Los giros burlones del destino habían conducido a Lucy bajo este cielo abrasado y extranjero. Echaba de menos la lluvia, los ejércitos de nubes cuyas falanges marchaban casi tocando el suelo. El caprichoso, hechizante cambio de luces. El clima huracanado y desapacible, los corderos peludos de máscaras negras, los muros de piedra, con sus líquenes y senderos estrechos. El frío, los prados verdes y las colinas que el brezo florido convertía en oleaje de color malva. No quería cerrar por última vez los ojos en este lugar incesantemente quemado por un fósforo cegador. Ni reposar para siempre en su tierra polvorienta, seca, agostada. Lo que ella quería, y con desesperación, era volver a casa.
Se había dormido unos minutos, suficientes para que los efectos sedantes del alcohol se esfumaran. Despertó. Y el sufrimiento le trepanó la mente con tal ferocidad que imploró por la inconsciencia o, mejor aún, la imbecilidad profunda de quienes ignoran todo sobre sí mismos y sobre la vida. De haber sido una mujer normal, habría llorado a mares. Por la ausencia temprana de un padre al que había querido con ternura. Y el largo castigo impuesto de una madre a la que no consiguió amar. Por el joven, hoy respetado almirante, con el que hubiera circunvalado el planeta. Habría vertido torrentes por su piel en desuso, por el cuerpo sin estrenar y, sin embargo, envejecido. Por los años cicateros, los afectos sin retorno, las oportunidades andrajosas. Por la punzante belleza crepuscular de los páramos, y las existencias mortificadas y desapariciones silenciosas de Acton, Curry y Ellis Bell, más conocidas como Anne, Charlotte y Emily Brontë.
En lugar de eso se dirigió al escritorio. El horror de lo presenciado en el dormitorio rojo la golpeaba ahora con toda su fuerza. Debía apresurarse, la contusión despertaba, pronto la paralizaría. Los hormigueos y aguijones desviaron sus congojas mentales hacia las aflicciones físicas, también dolorosas pero bastante más llevaderas. Sacó un pliegue de hojas. Había perdido el control sobre su mano izquierda y la punta de la plumilla huía, brincando como una pulga circense. Usó la mano derecha para inmovilizar la rebelde pero frágil muñeca siniestra. No está de más decirlo: era zurda.
Escribió un largo relato a Tessa. Esta vez no le ahorró ningún detalle de la escena. La sangre, el hombre repugnante, la carga de perversidad vampírica que traía todo ello. Luego inició una segunda carta, mucho más breve, dirigida a León de Ubach. Su pudor le impedía escribir ciertas palabras a un hombre. No fue explícita, pero sí apremiante. Esperaba que el buen sentido del señor le dictara confiar en ella. La vida de su esposa corría peligro, debía regresar sin tardanza. Cerró los dos sobres y los puso a un lado. Saldrían expedidos por correo prioritario.
Empezó un tercer documento. Lo encabezaba un párrafo afectuoso dedicado a sus dos ahijadas. El resto del escrito era una exposición fría y perfectamente detallada de sus últimas voluntades. Lo firmó y selló. Después lo guardó en uno de los departamentos de la escribanía, junto a la contabilidad doméstica y la escueta bitácora de a bordo. La última anotación de ésta llevaba fecha de tres semanas atrás.
León no se tomó en serio la advertencia de miss Lucy. La fatalidad quiso que le entregaran su carta junto con otra del doctor. El texto de la gobernanta era parco en estilo pero tenía una marejada de fondo molesta y amenazante; en síntesis, informaba de un grave deterioro de la situación. El de Samuel le crispó por otras razones; la escritura rimbombante del médico ofendía su sentido de la mesura. Sin embargo, el contenido era tranquilizador, venía a decir que no había novedades. La contradicción flagrante entre los informes de sus dos asalariados hubiera debido ser objeto, cuando menos, de cierta especulación mental. Pero las negociaciones no iban bien y los problemas que afrontaba la colonia eran cada vez más acuciantes. Todo lo que él había construido con tanto esmero y convicción se tambaleaba. Debía salir del hotel en pos de una serie de reuniones insoslayables. Y prefirió aceptar la versión que mejor se acomodaba a esta coyuntura.
