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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (17 page)

BOOK: Adorables criaturas
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—¿Ya le has avisado de que tienes un botón mágico de nombre clítoris?

Inés soltó una carcajada gamberra.

—Eso tendrás tú, cochina. Yo soy una dama.

—Pues si no se lo dices tú, no veo quién le dará la noticia. No sale en los periódicos.

La mera idea provocó otra risotada y un ventisquero de aleteos desde la jaula.

—Le daría una apoplejía. Cree que soy un arcángel o poco menos.

El golpe de maza que Inés dio esta vez contradijo semejante hipótesis. La pelota salió rauda, y dio contra la mesita suplementaria con tal fuerza que el equipo de costura de miss Lucy se vino abajo arrastrando una pila de catálogos de hilos y telas junto con el verde paisaje a medio bordar. El estropicio no inmutó a las hermanas pero entusiasmó a las pérfidas aves. Soltaron una serie de graznidos de placer, la amenidad del espectáculo superaba sus expectativas. Tessa les dirigió un siseo mecánico, recogió la labor y la puso encima del piano, ignorando las revistas tiradas.

—Estás penalizada: a menos treinta para ser exactas. Tiro yo.

Inés cogió su copa, se liberó de las zapatillas y trepó a una de las butacas pisoteando sin consideración el pulcro periódico del día que aguardaba a su cara mitad. Se sentó en lo alto del respaldo con las piernas espatarradas y los pies en los apoyabrazos.

—De todos modos, él no es peor que cualquier otro marido.

—Me conmueven tus arrebatos de pasión. —Tessa se había arrodillado, con la mejilla pegada al suelo estudiaba el posible ángulo de la tirada con un ojo entrecerrado. Quería meter la pelota bajo el sillón en el que se había emperchado su hermana.

—León me da seguridad. Es un trato como cualquier otro.

—Afirmación irrefutable. El ganado también se vende.

—Eres una moralista. No sé por qué no te hiciste monja.

—Por lo del sexo.

—Cierto, olvidaba el detalle. —Inés había cogido el periódico y lo hojeaba al desgaire. Dio con la página de anuncios, puso el índice sobre uno de ellos.

—«Comerciante de paños busca matrimonio con joven de carácter agradable. Se desea una fortuna de ciento cincuenta a doscientos mil… —oyó el choque de la maza contra la bola e hizo una pausa mientras veía pasar la esfera azul bajo su asiento, luego continuó— disponibles de inmediato». No sabría decirte si hay más demanda que oferta, pero éste es el mercado real. Yo he sido afortunada, León me tomó sin pedir nada.

—Muy noble por su parte.

—Lo fue —insistió Inés—. Y mucho más con los antecedentes que teníamos. Acuérdate de la casa de empeños.

Tessa soltó una limpia risita mientras escudriñaba el salón en busca de un nuevo objetivo. No hubo amargura en las palabras que siguieron.

—Hay que reconocer que en eso nuestro
pater
no estuvo muy acertado. Mira que mandar a unas crías como nosotras…

—Padre era un perfecto desastre.

—Corrección: era un perfecto y adorable desastre.

