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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (18 page)

BOOK: Adorables criaturas
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León pegó un respingo de dolor, la espinilla es un lugar sensible, y se quedó atorado en la entrada tratando de asumir el significado de lo que veía. El salón semejaba un campo de batalla, había muebles caídos y páginas sueltas del periódico —su periódico— diseminados por las alfombras. La cuñada estaba sentada en el suelo, más desaliñada que de costumbre, con las piernas abiertas en compás, la copa en una mano, un cigarrillo colgando de los labios. Y su ultrarrefinada esposa emergía de un hatillo de ropa arrugada y tirada de cualquier manera sobre el respaldo de un sofá caído. Tenía la maza de croquet apoyada en un hombro, los ojos como luceros, las mejillas encendidas.

La expresión entre severa y boba de su cuñado mirándolas bajo el dintel de la puerta era un poema, y Tessa se echó a reír sin disimulo. Inés trató de no contagiarse y cerró con firmeza la boca, dispuesta a comportarse. Emitió un par de pedorretas con los carrillos hinchados de viento, pero en cuanto vio la primera lágrima resbalando por la cara de su hermana soltó el aire. Las aves no iban a ser menos y se unieron al coro de hilaridad.

Aunque León no era colérico sintió una repentina bocanada de ira. No tanto porque se burlaran de él, sino porque las muchachas habitaban un mundo del que estaba completamente excluido y, para su vergüenza, no alcanzaba a esquivar el aguijón de los celos. Casi perdió el control, pero se contuvo a tiempo, repitiéndose, como una jaculatoria, que su mujer era joven, muy joven, casi una niña en edad de jugar. Y tan hermosa… El alcohol, el ejercicio y la excitación la habían embellecido aún más. La trenza se le había desparramado sobre el escote abierto, y al reír su cabeza echada hacia atrás subrayaba la tensa y elegante línea de su cuello. El industrial, lo hemos dicho, era lento de reflejos, y para cuando terminó de calibrar todo esto Inés ya le estaba dando un beso y ofreciendo una copa. Y el amor prevaleció sobre el enfado. Suspiró, recriminando, pero devolvió beso con beso y aceptó el vino conciliador.

Aquella noche la escoltó hasta el dormitorio y allí, frente a la puerta de la habitación, tuvo lugar una de esas escenas triviales sobre las que se construyen los grandes dramas. Él la tomó de la cintura. Quería entrar, recuperar sus derechos. Buscó unos labios apasionados y sólo encontró una mejilla casta. Ella le sonrió con gracia y luego se escabulló como una anguila espantada. Se produjo un momento de incomodidad. Pero él no era un bruto y acabó por darle las buenas noches con una caricia paternal en la frente. Aceptaba el aplazamiento, el parto era aún reciente. Ella entró en el dormitorio que había sido de los dos. Él esperó hasta que se cerró por completo la puerta y aún se quedó un rato mirando la ciega madera lisa con la expresión de un niño frente a una tienda de caramelos.

León de Ubach

León había visto por primera vez a Inés cuatro años antes. Era un 19 de octubre y aquella noche Francisco Viñas debutaba en Londres con el Turiddu de la
Cavalleria Rusticana
. La ciudad se cocía en su usual sopa de niebla y humo. Las luces pastosas del Shaftesbury Theatre iluminaban poco y mal, pero la entrada y los alrededores de la sala bullían de aficionados a la ópera. Había gran expectación por oír al célebre tenor español que estaba haciendo una fulgurante carrera internacional.