El cartero del barrio de Tessa rozó la puerta del piso sólo por cumplir. El envío llevaba timbre prioritario, tenía que entregarlo con diligencia y en mano. Tras esperar unos segundos se agachó, algo que venía siendo habitual en las últimas semanas, y tiró la misiva por debajo de la puerta. Se le quedó atascada, vecina a sus zapatos, debido a la correspondencia y periódicos acumulados en el otro lado. Soltó un reniego al agacharse, le incordiaba el menisco. Movió el sobre en busca de un hueco libre en la ranura. No lo había y se vio obligado a forzar su entrada empujándolo. Pese a ello, una esquina del papel siguió asomando en el lado del rellano. El trabajo extra que le dio semejante memez le torció tontamente la mañana.
Tessa subsistía en connivencia con mosquitos pestíferos y otras plagas propias de charcas estancas. Seguía en su silla, deslucido trono sobre el que se había lamido, hasta la saciedad y no sin antes rociarlas de sal, todas las heridas. Ya en llaga viva, se abandonó a su infortunio sin presentar resistencia. Y esta pasividad complaciente le procuró un raro consuelo. Se desvaneció el tiempo. Las horas se sucedieron insensibles, fueron una extensión de aceite plano, sin orillas ni destino.
El atuendo de mujer independiente, odiosa materialización de su fracaso, estaba hecho trizas en una esquina. Después de arremeter contra la mesa de trabajo la había emprendido también con él. Se lo arrancó a tiras, un desuello en toda regla, después lo tijereteó. En su lugar vistió una camisola vieja que le quedaba corta y grotesca. Emulando a la reina católica, no tenía la menor intención de cambiársela.
Los sonidos urbanos traspasaban las celosías de las ventanas, pero poco más. Había habido varias llamadas a la puerta. Casi siempre seguidas de un susurro de celulosa que presagiaba la aparición de algún papel a ras de suelo. El último, a primera hora de la mañana. Nada de todo ello la conmovió.
Los golpes del mediodía fueron distintos. Se sumaba una vocecita familiar imposible de ignorar. Tenía que atenderla.
—Vuelve a tu casa.
La adustez y el tuteo eran premeditados, quería que la expulsión fuera tajante. Pero Julia no estaba dispuesta a ser abandonada de manera tan mezquina, tan arbitraria. Hervía de indignación. De qué le servían a ella tantas horas ociosas si no les sacaba provecho. Semanas enteras sin clase. Espera y aguarda. La señorita no había mandado recado o justificación. Pretendía esfumarse de su vida sin más. Algo inaceptable. Tenía un sinfín de dudas que resolver. Necesitaba a su maestra. Ésta era la cuarta vez que cruzaba la ciudad. Los tres primeros viajes habían sido estériles, el piso estaba muerto. Pero hoy intuyó, más que oyó, una presencia a través de la puerta.
—No me da la gana.
Si el respeto no era mutuo no servía. Así que le contestó como se merecía, con vulgaridad y desplante barriobajero. Y la desafió tuteándola de vuelta.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Lárgate. Déjame en paz.
Lejos de ahuyentarla, la agresividad le confirmó que la rabia no se dirigía a ella. A Tessa le había acontecido algún percance de envergadura. Pero ninguna desgracia, por grande que fuera, pasaría por delante de su aprendizaje. Miró por el ojo de la cerradura, vio tinieblas entreveradas de tiradero y mucho descuido. Pegó la oreja, silencio absoluto. Imaginó a su mentora agazapada, tratando de no respirar para que desistiera y se fuera. No se iría.
—Leo capítulos enteros de corrido.
