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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (21 page)

BOOK: Adorables criaturas
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Inés y Tessa nunca habían asistido a un evento religioso, ni mariano ni de ningún otro tipo. Cierto que habían sido remojadas en una pila bautismal al poco de nacer, pero el sacramento fue reluctante. Tenía por único objetivo tranquilizar la conciencia materna. De acuerdo con eso, se tramitó con brevedad y poco entusiasmo.

El padre de las chicas consideraba harto improbable que la humanidad fuera un proyecto en la mente de alguien y, dada la baja calidad de la especie, menos aún de un ser superior. A su modo de ver, toda religión era literatura, una ficción creada por el hombre para sosegar sus torturadas ansias de trascendencia. Lo que hallarían al final del camino no difería de lo que habían enfrentado antes de transitar por el mismo; o sea, nada. Y preocuparse por la vida posterior era tan ímprobo y vano como hacerlo por la anterior. Ambos abismos eran simétricos: simples hoyos negros.

Ningún suceso o iluminación posterior en la vida de las hermanas había cuestionado la veracidad de la tesis paterna. No hubo caídas de caballos repentinas ni lenguas de fuego que descendieran para depositar el don de la fe sobre sus coronillas juveniles. Y aquel día del mes de María ambas seguían tan ateas y descreídas como su progenitor las había dejado la madrugada fatídica en que se precipitó a su abismo definitivo.

El acto se inició con una pequeña perorata informativa que Inés escuchó con boca fruncida. Al parecer, el Santo Padre se había sacado el dogma de la Inmaculada Concepción de la manga igual que un ilusionista saca el conejo de la chistera. Tan sonado hecho había acontecido cuarenta años antes y ella albergaba algunas prevenciones que expuso sin embudos; ¿significaba eso que la Virgen no lo había sido antes de esa fecha? La pregunta causó desazón en las filas marianas, ninguna de las señoras era ducha en debates teológicos y discusiones bizantinas. Su comandante en jefe trató de salvar los muebles: un dogma de fe era algo que no había que debatir ni analizar, sólo aceptar. Pero la ladina anfitriona adujo que lo que ella ponía en tela de juicio no era el dogma, sino la situación anterior al dogma. Dada la condición inmortal de la Virgen, si se hacía dogma de su virginidad a partir de 1854, ¿es que a lo largo de ese año se le había reconstituido el himen así, por las buenas? ¿Y había sucedido eso en el mes de mayo? Llegadas a una encrucijada tan peligrosa, Tessa se interpuso, apaciguadora. Todo era muy meritorio, el efecto final del altar era precioso y, en fin, que les había quedado muy bonito.

La Inmaculada Concepción estaba colocada sobre el piano de cola, antes cubierto con una muselina rosa atiborrada de bordados florales. La Virgen, de yeso pintado, vestía una túnica blanca atada a la cintura con un cordón dorado. Tenía las manos unidas en plegaria y miraba al cielo raso de la habitación con ojos de cordero degollado. Un manto azul estrellado flotaba en sus hombros. Debajo de él asomaban unas zapatillas de oro minúsculas y puntiagudas que se apoyaban en un cucurucho de nubes, pero sólo de puntillas, como si estuvieran a punto de propulsarse para partir hacia su paraíso de origen. Un halo repleto de astros rodeaba toda la figura y, en segunda instancia, las damas habían colocado un bosque de ramos de flores, velas y cirios encendidos adornados con cintas y lazos blancos, rosas y azul pálido.