El cantante había nacido en un pueblo próximo a la ciudad de provincias donde los Ubach tenían su feudo desde hacía tres generaciones. Viñas era de procedencia humilde y bastante más joven que León. No había trato de amistad entre ellos, pero el industrial seguía con interés y simpatía la ascensión de aquel chico de su tierra. El debut londinense fue memorable, la crítica del
Times
lo corroboraría a la mañana siguiente. Después de la representación fue a saludarle, encontró el camerino lleno de flores y animación. La totalidad de la colonia española y otros admiradores se habían congregado en aquel pequeño espacio. Entre apretujones, humo y botellas de champán que volaban de mano en mano, se fijó en una hermosa joven que se movía con notable desparpajo. El festejo era improvisado e informal, se circulaba sin protocolo y le fue fácil aproximarse hasta un grupo contiguo al corro que ella presidía. Vista de cerca resultaba aún más bella, joven y desenvuelta que de lejos. Le escuchó un par de frases sardónicas sobre las escasas dotes interpretativas del cantante. Era una impertinencia que una muchacha soltera —no llevaba alianza— se expresara con tanta libertad, pero apreció la sagacidad de sus palabras: el tenor Viñas era un intérprete envarado y poco verosímil. Se quedó con ganas de saber más sobre la singular criatura.

Hasta entonces los asuntos amorosos de León habían sido mera profilaxis. Era un buen partido, soltero de linaje y dinero, y en cuanto entró en edad de merecer sus padres cumplieron presentándole a una serie de herederas debidamente pertrechadas. El desfile se inició con unas cuantas señoritas muy pudientes, continuó luego con otras que lo eran menos, y acabó con algunas cuyo único atractivo residía en la pretenciosa cadencia de sus apellidos. Ya no se podía bajar más el listón, so pena de abaratarse y hacer el ridículo. Pasaron los años, aquellas señoritas primaverales se hicieron mayores, fueron sustituidas por otras de nueva hornada, y luego otras. De tal modo que el primogénito de los Ubach tuvo el raro privilegio de ver cómo se le ofrecían tres generaciones de herederas sólo para rechazarlas a todas. No hubo afectación en estas negativas. León era sincero. Ninguna flor de aquel variopinto ramillete consiguió inspirar un sentimiento más perdurable que el de algún accidente mecánico y matinal, aplacado de forma autónoma. Malas lenguas llegaron a insinuar que padecía de uranismo. Una calumnia sin fundamento; León cubría sus necesidades de modo discreto, con episodios intrascendentes de cronología aleatoria. Sus desahogos solían verterse en recipientes de poco compromiso y nulo riesgo: mujeres casadas de manga ancha, alguna que otra actriz de poco renombre. No era un varón sexualmente ávido. Tenía la testosterona moderada y nunca, ni en su primera mocedad, había padecido uno de esos descalabros anímicos suscitados por el deseo devastador.

Después de la ópera hubo un pequeño refrigerio en la embajada española. Allí se topó de nuevo con la damisela, esta vez acompañada por su padre, agregado de la institución. Pidió que se la presentaran formalmente y tuvo oportunidad de hacer un aparte con ella. Siendo hombre y de más edad, dio por sentado que iba a dirigir la charla. La acometió con cuatro frases inocuas sobre el antojadizo clima local, inofensivo asunto que cumplía todos los requisitos para ser tratado en un primer encuentro con una joven soltera; además de ser neutro, daba para un buen rato. Pero su interlocutora le contestó con un quiebro brusco. No le interesaban la meteorología local ni ninguna otra. ¿Se había ya traducido Lord Byron al español? Expulsado de la ruta prevista, consciente de que el poeta incestuoso era un proceloso pantano a evitar, León se desorientó. Estaba estudiando cómo volver a una vereda segura cuando otra muchacha se entrometió sin ceremonias en la conversación. Por su poco gracioso atavío dedujo que sería una de aquellas reformistas de las que había oído hablar. Era un ejemplar femenino inédito, al menos para él, y quedó atónito al serle presentado como hermana de la beldad. Aún quedó más atónito al comprobar la armonía que había entre las dos muchachas. Se relacionaban de forma casi telepática. Dialogaban en una dimensión desconocida plagada de dobles y triples sentidos, en la que cualquier asunto se abordaba con un humor afilado cuyos meandros él, poco habituado al arte de la sátira, no acertaba a anticipar. No atrapó —o atrapó con retraso— la mitad de lo que dijeron, y tampoco fue capaz de proporcionar una sola frase ingeniosa. Las chicas eran populares, pronto otras personas dicharacheras se sumaron al grupo. Se sintió excluido, ninguneado, tuvo la impresión de que le tomaban por pasmarote. Se retiró a su hotel con un sabor de almendra amarga en la boca: la humillante certidumbre de haber desempeñado un papel mediocre.

