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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (41 page)

BOOK: Adorables criaturas
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—Oh, una carta en inglés. La letra es muy bonita pero está puesta al revés.

Tessa sonrió ante una descripción tan plástica de la escritura inclinada y zurda de Lucy. Se había empezado a secar el pelo. Lo tenía enredadísimo, un nido de nudos. Una lata, más trabajo.

—Hay otras cinco iguales.

Su sonrisa se congeló. ¡Cinco cartas! No era propio de Lucy entregarse a semejantes excesos. Cruzó el telón sólido de los cerezos en flor, obviando su total desnudez, que Julia contempló atónita. Blandía el cepillo del pelo y su cabellera goteante dejó un rastro húmedo, una cinta bruñida, en la madera. Alargó la mano para recibir el paquete de cartas. Las barajó con rapidez, apartándose un mechón que se empecinaba en aposentarse sobre el puente aquilino de su nariz. Los múltiples sellos y timbres del envío prioritario saltaron del papel y le hirieron los ojos. El cepillo cayó al suelo con un golpecito sordo. Ya no lo recogería. Julia tampoco se agachó, nunca había visto a un adulto desnudo pasearse tan frescamente. Era llamativo, muy original: tendría que pensar en ello.

La lectura de las primeras líneas fue suficiente para que asumiera la gravedad del asunto. Su antigua institutriz carecía de inclinaciones morbosas. No la alarmaría sin motivo, y jamás revestiría los hechos con tintes melodramáticos, ni siquiera en beneficio de quienes amaba más, y eso incluía a su antojadiza hermana. Lo que describía la carta era la verdad escueta, descarnada. Y narraba lo siguiente.

Tras precipitarse en el cuarto de la nodriza, Lucy se había dirigido a la entrada que comunicaba con el dormitorio rojo. El pestillo no estaba echado y abrió la puerta sin dificultad. Su problema era la presbicia, no la miopía, así que pudo ver perfectamente lo que sucedía en el otro extremo de la habitación vecina.

Las sábanas estaban revueltas, como si hubieran sido escenario de una batalla campal, algo que se correspondía con los gritos de Inés escuchados pocos minutos antes. Pero de la boca de su pupila ya no salía ningún sonido. Yacía atravesada en la cama, con el cuello doblado hacia atrás y la cabeza colgando del borde de la cama. Distinguió el destello del blanco de las córneas de sus ojos, la expresión ausente. Debía de haber perdido el conocimiento. La cofia bajo la que solía esconder su pelo estaba tirada lejos del lecho, y la cabellera negra descansaba en el suelo como una cortina. Llevaba el camisón arremangado, con la tela apelotonada en la cintura, encima del ombligo. Tenía el torso crucificado, los brazos extendidos y las manos atadas a dos barras del lecho. Las piernas estaban separadas y las rodillas dobladas. Las plantas de los pies se apoyaban en el colchón de tal modo que el cuerpo permanecía entregado y abierto. Y allí, frente a su pubis expuesto, se encontraba el doctor Samuel. Por su posición adivinó que hurgaba dentro de la vagina. Estaba encorvado, se le habían desplazado partes del tupé; y la calva, lisa como una piel de rana, relucía entre los dos muslos de Inés teñidos de carmesí.

La desdichada Lucy se acusaba de falta de reflejos. No supo actuar. Gritó de espanto, lo que no ayudaba en nada.

El médico levantó los ojos y la observó con frialdad, casi con agrado. Se irguió, sacando una mano ensangrentada del interior del sexo de su paciente. La muñeca y parte del antebrazo también estaban manchados de carmín. Entre el dedo pulgar y el índice sostenía una sanguijuela henchida a reventar.

El enigmático bulto que había visto en manos del médico estaba sobre la mesita de noche, con la funda de terciopelo prolijamente plegada al lado. Se trataba de una campana de cristal, y servía de jaula a un montón de vampiros viscosos. Algunos de ellos se habían enganchado al vidrio como ventosas.

El doctor abandonó la cama y se dirigió hacia ella con el claro propósito de cortarle el paso e impedir su intervención. Un gesto tan innecesario como inútil. La cabeza le empezó a dar vueltas, las piernas le flaquearon. Adivinó la gruesa figura borrosa en movimiento. Y no recordaba más.

La manita firme de Julia en su hombro desnudo la desalojó del tenebroso cuarto rojo. Tessa había leído la narración sentada frente a la mesa de trabajo. Por la ventana abierta ascendían los rumores vivificantes de la actividad callejera. Sobre el runruneo general flotaba el reclamo persistente de un afilador pidiendo navajas, cuchillos, tijeras. Notó que ceceaba, convirtiendo las armas cortantes en inocentes juguetes para niños. La radiante luz de la tarde estival daba de lleno en la fachada y penetraba en la habitación, exhibiéndola sin cosmética. Era una realidad estricta, pero clara y tangible. Por contraste con lo que acababa de leer le pareció el colmo de la dulzura. Todo estaba donde debía estar, también su soledad.