La dama mayor de la Congregación tomó asiento en el sofá más sustancioso de la sala y el faldero hizo otro tanto sobre sus amplios muslos. Abrió el misalito con un gesto pausado que fue inicio del acto y a la vez exposición de joyería (sección sortijas). Carraspeó un poco para aclararse la garganta. Pero antes de que abriera la boca, un rumor recorrió las filas hasta llegar a su compañera de asiento, que le murmuró unas palabras al oído. La señora asintió con gravedad y, tras un parpadeo de brillo taimado, se dirigió a la dueña de la casa. La Congregación no ponía reparos en que aquella buena mujer extranjera, su gobernanta, asistiera a la ceremonia. En realidad, la congregación sentía una curiosidad morbosa por miss Lucy. Ninguna de sus integrantes había visto jamás de cerca a una protestante, y todas se hacían un bollo con anglicanismo, luteranismo y calvinismo. Un día le habían preguntado al capellán de la catedral, pero sus ideas al respecto también eran difusas y encima le aguardaban para una extremaunción. Se las sacó de encima prescindiendo de ecumenismos —todas las facciones eran heréticas— y luego se esfumó, levitando con el Altísimo en las manos.

Poco después miss Lucy estaba juiciosamente ubicada en una esquina del cuarto. Nada más entrar, su mente adoctrinada había registrado los bordados que cubrían el piano, y las primeras palabras del evento la pillaron intentando dilucidar cuál sería el punto que habían utilizado para confeccionarlo. La dama mayor de la congregación se había reaclarado las cuerdas vocales y, tras adoptar una pose solemne y adecuada al lance, leyó con voz campanuda:

—Oh, María. Celestial Señora. Prado amenísimo de las delicias del Señor. Huerto cerrado y jardín florido. Postradas a vuestras plantas soberanas…

Inés y Tessa, sentadas en sillas contiguas, se miraron de reojo en el primer punto y seguido. En el segundo clavaron los ojos en la alfombra. Y cuando llegaron al tercero se tomaron la mano con fuerza. Aquello superaba cualquier disparate imaginable.

—… os ofrecemos la flor espiritual de este día. Y por ella os pido que me hagáis partícipe de la fragancia de vuestras virtudes…

La habitación estaba abarrotada de señoras entradas en carnes, embutidas en varias capas de diversas materias textiles. Era la hora en que el sol acechaba esa parte de la casa y a los pocos minutos la atmósfera del cuarto fue asfixiante. Las velas del improvisado altar rezumaban cera derretida cuando el astro rey inundó de lleno la estancia y se posó sin recato sobre la estatua de la Virgen. Halos y lentejuelas refulgieron de modo celestial, igual hicieron las gotas de sudor en los rostros de la oficiante y sus compañeras. Corsés, mangas y ropajes acusaron la ley de la gravedad y su peso aumentó casi el doble. Pero las damas aguantaron con estoicismo, luego tendrían su recompensa. Se serviría algún tipo de refrigerio y llegaría la parte más entretenida de aquellas excursiones: el muy laico despiece del prójimo.

—… plantándolas en mi pobre corazón. Regadlo, madre mía, con el rocío de la divina gracia.

El fox-terrier de la dama estaba desprovisto de espíritu sacrificado y el regazo de su ama quemaba como un brasero. Se achicharraba, así que saltó al suelo. Allá se sentó, miró una mosca que pasaba, se rascó una oreja y a continuación se dedicó a una afición ancestral: lamerse las partes pudendas.

—Si los lirios que tú nos pides son la inocencia de nuestros corazones, nos esforzaremos durante el curso de este mes consagrado a tu gloria…

La voz de la oradora flaqueó y al recuperarse graznó con un cacareo desafinado. El fox-terrier dejó de prestar atención a sus partes y miró a su dueña. La que le alimentaba (muy bien; no tenía quejas) proseguía con la alocución, pero el volumen del sonido que salía de su boca había descendido. Hubo un par más de quiebros seguidos de otros tantos gallos.

—… ¡oh, Virgen Santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha, y en separar de nuestros pensamientos deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.

