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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (14 page)

BOOK: Adorables criaturas
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—Sin acritud. ¿Así que no me consideras femenina?

A regañadientes, Samuel trasladó su atención del capón a Tessa, imagen mucho menos atractiva desde su punto de vista. Iba a contestar, pero Inés se anticipó a la probable descortesía con su vocecita satinada y peligrosa.

—Claro que no,
sis
. Tú eres racional.

La ironía de la frase sobrevoló olímpicamente al médico, que asintió con vaguedad, contento de poder volver a concentrarse en la carne más que en el verbo. Se habían desencadenado complejos procesos químicos en sus glándulas, casi todos ellos relacionados con Pávlov, y, concretando, las papilas gustativas triunfaban sobre cualquier otra consideración.

León empezó a desmembrar los cuartos del animal. Los platos calientes estaban apilados al lado de la fuente y Elena los iba sirviendo mientras Juana ofrecía la salsera. Era protocolario atender primero a las mujeres, y el doctor tuvo que armarse de paciencia; aún no había llegado su turno.

Tessa, hostigadora, prosiguió la interpelación.

—Insisto en saberlo, ¿no me consideras femenina?

El médico contestó a regañadientes; aquellas desviaciones incesantes de lo que de verdad importaba le enervaban.

—Tú tienes un cerebro masculino, como todas las mujeres emancipadas. Algunas incluso presentan características anatómicas propias del varón.

León carraspeó, era una apelación a la prudencia; temía que su cuñada se ofendiera. Pero ella se limitó a levantar una ceja.

—Qué interesante y novedosa noticia…

—Mucho —contestó Samuel sin convicción. Estaba algo preocupado, tenía la alarmante sensación de que las raciones no eran equitativas—. León, un poco más de relleno, si eres tan amable… —Una porción generosa que cayó en el que iba a ser su plato le tonificó considerablemente. Habló con entusiasmo recuperado— Safo era invertida sexual. Igual que Catalina de Rusia, Cristina de Suecia…

Miss Lucy se atragantó con su propia saliva. El médico, cada vez más cascabelero (le acababan de poner el plato repleto enfrente), se dirigió a ella entre risas entrecortadas.

—Vamos, vamos. No me sea mojigata,
miss
. Estamos a las puertas del siglo veinte. —Su jovial excitación era notoria y a nadie se le escapó que tenía un origen más sensorial que intelectual, más aristotélico que platónico (dicho de un modo todavía más fino). Ahora el doctor deseaba que se abriera un largo bache de silencio para hacer los debidos honores al lustroso gallo castrado. Esperaba que aquella sufragista cejijunta se apaciguara, disfrutara de la comida y, sobre todo, dejara que los demás hicieran lo propio.

Inés dio el pistoletazo de partida picoteando con ligereza la esquirla de una gigantesca pechuga, pero no perdió el hilo ni soltó a su presa.

—George Sand tuvo montones de amantes masculinos.

Quería pillar a Samuel en falso, darle la lata y no dejarle comer en paz. Pero subestimaba a su invitado. Después del primer bocado había recapacitado. Nada, absolutamente nada, iba a alterar su buen humor. Aquella carne asada era sublime, imposible sentirse irritado o incapacitado teniendo al alcance semejante obra de arte. Se las compondría estupendamente para comer y debatir al mismo tiempo. Respondió con vivacidad, los carrillos a punto de explotar.

—¿Llamas a Chopin masculino? ¿Y a Musset, el más femenino de todos los poetas? Morfológicamente, Sand era más hombre que mujer. ¿Debo recordaros cómo vestía?

—Todas deberíamos hacer lo mismo —apuntó Tessa sin ambages.

El horizonte calcinado y gris no cautivó a Inés.

—¿Nada de plumas o moarés? ¿Fuera encajes y adornos? Qué desoladora visión.

—Cada sexo tiene sus propias servidumbres —dictaminó León, dejando bien asentado que plumas y abalorios eran atributos naturales del sexo femenino.

—El vuestro más. Siempre vestidos de negro. Siempre acogotados por toneladas de responsabilidades y deberes. Pero no hoy. Ni aquí ni ahora. —Inés habló con encantadora autoridad.

Se había apiadado del doctor y dictó el comienzo de un descanso largo y mudo para que el goloso invitado pudiera, por fin, concentrarse en la comida.