Ninguna reacción. Carraspeó, movió los pies. Hizo patente su testaruda presencia, cualquier cosa antes que ser olvidada allá dentro. La astucia y una instintiva comprensión de los entresijos humanos le sugirieron la estrategia a seguir.
—¿No me crees? Ahora verás.
Sacó un libro del bolsillo de la bata delantal. Apoyó la espalda en la puerta y resbaló hasta sentarse en el suelo, con las vértebras pegadas a la madera. Entonces abrió el volumen al azar y declamó a gritos, con voz retadora. Ignoró el rayo iracundo lanzado desde la antipática mirilla del piso de enfrente y el perentorio siseo más un cállate niña espetado con mala baba.
—«Entonces me vi en el espejo. Vestida de luto. Como una visión, marchita y ojerosa. Pero este lívido espectáculo no me preocupó. Puede que estuviera ajada por fuera, pero aún sentía bullir la vida en las fuentes de mi existencia».
Fue como sacar el número acertado en el bombo de la lotería, o dar con la talla exacta a la primera. Las palabras se ajustaban. Y su mensaje hizo el efecto del celebérrimo trompeteo bíblico a los pies de las murallas de Jericó. De tal modo que el doloroso extravío de Tessa, gestado con tan penosos esfuerzos e intensa concentración, se volatilizó en un soplo, igual que un pellejo pinchado por media docena de frases elegidas con sabiduría.
Quizá el logro se debiera a la ambición arrolladora de Julia. O a lo mejor la infelicidad de Tessa se había devorado a sí misma, como esas enfermedades que cuando no encuentran nada más que roer se autocanibalizan. También puede que existiera, después de todo, algún designio. Y que ese día hubiera decidido prodigarse en un raro gesto de simetría y justicia. El desdén, la indiferencia de un hombre habían condenado a Tessa. El afecto y la exigencia inapelable de una pequeña semejante la redimían.
Confrontada a los inmensos ojos levantados hacia los suyos —¿cuántos días llevaría sin comer?—, se le hundió el corazón de vergüenza. ¿Cómo se había atrevido, tan sólo por un instante, a pensar que ella era el ser más infeliz del mundo? ¿Y cómo había osado imaginar que podía dejar a esta admirable criatura entregada a su suerte?
A Julia le bastó con un vistazo relámpago para hacerse cargo de la situación. No en vano se había criado entre desastres domésticos. Su mentora estaba sucia, desaseada, medio desnuda; el cuarto, patas arriba y maloliente. Había visto cosas bastante peores. Era demasiado lista para hacer preguntas, y tenía la costumbre de economizar sus horas, que ya valoraba como preciosas. Entró, cerró la puerta, dio una zancada sobre la correspondencia, sorteó las piernas de Tessa pringadas de sudor. Y se puso a trabajar.
Aireó, recogió. Encendió la cocina, calentó agua. Se deslizaba como una patinadora suave y callada, sacando el máximo rendimiento a cada trayecto. La militante la observaba con pasmo. Ella nunca había sido hacendosa, el orden que había imperado en su habitación se debía más a una austeridad maquinal que no a su celo. Hubiera deseado colaborar pero no hacía más que entrometerse y molestar. Acabó por pegarse a una de las paredes. Estorbaba en su propia casa, en tanto su eficiente visitante se movía en ella como si fuera la genuina castellana.
La niña había asumido la gerencia del momento con soltura absoluta. Retiró los jirones del traje destruido, los empaquetó murmurando que servirían para remiendos y parches. Después abrió el armario y los cajones de la cómoda. Extrajo una muda limpia, la colgó de un brazo de Tessa, y le pidió que fuera a lavarse y vestirse en la cocina. Y todo esto, más lo demás, se hizo y dijo con tan poco aspaviento, que a la curtida sufragista le pareció natural obedecer a aquella enana —recién apuntaban los pezones inflados en su cuerpo infantil— sin chistar. Para entonces el vapor del agua puesta a calentar traspasaba las bisagras del biombo y bañaba los cerezos en flor.