Era su primer viaje a Inglaterra. El mismo en que visitó las nuevas fábricas textiles, descubrió a la Sociedad Fabiana, usó un teléfono a diario, asistió a su primera sesión de cinematógrafo y viajó en un subterráneo que funcionaba con electricidad. Fueron muchas maravillas para tan pocos días, y es comprensible que se le agolparan y luego solaparan las unas con las otras, de tal modo que en su cabeza la hermosa joven quedara para siempre asociada a la idea de modernidad, iluminación, progreso. De ahí a soñarla como el remate ideal para su colonia había un solo paso, que dio de forma casi inconsciente. Inés se le metió entre ceja y ceja, y la perseguiría con la misma tenacidad con que estaba articulando su fabulosa fantasmagoría de formas orgánicas. De algún modo oscuro y simbólico, la adquisición de aquella exquisita criatura se convirtió en una de las claves de su delirio ilustrado.

Inglaterra estaba lejos, pero su voluntad acortaba el camino. No pasaban tres meses sin que hallara una razón u otra para viajar. En Londres la visitaba cada tarde. Tanta frecuencia no se debía a un trato de privilegio sino a la promiscuidad que reinaba en la casa de Belgravia, una morada sin discernimiento en la que pululaban todo tipo de personajes. Artistas y políticos se mezclaban con teósofos, ilusionistas y profetas de diversas teorías. Representaciones dramáticas, lectura de poemas y conciertos confraternizaban con timbas de dados, sesiones de mesmerismo y mítines políticos. No había materias prohibidas. Se discutía con tanta pasión sobre el ectoplasma como sobre Marx, la Isis sin velo, Freud, el voto femenino o los falansterios. Y los debates nacían como setas: repentinos, vigorosos, dispersos. Los fabianos Annie Bessant y Bernard Shaw se dejaban caer por allí de vez en cuando, igual que la menuda e incombustible sufragista Emmeline Pankhurst. Y León erró a la formidable Madame Blavatsky por los pelos. La irrepetible rusa había muerto —corporalmente, se entiende— en mayo de aquel mismo año, pero se dignaba hacer acto de presencia —espiritual, también se entiende— cada vez que los invitados más crédulos se sentaban, silenciosos y tomados de la mano, alrededor de la mesa velador. Él era insensible a los trucos y marrullerías del espiritismo, pero disfrutaba en grado superlativo de la ensalada heterogénea que se reunía en aquel absurdo hogar. Ya no tenía que responder ante nadie. Con su libertad recién estrenada y un proceso amoroso en marcha, saboreaba la vida por primera vez.

La depositaria de sus deseos le acogía con cortesía intachable y un vago apego, los mismos que aplicaba a todos los miembros integrantes de su zoológico particular. Se hacía muy difícil, si no imposible, adivinar los sentimientos de Inés. Y él la cercaba con cautela, rondándola desde una distancia calculada con premeditación. El suyo era un asedio amable y constante, de corredor de fondo. Tenía treinta años más que ella y no quería pasar por el mal trago de ser descartado a la primera. Avanzaba con pasos bien medidos. Mandaba pequeños regalos, flores, dulces, nada que significara un desmán exagerado o vulgar. Frecuentaba los mismos ambientes y dejaba que el padre le sableara, a sabiendas de que los préstamos eran inversiones sin fondo y a fondo perdido. En definitiva, jugaba con las cartas que tenía. No iba a ofrecer juventud y vigor, pero sí solidez, seguridad. A veces se impacientaba y sentía el impulso de abordarla de frente pero se detenía tras la primera reflexión. Dejando aparte otras consideraciones más cerebrales, sufría repentinos accesos de timidez al verla entre sus invitados, tan
à l’aise
, tan segura de sí misma en el centro de aquel cosmopolitismo sofisticado. Y quizá jamás se habría atrevido a proponerse como pretendiente de no ser por una inesperada desgracia.