El alcohol surtía efecto, afloraban bromas de
nursery
y risas incontinentes. Ni que decir tiene que el mentado progenitor jamás las había coartado en este aspecto. En éste ni en ningún otro.
Laissez faire, laissez passer
era su lema; un lema práctico que le eximía de responsabilidades, muy en especial la de impartir lecciones en las que no creía. Por supuesto, un padre así tenía ventajas y desventajas. Las chicas jamás oyeron una orden o una recriminación que saliera de su boca, pero tampoco una directriz clara frente a la vida. Las mandaba de viaje; que se instruyeran o no en esas jornadas era cosa de ellas. La misma política regía para la lectura. La biblioteca de la casa estuvo siempre abierta, estaban autorizadas a hacer el uso que quisieran de ella y nunca les fue negado el acceso a un libro, pese a los reparos de Lucy. En conclusión, las dejó que crecieran sin poda y sin otro freno que la mirada amorosa, convencional y falsamente severa de la
miss
. Abandonadas a su suerte, con una institutriz pacata a la que ambas daban mil vueltas en rapidez mental y malicia, hicieron lo que se les antojó en un entorno más bohemio que burgués. Se educaron la una a la otra, y con los años desarrollaron una simbiosis entretejida de códigos ocultos y dialécticas salvajes. Se adoraban, pero tenían caracteres muy distintos, y era inevitable que tomaran rutas divergentes. A los diecinueve años, Tessa conoció a la sufragista Emmeline Pankhurst y pronto pasó más tiempo en los cuarteles de la Women’s Franchise League que en su casa. Aprendió mecanografía, buscó trabajo como secretaria y, en cuanto ganó los primeros peniques, se fue a vivir a un barrio de clase media con dos compañeras de militancia. A miss Lucy le dio un soponcio que no encontró eco ninguno. El cabeza de familia no hallaba motivos para oponerse a una decisión que sólo atañía a la vida de su hija, chica muy razonable por otra parte. Y su hermana pequeña la echó de menos, pero en el fondo no lo lamentó demasiado; quedaba como anfitriona absoluta de un hogar en el que la diversión estaba asegurada. A los dieciocho años era precoz, malcriada, lánguida y perezosa. De carácter similar al de su padre pero con el añadido de una rara belleza, celebrada con unanimidad. Nunca vaciló respecto al uso que debía darle y no hizo un secreto de ello. Pretendía labrarse un futuro agradable, libre de preocupaciones. Bastaba con esperar al marido adecuado. León se lo pareció y le dio el «sí, quiero» sin ningún pudor. Tessa se llevó un disgusto viéndola casarse tan notoriamente desenamorada. En el ardor del alcohol, volvió a reprochárselo:

—Había otras maneras de sobrevivir. Mira que venderte al mejor postor…

La aludida se aprestó a interrumpir lo que se perfilaba como un sermón.

—No fue el mejor, fue el único. Bájate del púlpito. Ni soy romántica ni quiero votar. Yo sólo quiero paz, tranquilidad y una vida razonable.

Una imagen proveniente de los ventanales la distrajo. Aún llovía, y bajo el persistente calabobos Rita cruzaba el jardín a todo correr. Se había cubierto la cabeza con el delantal, llevaba un cesto en las manos y un grueso espárrago en la boca. Inés la apuntó con su copa llena.

—Y en eso no me diferencio de ella.

Una exclamación sarcástica puso en tela de juicio su aseveración.

—Tú no sabes cocinar ni un huevo duro. Sustancial diferencia. Te toca, flor de lis.

Rita encontró entornada la puerta de la cocina. Macario o una de las criaditas habría olvidado cerrarla. Una vez dentro, sacudió el agua del delantal y se secó un poco el pelo con uno de los trapos mientras contemplaba la cesta repleta de espárragos. Una cosecha muy prometedora. Los vegetales, gruesos como su dedo anular, tenían el tronco de un color blanco marfileño que viraba hacia el verde y luego se mezclaba con un intenso malva rosado antes de curvarse y formar las tiernas yemas. Dio una dentellada a la que llevaba en la boca y casi se le deshizo sobre la lengua; era mantecosa, olorosa. Suspiró de felicidad, tendría que cocinarlos esa misma noche. Una vez robados a la tierra, los espárragos pierden en seguida su aroma. ¿Un revuelto? ¿O quizá en ensalada y vinagreta? Mientras estaba inmersa en el dilema sintió el estorbo de unos ojos en el cogote. Se dio la vuelta, pero no había nadie más que ella en la cocina. Retomó el hilo de la trama espárragos y la próxima cena, pero la desazón seguía, y esta vez oyó con claridad un rumor quedo a sus espaldas. Se dio la vuelta otra vez. En el mármol que colindaba con la cocina de hierro había una rata, la más grande que había visto en su vida. Estaba sentada sobre sus cuartos traseros y la miraba con interés inquisitivo. Tenía el pelaje chorreando, debió de haberse colado desde afuera, y su repulsiva cola quitinosa se enroscaba, posesiva, sobre una hogaza de pan recién sacado del horno. Rita no era asustadiza, la desfachatez con que la bestia había instalado sus reales en el mismísimo corazón de su reino la encendió de cólera. La escoba estaba en el otro lado de la habitación y corrió a buscarla masticando venganzas africanas. La rata permaneció impertérrita, siguiéndola con los ojos, y sólo cuando el palo cayó sobre ella dio un salto al suelo. Un nuevo escobazo la acorraló en una esquina. Pero allí se irguió sobre sus dos patas y le plantó cara, rechinando dos hileras parduzcas de dientes bajo una mirada definitivamente canalla.

