un candil para que le iluminara mejor el entendimiento, y cualquier pista que pudiera encontrar. Localizó la infusión abandonada, la taza sin usar, el azucarero destapado y las antenas de un ejército de hormigas rastreando los cristales blancos granulados. Un descuido impropio de Rita, denotaba que había salido del lugar muy rápido, forzada por un imprevisto. Tuvo un negro presentimiento, ¿si se la habrían secuestrado? Su nuevo estado le volvía en extremo protector pero admitió que ésta era una eventualidad poco probable. Y no había oído de gitanos por la región. Se estrujó un ratito la mollera y se le ocurrió que la partida precipitada quizá pudiera tener algo que ver con la señorita Pepita. Le disgustaba que Rita cultivara aquella amistad. Además de ser una insensata, se decía que ahora la maestra padecía un sarampión a destiempo: un repente casquivano. No era un bulo, hasta había tonteado con él, un atardecer en que se la topó en el paseo del río. Llevaba una camada de pollitos piando en el escote, insertada entre los pechos. Ridículo, a sus años. Por pura curiosidad —¿cuántos animalillos podría alojar aquella quebrada hendida?— había aceptado su ofrecimiento de contarlos. Apretujados, cabían cuatro. En fin, que le mosqueaba el compadreo de las mujeres. Y emprendió el descenso hacia la colonia con la determinación de un legítimo marido.
DOS
Un corrosivo hielo en los huesos despertó a miss Lucy. Sus vaivenes hormonales le habían jugado una nueva trastada. Había transpirado a mares. Estaba empapada y al mismo tiempo bloqueada por el frío. Pero su termostato personal no era fiable, quién sabe si la temperatura ambiental coincidía con sus percepciones. Miró a Inés. Ella dormía, cómoda e imperturbable.
Su aspecto había mejorado mucho en pocos días. Y era difícil no rendirse ante su belleza. Tan singular, tan poco rotunda. Sólo una armonía sutil, exquisita. Dedicó un pensamiento a la madre muerta que nunca llegó a conocer. La había visto en una imagen fotográfica. Tenía el cuerpo grande y desmañado, la mirada grave, sólida. Emanaba una torpeza física que incluso traspasaba la representación de la cartulina. Su boca cerrada era un trazo recto, sin un asomo de dulzura, pese a que el retrato estaba tomado el día de sus nupcias. Tessa había heredado esa austeridad, la estructura ósea y la expresión inquisitiva, mientras que la benjamina reverberaba como un nítido eco femenino del carisma paterno: volátil, poco templada. Soltó su mano con cuidado. Por si acaso, le acomodó el embozo de la sábana y estiró la manta ligera plegada a sus pies. Sacó su reloj, medianoche pasada. Apartó la silla y fue a cerrar los ventanales. Distinguió los característicos andares de Macario descendiendo la colina. Un paseo algo trasnochado, pero Lucy no era chismosa.
Iba a retirarse. La costumbre hizo que se diera la vuelta para una última inspección. La puerta del cuarto vecino estaba ligeramente entornada, una línea de luz vertical latía en la pequeña abertura. La nodriza habría estado fisgoneando otra vez, qué chica incorregible. Lo pensó y se irritó. Pero en seguida se avergonzó de la severidad de su juicio. Hacía días que nadie prestaba la menor atención a aquella infeliz. Con la casa subyugada por la aparatosa llegada de Tessa, todos, incluida ella, la habían ignorado por completo. Era una crueldad. Fiel a sí misma, no quiso aguardar a la mañana siguiente para rectificar el yerro y subsanar lo que de súbito le pareció una negligencia imperdonable. Atravesó de nuevo el dormitorio rojo en dirección a la habitación iluminada. Deseaba dar las buenas noches a la muchacha. Hacerle saber que alguien, en la casa, se preocupaba por su bienestar.
Eligió un pésimo momento para poner en práctica sus nobles principios. La nodriza estaba en diálogo íntimo con sus preciados tesoros. No eran pocos. A medida que sentía peligrar su posición en la casa había aumentado la frecuencia de sus incursiones y saqueos. Y ahora tenía todas las existencias a la vista, colocadas con arte encima de la cama. Los restos de comida, las baratijas, cintas de raso, lágrimas de cristal, los botones, la calderilla y los pañuelos de la señora. Llevaba mucho rato bebiendo y había olvidado cerrar la puerta después de pasar un rato espiando a las dos mujeres dormidas, tomadas de la mano. Estaba sentada en la cama, no percibió a la gobernanta hasta que la tuvo a un metro de distancia. Entonces salió de su abstracción para mirarla con expresión aterrada. Sentía un pánico cerval. Abrió los brazos y las piernas, y amparó las preciadas posesiones con su propio cuerpo.