Llenó la palangana, mezclando el agua caliente con la que salía de la llave, apenas un poco más fresca, pues venía de un depósito de la azotea candente. Se quitó la camisa que había sido su segunda piel, y al pasársela por encima de la cabeza aspiró una vaharada procedente de las axilas. Su prolongada negligencia había dejado vestigios importantes. El aroma penetrante de su mata negra, ahora espolvoreada de minúsculos cristales blancuzcos, no se borraría con facilidad. Tendría que recortarse el vello. Se le ocurrió que la vuelta a la cotidianidad sería difícil en muchos aspectos. Ahora, sin ir más lejos, tocaba lavarse. ¿Por dónde empezar? Siempre la había abrumado la inacabable superficie de su cuerpo: mucha epidermis que limpiar. Ridículamente, hasta ella se daba cuenta, inició el baño frotándose la parte trasera de las orejas, como los gatos. Estaba dudando si continuar cuello abajo o bien saltarse la secuencia lógica descendiendo en picado hasta los muslos, cuando el espacio se llenó de locuacidad infantil. Comenzó, del modo más intempestivo, con la pronunciación de una letra: la «q». Luego prosiguió con la «w» y la «e», la «r», la «t» y la «y» griega…
La culpa la tuvo la Remington. Julia acababa de rescatarla del montón de desechos y la vista de sus pulcras teclas metálicas, puestas en filas, la trastornó. Nombró las letras, siguiendo las líneas horizontales del teclado. ¿Por qué no estaban en orden alfabético? Una vez las hubo cantado todas, estudió del derecho y del revés el mecanismo de la máquina de escribir sin ahorrar exclamaciones admirativas. Después procedió al levantamiento de otros cadáveres: libros, diccionarios, papeles, más libros. Y siguió hablando. Su excitación iba en aumento. Se encontraba en la tesitura de Hansel y Gretel en la cabaña de caramelo, rodeada de golosinas y sin saber cuál escoger. Embargada por raptos de entusiasmo, deletreó títulos, leyó oraciones, sustantivos y adjetivos. Arrojó adverbios y preposiciones, y se relamió de gusto con sus sonidos y significados. Fue un descosimiento verbal formidable, sumado a una retahíla de preguntas útiles dirigidas a su maestra. ¿Traducir era muy difícil? ¿Y el inglés? ¿Lo podría ella aprender algún día? ¿Cuántas páginas escribía por hora? ¿Y cuánto le pagaban por página? Dijo lo último con una avidez tan sincera que hubiera sido idiota tomarlo por indiscreción. Tessa se esforzaba por satisfacer la curiosidad de la niña con honestidad. Era obligatorio plantar semillas en un cerebro tan bien abonado para la siembra.
Tras la resurrección de los útiles de trabajo, le llegó el turno a la correspondencia. Julia analizó los sobres con suma atención.
—Hay muchas cartas. ¿Quieres que te las lea?
Su voz vibraba de ansia y el sí desencadenó nuevas avalanchas de alegría. La niña leyó una circular del banco, un reclamo de la editorial, el recado de León avisando de su estancia en la ciudad. Rasgaba los papeles con regocijo frenético; ella jamás había visto su nombre escrito en la cubierta de un sobre.
—Me gustaría recibir una carta.
—Tomo nota. Eso tiene fácil remedio.
No era una afirmación retórica. Tessa se prometió escribirle, sería parte de las lecciones. Estaba arrodillada en medio de una laguna de agua turbia, espuma y restos de jabón. Su cabellera aún buceaba en el interior de la palangana. Levantó un poco la cabeza y extendió una mano tentativa en busca de la toalla. Había olvidado ponerla cerca, tuvo que levantarse a buscarla. En el otro lado del biombo hubo otro sobre rasgado seguido de cierta frustración.