La tempestad

Un precipicio vertiginoso de oscuras piedras superpuestas se cernía sobre la escena. Vendavales y ráfagas de lluvia caían sobre el grupo harapiento y malnutrido que se apiñaba en una pequeña cala al pie del acantilado. No había un solo hombre joven o de mediana edad, únicamente viejos decrépitos, mujeres exhaustas y niños ateridos que miraban el mar. Alguien apuntó a una ola que cabalgaba hacia la orilla, la punta de un mástil roto se balanceaba en la cresta. El mar, desdeñoso y embravecido, les escupía lo poco que hasta entonces había sido suyo: un pedazo de quilla, la vela del barco hecha trizas, el cadáver de un pescador aún amarrado a un tablón. Habría muchos más. El violento choque del agua contra las rocas impedía oír nada que no fuera el estruendo de la colisión. No hubo respuesta a los gritos y plañidos de desesperación, y quienes los protagonizaban representaron una pantomima trágica dirigida a un cosmos vacío. En medio del dolor, una anciana levantó un dedo artrítico hacia lo alto del acantilado. «
A meiga
!», dibujaron sus labios. La palabra acusadora se alzó con el viento, escaló las paredes rugosas y señaló a una silueta femenina recortada sobre el cielo inclemente.

Los pequeños animales del bosque huyeron en estampida al oír el clamor de la tribu enfurecida. Un batallón de antorchas rodeó el chamizo de la nodriza. Pero allí había poco que quemar y nadie a quien linchar, excepto la gallina, que correteó en círculos de diámetros cada vez más reducidos hasta que uno de los chiquillos, medio mareado ya, se apoderó de ella. La paja de la choza estaba mojada y tardó un buen rato en encenderse en medio de chasquidos trabajosos y densas nubes de humo.

La que buscaban huía zigzagueando en un dédalo de helechos, rocas musgosas, hayas y robles. El bosque sombrío y líquido era una fortaleza de la que conocía todos los secretos. Jamás darían con ella. Apretó más la mano con la que arrastraba a su escuálida niña mientras con la otra protegía un bulto contra su pecho, hacía poco le había nacido otro hijo. Esta vez había sido un varón, y se congratuló por ello. Sabía que los hombres eran fuertes, brazos útiles para el trabajo. Quizá, algún día, su hijo le daría de comer.

Las voces de sus perseguidoras se oían aún lejanas pero la niña empezó a flaquear. Avistó la angosta entrada de un escondrijo entre piedras y vegetación. Empujó a su hija hacia dentro, le tendió al pequeño y luego contuvo la respiración para que su cuerpo, mucho más grande, se adaptara a la ranura. La cueva rezumaba agua y era muy baja, una oquedad de líquenes y hongos. Estaba silenciosa, y durante unos segundos su aliento jadeante y el más suave de la niña retumbaron en la humedad. El pequeño hizo un puchero, le ofreció el pezón para mantenerlo tranquilo. Escuchó el griterío aproximándose. Se le secó el paladar, la cueva se llenó de olor a miedo. No quería morir. Su vida sería una porquería, hasta ella, en su total ignorancia, se daba cuenta. Pero era lo único que poseía. No iba a permitir que se la arrebataran. Aplastó la boca de su hija con una mano, no se le fuera a escapar algún gemido.