Se acababa de estrenar la colonia, y las primeras máquinas de la hilatura estaban calentando motores, la mañana en que León recibió una misiva proveniente de Londres con membrete de la embajada. Aquel simpático calavera, mujeriego y jugador se había descerrajado un tiro. La memoria de sus saturnalias, animados cenáculos y torrenciales ríos de champán, amén de su apego a las faldas y su generosidad intelectual, perdurarían. Otro tanto sucedería con el volumen ingente de deudas que dejaba tras él. Prescindiendo de epitafios y elogios fúnebres: las hijas habían quedado desamparadas. La pérdida era más llevadera para Tessa, había elegido un modo de vida marginal y contaba con sus compañeras sufragistas. Pero Inés era una señorita casadera y no poseía otra cualificación que su belleza. Sus perspectivas se auguraban muy inciertas.

León sería dubitativo en lo emocional pero en lo práctico tendía a lo resolutivo. No cometió el error de escribir. Tomó el primer tren, y antes de ir a visitar a la familia pasó por la embajada para conocer detalles de la tragedia. La situación de las hermanas era tan apurada como había imaginado y se las arregló para hacerles llegar algo de dinero a través de las instancias oficiales. Sirvió el pretexto de algún sueldo retrasado, un pequeño seguro brotado inesperadamente del fondo de un cajón, mentirijillas piadosas de las que el embajador se hizo cómplice sin titubeos. Las huérfanas, sobre todo la pequeña, hubieran despertado el instinto protector de cualquier caballero.

Una vez seguro de que las primeras necesidades quedaban cubiertas, se presentó en la casa para dar el pésame. Se entrevistó primero con miss Lucy y, con la mayor discreción posible, se postuló como un protector implícito y firme. La gobernanta agradeció que por una vez se siguiera el protocolo y, con el mismo tacto, le aconsejó que respetara los tiempos previstos; en tanto la chica vistiera de negro sus labios deberían estar sellados.

En ausencia de un claro dirigente, la antigua institutriz había retomado su papel de carabina y guardiana de las buenas costumbres. Y durante cuatro días todo trato de León con Inés estuvo tutelado por el inamovible uniforme gris frente al bastidor de bordar. A él le pareció natural y correcta esta supervisión, lo inadecuado había sido la relajación anterior.

Vestida de negro, pálida y evanescente, Inés había adquirido un halo de vulnerabilidad que daba más relumbre a su carisma. Su amor por ella devino un culto de dolorosa concreción. Fue lo más cerca que jamás estuvo del amor romántico y de abrazar la palma del martirio. Esperaría lo que hiciera falta. Pero el quinto día la encontró a solas y a los dos minutos había perdido la cabeza. Se arrojó a sus pies, proclamó que la adoraba y le pidió que hiciera de él el hombre más dichoso sobre la faz de la Tierra; por ese orden y con voz lastimosamente humilde. No bien salieron las palabras de su boca se avergonzó de ellas. Estaba abusando de una criatura desvalida y sin medios. Se levantó del suelo dispuesto a entonar un contrito mea culpa, pero entonces oyó su voz respondiendo con un bien pronunciado e inequívoco sí: el monosílabo más prometedor que había escuchado en su vida. Pasó los días siguientes volando entre nubes de dicha repletas de proyectos, y luego emprendió el camino de regreso a casa con el incentivo de preparar la llegada de su futura esposa, la tiara diamantina que coronaría su mundo.

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