Llegados a este punto la voz se rompió por completo y ya no articuló ningún otro sonido, afinado o no. A la egregia dama le estaba dando un patatús y lo certificó desmoronándose sobre sus vecinas de sofá. La demolición fue seguida por una oleada de pánico femenil, sentidas exclamaciones y la caída de unas cuantas sillas. Tan sólo el faldero se quedó donde estaba. No semejaba en absoluto preocupado, sino más bien expectante. Miraba con creciente interés a su descoyuntada ama, al tiempo que su cola corta y erecta se movía marcando los segundos como un metrónomo alegre. Las mujeres se habían lanzado encima de la desmayada con pomos, abanicos y sales, pero el socorro fue peor que la enfermedad. El abuso de humanidad, vestidos y atenciones amenazaba con liquidar a la desvencijada señora. Tessa asumió el liderazgo y apartó a las huestes marianas con manotazos enérgicos.

—Háganse a un lado, necesita aire. Apaguen las velas, abran las ventanas. ¡Lucy!…

La gobernanta estaba al lado del piano —había aprovechado el desbarajuste para echar un vistazo a los bordados— y corrió a ayudarla algo avergonzada. Inés ya había llegado, y entre las tres acostaron a la dama en el sofá levantándole los pies; tarea nada fácil dado el volumen a manipular más la complicación de tanto trapo. Tessa maldecía entre dientes los corsés y las montañas de ropas.

—Ayudadme a desabrocharle la ropa.

Lo dijo en inglés, de ahí que el resto de la congregación se quedara a verlas venir y no pudiera opinar sobre si la medida era o no oportuna; o decente, sin ir más lejos. El corsé de la oronda beata fue aflojado, y a tal velocidad que ninguna de las presentes tuvo ocasión de intervenir. El que sí lo hizo fue el foxterrier.

Había estado analizando el ajetreo con sentimientos encontrados. No se le había nombrado, y eso significaba —en principio— que no se esperaba nada de él. Sin embargo, allí estaba su ama en posición horizontal. Era desconcertante. Hasta que vio aflojarse los cordones de la faja y entonces se hizo la luz. El acto era sólo el preludio; evocaba un acto reflejo al final del cual le esperaban unos deliciosos azucarillos de premio. Se estremeció de felicidad y su cola bailoteó con frenesí al pensar en ello. Soltó un ladrido eufórico y subió al sofá con una pirueta circense. Se introdujo como una bala bajo las faldas de su robusta dueña y se dirigió, raudo, hasta el final del túnel.

Las señoras oyeron unos extraños sonidos líquidos y adivinaron olas soterradas bajo los refajos. Tras la primera perplejidad, una de ellas pretendió sacar al animal de su escondrijo. No era cosa de levantar las faldas de la desmayada, de modo que metió una mano debajo de ellas. Pero desde lo más profundo de las enaguas marianas el intrépido cazador de zorros protestó airadamente. Se oyó un gruñido feroz, y la entrometida congregante aulló de dolor al tiempo que sacaba la mano. Su dedo índice sangraba en la segunda falange. La visión roja habría provocado una nueva catástrofe femenil, esta vez en cadena, de no ser porque en ese mismo instante la desfallecida suspiró y gimió. A este suspiro y gemido siguieron un segundo y luego un tercero. Y antes de que llegara el cuarto y más prolongado de todos ellos, una beatífica expresión de placer hermoseó el rostro de la muy honorable presidenta de la congregación mariana.

Poco después, la caravana de carruajes que cargaba con las damas rodaba colina abajo. El bochorno había sido monumental y la deyección, una desbandada caótica. Inés debería haberse callado, pero no supo resistirse y se quedó un buen rato en la puerta agitando un pañuelito blanco.

—Adiós. Adiós. Qué agradable velada. Tan piadosa y edificante. Vuelvan, vuelvan siempre que quieran.