Las voces llegaron, cruzaron y se alejaron. Se hizo el silencio, y entonces se fijó en que había dos destellos en la negrura. Primero fueron sólo dos cabezas de aguja, luego se estiraron y agrandaron hasta convertirse en un mirada oblicua. Tenían compañía.

Ratas en el barco

La rata chirrió, amenazadora, y volvió a enseñar los sucios dientes. Continuaba erguida y acorralada en la esquina, de donde ningún escobazo había podido sacarla. Rita tenía la impresión de que le miraba la yugular con pésimas intenciones. Pero si iba en busca de Macario se le escondería en cualquier parte y saberla rondando por la cocina era insoportable. Mientras rumiaba todo esto oyó tras ella el inconfundible frufrú del almidón; llegaba un nuevo personaje. Lo que sucedió a continuación fue rápido y tan impensable que creyó soñarlo, y luego no tuvo valor para contárselo a la
miss
. Oyó el roce de unas extrañas onomatopeyas murmuradas que pasaron a su lado, y vio cómo la nodriza se dirigía hacia el rincón donde estaba el animal. El ruido que salía de su boca pareció hipnotizar a la rata. Se había aquietado, no hizo amago de atacar o huir. De tal modo que la mujer llegó frente a ella, se limitó a agacharse, extender una mano y retorcerle el pescuezo sin más preámbulos. Rita oyó el crujir de sus vértebras y a continuación un penetrante alarido proveniente del otro lado del cuarto. Asqueada, apartó los ojos del bicho e hizo callar a Juana con una orden contundente. La chiquilla había asistido a la fría ejecución desde la puerta y abría otra vez la boca, pronta a volver a gritar. La rata yacía desmadejada en el suelo, pero aún se agitó con un estertor póstumo. Daba igual, su verdugo no le concedió una última mirada. Se levantó frotándose las manos húmedas en el inmaculado delantal blanco ribeteado de encajes, y salió de la cocina como si nada mientras la criadita le cedía paso con espanto reverencial.

El alarido de Juana había sido penetrante, pero no se oyó en el salón porque en aquel preciso instante Inés y Tessa gritaban y reían. Y al jaleo había que añadir los graznidos de las aves, tan ebrias de excitación como las hermanas de vino. Sucedió que la pelota había quedado tras la otomana, en posición difícil. Algo vacilante, Inés se había arremangado la falda y había subido al sofá, dispuesta a tirar desde allí. La postura era cómica y Tessa no resistió la tentación de darle un mazazo en el trasero. Inés perdió el equilibrio y apoyó todo el peso de su cuerpo en el respaldo. La otomana volcó aparatosamente, pero antes tuvo tiempo de hacer una jugada de esas que hacen historia. Lanzó un grito triunfante mientras caía al suelo. Luego dio una ágil voltereta brincando por encima del sofá volcado y quedó más o menos apoyada en él, en medio de un lío de enaguas. Apuntó la pelota con la maza.

—¡
Roquet
! ¡Estás liquidada!

Tuvo razón, fue un
roquet
en toda regla. Su pelota alcanzó a la de Tessa y, tras un fuerte chasquido, las dos bolas rodaron emprendiendo trayectorias opuestas. La azul salió propulsada como un cohete apuntando a la jaula de los pájaros. La roja hizo otro tanto hacia la puerta y llegó a ella en el preciso instante en que se abría dando paso al cabeza de familia. Allí localizó la punta de su zapato, escaló el empeine y le dio en toda la espinilla sin miramientos. Siguió un sonoro batacazo metálico contestado por un estridente y aterrado desbarajuste avícola. La bola azul también había llegado a su meta.

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