Su aventajada alumna había obrado otros milagros. El menor de ellos no había sido atinar con la organización de los libros: los ingleses, arrimados a sus paisanos; los diccionarios, con sus iguales. Y el correo, distribuido en pilas rigurosas: editorial, bancos, correspondencia privada. Mejor que una secretaria profesional. Julia valía un imperio, más que cualquier señoritinga educada. Le comunicó la emergencia familiar con la tranquilidad de saber que no la entretendría con preguntas ociosas ni condolencias inútiles. ¿Podía llamar a un coche de alquiler mientras ella preparaba sus cosas? Sí, podía.

Al despedirse le entregó algo de dinero y un paquete de libros. Ella recibió ambas donaciones con orgullosa dignidad. A pie de coche, antes de que se cerrara la portezuela, le recordó que estaría aguardando sus cartas. Y no era una petición sino una asunción.

Vuelve Tessa

La noche pisaba al día cuando el tronante canon a tres voces sacudió la mansión. La alternancia de aldabonazos en la puerta, campanilleos y gritos se había iniciado prácticamente antes de que se apagara el ruido de las ruedas sobre la grava. Sea quien fuera el que llegaba, había saltado al suelo casi con el vehículo en marcha. Pese al ruidoso sobresalto, la cocinera tuvo una corazonada y salió en persona a abrir la puerta. Era irremediable que dos sombras menudas agarradas de la mano anduvieran tras sus faldas protectoras. ¿Quién sería a esas horas?

Cuesta abajo, los faros del coche de punto parpadeaban y se contraían entre las hojas de los plátanos bañadas de asbesto. Pronto fueron puntitos imperceptibles que se fundieron en las tinieblas aún festoneadas de azul.

Rita levantó un poco la lámpara para identificar al intempestivo huésped nocturno. La señorita Tessa en persona, desaliñada como siempre. Jadeante, sofocada. Sin sombrero. Una pequeña bolsa de viaje en una mano, la máquina de escribir en la otra. Muy, pero que muy, despeinada. Y más delgada. Pero ella.

—Oh, señorita.

Y rompió a llorar como una magdalena.

A Tessa no se le daba bien el enjuague de lágrimas. Depositó la Remington, tiró la bolsa. Arrebató la vela de las manos a la cocinera sollozante y atravesó el hall a la velocidad de una pelota en la recta final de una bolera. Subió la escalera con las dos doncellitas pegadas a sus talones y a la estela de la única luz. Algo más rezagada, anegada en su propia sobreabundancia sentimental, las seguía Rita. Tentaba los escalones en un patoso ascenso de costado, con las dos manos en la balaustrada; no quería arriesgarse a un mal tropezón.

En el dormitorio rojo había una sola lámpara alumbrada sobre la mesita de noche. Su esfera esmerilada iluminaba de pleno la farmacopea y las manos, casi transparentes, de miss Lucy. La institutriz estaba sentada al lado de la cama y las tenía cruzadas sobre el regazo. Un poco más allá, la claridad aminoraba. En la penumbra de sus puestos fronterizos se dibujaba el rostro escorzado de Inés sobre un único almohadón, magro y duro como una baldosa.

La irrupción de Tessa en esta capilla ardiente fue comparable a la del toro en la plaza. Venía ya resollando. Y no se paró a pensar. Entró, agitó la cabeza con nerviosismo y acto seguido dio varias vueltas completas al ruedo. Sus botines golpearon madera y alfombras, y el candil que llevaba zigzagueó esparciendo una lluvia de aceite. Así fue como se le revelaron los siniestros misterios de la habitación. Su arsenal de potingues y medicinas, los retorcidos artefactos, los ornamentos secuestrados y las sábanas ásperas. El letargo de la enferma, la cara tumefacta de su guardiana. El lugar tenía la fétida atmósfera de una leprosería, un pudridero para desahuciados. Mucho peor, pues allí la sordidez no era fruto de circunstancias precarias sino la imposición de una mente perversa.

La reacción de la sufragista estuvo de acuerdo con su carácter, catalogado, las más veces, como malo o muy malo. Encontrar a su hermana y a su madre adoptiva chapoteando en semejante poza de corrupción le sublevó las tripas. No lloró, no corrió a arrodillarse al lado de la enferma. No. Ella sintió el súbito hervor de un sinfín de agujas al rojo vivo cosiéndole el cerebro y, en lugar de aguantarse o contar hasta cien —estrategia protectora que le había enseñado su institutriz—, perdió por completo el oremus. Se puso como una energúmena y una vándala, destrozando todo lo que encontraba a su paso. Chillando que se vaciara la habitación, que se tiraran al instante aquellas porquerías asquerosas. Y acompañó sus órdenes con acciones demostrativas, de tal modo que hubo cristales rotos, daños irreparables en las marqueterías, líquidos vertidos y una extraña mezcolanza de olores —éter, tónicos, cloroformo— surcando el aire. Nadie supo cómo reaccionar ante tamaña intemperancia, y su alrededor se llenó de lívidas figuras encapsuladas en un museo de cera. Lucy, sentada, y contemplándola con la boca desencajada. Inés, aferrando el cobertor de la cama con las manos engarfiadas. Macario, último en llegar, clavado en el pasillo con la valentía en suspenso. Juana y Elena, atascadas en el quicio de la puerta. Tras ellas, Rita, atornillada al suelo y con las dos manos protegiéndose la panza. Un gesto instintivo pero coherente; su diminuta y sobrecogida niñita —porque era una niña— se preguntaba si valdría la pena asomar a un exterior tan desapacible, teniendo en cuenta lo bien que vivía ella allá dentro.