Miss Lucy había entrado con las mejores intenciones. Vio el destello de las chucherías pero no el de la botella de licor encima de la mesita. De ahí que diera un paso hacia la chica, no para reprenderla, sino todo lo contrario. Sentía una compasión inmensa. Iba a decirle que se tranquilizara, que allí nadie le quería mal. Pero el aya interpretó el movimiento de modo bien distinto. La mujer gris se aproximaba con propósitos aviesos, le confiscaría sus valiosas pertenencias. Se levantó de un salto. Se irguió y le plantó cara. Le pasaba casi una cabeza, y era más fornida que ella. ¿Por qué le había inspirado tanto respeto? Ya no le tenía miedo. Levantó las manos, rodeó el magro cuello hasta que sus dos pulgares se unieron bajo la barbilla. Y apretó.
La rapidez, la pureza y simplicidad del ataque impidieron cualquier reacción defensiva. La gobernanta ni siquiera llegó a tocar los dedos de granito que la atenazaban. El destino misericordioso le ahorró el maltrato de una agonía prolongada, no padeció el sufrimiento de la estrangulación. La hipoxia fue instantánea, una inesperada punzada de placer. Después, el aplastamiento de la carótida provocó un desmayo definitivo. Miss Lucy se apagó en silencio, haciendo gala del mismo tacto y modestia con que había vivido. Y de idéntica ecuanimidad. Invirtió sus últimos segundos de vida en una postrera toma de conciencia. Sumergida en el interior de los ojos vacuos y ebrios de la destituida muchacha, se dijo que éste, y no otro, era el dramático olvido. Habían descarrilado, allí terminaba su viaje.
Al oír el crujido final, el aya aflojó la presión. Sin el sostén de sus manos, la mujer gris se desplomó en silencio. La falda se hinchó y luego desinfló lanzando un largo suspiro textil. El cuerpo, tirado a los pies de la cama, estorbaba, así que lo arrastró hasta el otro extremo de la habitación. Allí lo colocó sobre su trasero, apoyado en la pared, cerca de la cuna. Se aguantaba bastante derecho. Pero la cabeza se ladeaba y caía, igual que la de una pequeña zancuda con moño, horquillas y el cuello quebrado. Trató de que se le mantuviera erguida, después de varios intentos lo dejó correr. Estaba más aturdida que otra cosa. Siguió bebiendo. Entre trago y trago repartió velas encendidas por el cuarto, tenía toda una batería robada en provisión. El fuego la arrebataba. Se instaló en la cama con la botella abierta apoyada en un muslo y volvió a contabilizar sus tesoros, uno por uno, trasladándolos de la sábana a la bolsa de su halda. Un quejido la distrajo de la extática labor. El pequeño se removía y lloriqueaba en sueños. Pensó en darle de beber algo de licor, pero le fastidiaba el despilfarro. Pretendió ignorarle, volvió a lo suyo. Oyó otro puchero titubeante. El niño se había sentado. Tenía los ojos cerrados, seguramente se hubiera vuelto a dormir. Pero después de haberse sacado de encima a la molestia gris con tan mínimo esfuerzo, la nodriza estaba exaltada y se creía omnipotente. Aquella repodrida cría la tenía harta. No hacía más que reclamar, gritar. Enfadada, apuró de un golpe lo que quedaba en el frasco de licor. Era bien poco. Miró el envase vacío con desdén, lo arrojó a la buena de Dios. La botella de anís rebotó en la alfombra y rodó por el entarimado sin romperse. La observó, distraída por el simio que estaba impreso en la etiqueta, y que aparecía y desaparecía a cada giro. La botella aminoró la velocidad, y por fin se detuvo con el animal boca arriba, mirando al techo. Pero la imagen se desdobló, y hubo dos monos gemelos iguales. Parpadeó y trató de enfocarlos, hubiera preferido que los bichos se ensamblaran en una comprensible unidad simiesca. No lo consiguió. Entonces se acordó de lo que estaba por hacer. Eso sí era pan comido. Volcó el contenido de su regazo sobre la sábana y se apeó de la cama entre oscilaciones. Cogió uno de sus grandes almohadones con las dos manos y dibujó un zigzagueante trayecto en dirección a la cuna del heredero Ubach.
TRES
Inés se había acostado sin sueño. De hecho, ni se había puesto los tapones de cera. Al escuchar la manija de la puerta del pasillo, que avisaba de la cortesía marital, cerró los ojos. Pero estaba bien despabilada y alerta cuando su consorte entró en el dormitorio. Bajo el ronquido leve de Lucy oyó las suelas amortiguadas de los zapatos detenidas frente a la cama. Sintió la onerosa sobrecarga del aliento enamorado, la mirada idólatra. El esfuerzo de la inmovilidad, la mentira de los párpados caídos y la superchería de la respiración suave, dilataron los escasos minutos de la visita haciéndola eterna. Por fin se vio de nuevo libre.