Tessa fue algo más discreta pero sólo en tanto la puerta estuvo abierta. Luego las dos hermanas se tiraron literalmente al suelo, abrazadas y agonizando de risa. Miss Lucy no participó de la diversión. Estaba en estado de
shock
(la zoofilia no cabía en su cabeza), pero en el acto intuyó que lo sucedido se cargaría en la cuenta de sus pupilas. Que los árbitros de aquella mezquina sociedad de provincias hallarían el modo de retornarles el golpe, y que el más perjudicado sería el señor De Ubach.

Habla la ciencia

El citado caballero ignoraba la tragicomedia acontecida y después del trabajo volvió a casa abrumado con sus propias preocupaciones. El día había sido pródigo en malos auspicios. Andaba necesitado de consuelo, le confortó encontrar a su mujer sola, sentada frente al piano.

Inés era una intérprete de vuelo discontinuo. Paseaba las manos sobre el teclado con mucha gracia, pero en demasiadas partituras se saltaba los fragmentos de dificultad técnica sin ningún escrúpulo. La excelencia total pedía horas de ejercicio y a ella le ganaba la desidia. Ahora bien, sacaba mucho jugo a las partituras que dominaba, casi todas elegidas con un astuto ojo puesto en la audiencia. Nadie iba a protestar demasiado si el repertorio incluía más valses y polcas que tupidas sonatas o estudios sinfónicos. De puertas afuera el gran compositor de la burguesía era, sin duda alguna, Wagner, pero en los salones se escuchaba con más entusiasmo a los Strauss (todos, menos Richard), músicos de comprensión más cómoda y tarareo instantáneo.

Aquella tarde se le había antojado otro vienés. Las cortas líneas melódicas de los valsecitos de Schubert expresaban un estado de ánimo risueño y limpio. Ralentizaba de modo arbitrario el tempo para proteger la melodía, pues había practicado poco y si iba más rápido corría el riesgo de hacer notas falsas. A esa velocidad prescindía de mirar el teclado, tenía los ojos perdidos en la jaula dorada. La música dejaba traspuestas a las aves. Cuando ella tocaba se quedaban quietas y modosas, cada una en su barra. Y a ratos ladeaban la cabeza, como para escuchar mejor un matiz u otro.

El accesible y gentil tres por cuatro alivió la carga dramática que León traía de la fábrica. Aquella música no era muy de su gusto, bastante más formal, pero la liviandad de la composición quedaba compensada por la belleza plástica del cuadro que tenía frente a él. La imagen de su esposa se proyectaba sobre la esmaltada superficie de la tapa del piano. El torrente de la cabellera negra se confundía con la laca del mismo color, de tal modo que rostro y escote emergían desde tinieblas acuosas. Los movimientos ondulantes de los brazos y las muñecas eran exquisitos (faltaban años para que se impusiera la sobriedad interpretativa, la economía del gesto). Y la respiración de la pianista aleteaba suave, tan ingrávida como los ahusados dedos sobre el tablero de marfil.

La expresión abandonada de la muchacha prometía sensualidad, el desvelo de dulces misterios. León se acercó en silencio y agachó un poco la cabeza para respirar el olor del pelo. Ella sintió la presencia y sonrió, inescrutable. No se dio la vuelta, y él percibió la sonrisa en el espejo inclinado de la tapa del instrumento. Con tres dedos recorrió la línea de su cuello, el lóbulo de la oreja. Era una caricia deliciosa por lo abstracta, su beneficiaria la hubiera deseado preservada en esa vaguedad. Siguió desgranando el vals y bajo las yemas de los dedos las notas se vistieron con tonalidades voluptuosas. Su respiración se aceleró, el pecho palpitó, la boca se entreabrió y un aliento veloz secó los labios (porque no es cierto que todo en el amor sea húmedo). Pero León era torpe y no sabía dar salida a sus instintos. La explícita respuesta sexual le trastornó, perdió el norte y tomó un rumbo equivocado. Se arrodilló a los pies de la amada y la miró con una veneración rayana en la idolatría. Luego se inclinó aún más, besó la orla de su vestido y la punta de sus lindas zapatillas.

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