Y en la habitación adjunta, el aya volvió a encapucharse en la esquina más distante de la puerta que daba al dormitorio rojo. Estaba aterrada ante el sesgo que tomaban los acontecimientos. La ira de los humanos la fustigaba una vez más. Ahora lo sabía con certeza. Tendría que irse de allí. Volverían los zarpazos del hambre y el frío. La desolación de los bosques laberínticos y las cavernas ciegas.

El estallido de Tessa cumplió la función de una válvula de escape por la que se vaporizaron las humillaciones y congojas acumuladas en las últimas semanas. Fue una catarsis que rozó lo agradable. Pues en el calor del desahogo, y sin nadie que la reprimiera, pudo cargar contra lo que le dio la gana. A modo de ejemplo, siempre la habían ofendido los voluminosos cortinajes de color rosa. Aprovechó la ocasión para trepar a una butaca (el delicado satén carmín conservó más de un siglo el nítido agujero de su tacón reformista) y desde este trampolín improvisado colgarse de ellos hasta que se vinieron abajo —y ella con ellos— en medio de un estruendo metálico de anillas y barras. Desvestidos los grandes ventanales, ordenó que abrieran cristales y batientes. Y exigió que pusieran montones de lámparas, todas con mechas nuevas.

Estas últimas medidas atrajeron a buena parte del mundo invertebrado que merodeaba por las cercanías. Era una bienvenida tácita, por no decir entusiasta, y en cuestión de minutos la habitación se vio invadida por piruetas aéreas, vuelos rasantes y zumbidos burlones. Entraron polillas y grandes escarabajos aeronáuticos, gorgojos, mariquitas y mosquitos. A la causante de semejante circo no le importó ni mucho ni poco la invasión de élitros. El escenario caótico casaba bien con su ánimo, que no decaía sino todo lo contrario, pues conforme iba descubriendo nuevas locuras y artilugios se inflamaba más y más (la lavativa, en particular, la sacó de quicio). Y si los miembros del servicio no recibieron el azote directo de su pirotecnia, fue porque pasado el primer susto se plegaron a ella de modo incondicional, cuadrándose como una legión de voluntarios que sólo hubiera estado a la espera de esta despótica voz de mando. Regresaron a sus puestos, priorizando la plaza fuerte de la cocina, pues el estómago de Tessa inició un crepitar escandaloso. Era una protesta indignada. Volvía la vida, exigía satisfacciones terrenales. La sufragista cayó en la cuenta de que llevaba siglos de ayuno. Y entonces ordenó que prepararan un festín épico y pantagruélico. En la cocina nunca se habían oído estos términos culinarios, pero todos captaron que significaban más y mejor, no menos y peor.

Después del silencio y paz cementeriales, el ruido, la hiperactividad y el asalto de los insectos volantes, supusieron una trepidación excesiva para Inés. Estaba francamente fastidiada, muy enfadada. Su hermana era una bruta incivil, una desalmada sin sensibilidad. No era fácil hacerse escuchar en aquel ambiente confuso, pero aún exánime se las compuso para articular una protesta aguda y quejica que triunfó sobre el concierto de sonidos. Más le hubiera valido no levantar la liebre. Tessa cargó contra ella a bayoneta desenfundada. Aún no se había dignado saludarla o rozarle la mejilla con un beso.


Up at once
. Levántate, flor de lis. Esto se acabó.

Inés balanceó la cabeza sobre el cojín y entreabrió un poco los ojos. No la miró a ella sino a Lucy, que estaba a los pies de la cama.

—Estoy muy enferma.
Do tell her
, díselo, Lucy.

Pero la institutriz no abrió la boca. Había malvivido aplastada por un peso insufrible y de pronto las toneladas de responsabilidad se descargaban de su espalda para caer sobre otra. La repentina liberación la había transbordado a un limbo sin gravedad. En cualquier momento sus pies abandonarían el suelo. Ella levitaría y saldría por la ventana abierta, sobrevolaría las copas de las palmeras y proseguiría hasta los espacios celestiales. A menos, claro está, que una nube detuviera la ascensión. Pero eso era una eventualidad improbable. El cielo era un monótono azabache negro rociado de estrellas. Lo presidía una luna que avanzaba hacia su plenitud.

La interpelación directa de Inés la depositó en tierra. Viendo a su otra ahijada, brazos en jarras, dirigiendo una de sus temibles sonrisitas sardónicas a la cabecera de la cama, contuvo la respiración y se ratificó en su silencio, ignorando la petición cómplice de la dilecta. Quizá éste fuera el cruce donde se decidirían sus destinos.

—Ya veo. Muy enferma. ¿Y dónde te duele, si se puede saber?

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