Cuando a los quince minutos las niñas retiraron lo que quedaba del capón, el rostro encendido y sudoroso del médico cantaba a gritos su complexión sanguínea y las destemplanzas trajinadas. El alcohol se le había subido un poco a la cabeza. Su oratoria remontaba, de camino hacia altas cotas de exaltación.

—La mujer es corazón o no es nada. La auténtica mujer no piensa, siente. Es una bella criatura incomprensible. Misteriosa, enigmática…

Inés se llevó la primorosa servilleta de hilo a los labios y anunció sin dirigirse a nadie en particular.

—Deberíamos casar a Samuel.

Tessa aprobó, veloz.

—Manera segura de acabar con tanto enigma y misterio.

—No si le casamos con un ángel —atajó Inés, tan rápida como su hermana.

—Los ángeles no tienen sexo —recordó Tessa, perversa.

El comentario caía de pleno en lo malvado. León, que era algo lento de reflejos, carraspeó otra vez llamando a la prudencia. Demasiado tarde, las ingeniosas hermanas se habían hecho con la sobremesa.

—Exacto. Aunque la cuestión principal es la siguiente: ¿tiene esta familia nuestra tratos con algún ángel? —Inés apeló a su marido con expresión inocente pero la risa burbujeaba en sus labios. Él le lanzó una mirada recriminatoria, no estaba bien burlarse de los invitados. Sus escrúpulos demostraron ser infundados; el doctor retomó su discurso, ajeno al regocijo que provocaba.

—La mujer ha sido creada para el amor. Todo su cuerpo, cada poro de su piel. Cada una de sus terminaciones nerviosas. Toda ella ha sido hecha para el amor y para la…

Aquí se quedó con la mente en blanco. No es que le hubiera fallado la elocuencia, es que se le había ido tras los postres. Juana y Elena acababan de entrar con un enorme bol de cristal. Estaba lleno de una crema sedosa en cuya superficie flotaba un archipiélago de bayas silvestres, cerezas y frambuesas confitadas. Las criaditas empezaron a servir y él espió la circunnavegación del cuenco con los ojos chispeantes de deseo. La sublimación era obvia y León completó su frase interrumpida.

—… y para la cocina. Yo casi me atrevería a decir que antes para la cocina que para el amor.

Hubo risas generalizadas que se cortaron de forma abrupta. Porque miss Lucy, hasta entonces una comensal muda, hizo una brusca e inesperada —a juzgar por la expresión estupefacta de todos— intervención. Estaba agitada y exhaló su discurso sin respirar, con un español que se fue revistiendo de un cerrado acento inglés conforme avanzaba la parrafada, de tal modo que al final resultó casi ininteligible por lo confuso de la fonética.

—¿Por qué tiene que ser el amor o la nada? A una mujer debería estarle permitido desarrollar sus facultades en otros campos. Si no tiene la vocación o si las circunstancias de su vida no la hacen apta para el matrimonio y la vida doméstica, ¿hay que condenarla al olvido, a la inexistencia?

La gobernanta sentía una simpatía inconfesable por las sufragistas. Solía reservar ideas tan peligrosas para sí, y el exabrupto delator la escandalizó más a ella misma que a su sorprendida audiencia. Por si fuera poco, la excitación le causó un sofoco climatérico imposible de ocultar. Se le encendieron las mejillas, un racimo cristalino brotó de su frente. Sintió una intensa quemazón en la piel y, en paralelo, unas palpitaciones violentas que se iniciaron en la coronilla y terminaron en un lugar tan remoto como el paladar, invadiendo antes la totalidad de su rostro y cuero cabelludo. El moño tirante se le hizo de pronto una carga insostenible. Se levantó, temblorosa y aturrullada, y, mezclando inglés y español a partes iguales, mencionó algo sobre preparar el café y llevarlo al salón. Se produjo un vacío embarazoso que Inés resolvió con afecto y llana sencillez. Sonrió cariñosamente a su antigua institutriz agradeciéndole el favor, y así la apurada cincuentona pudo hacer un rápido mutis, sorteando los muebles tras hacer una ligera reverencia.

El doctor, que había aprovechado el lapsus de la
miss
para catar el postre, volvió al ataque con renovadas energías. La crema estaba a la altura del capón y le había alborozado más aún, si cabe.

—Está gravemente afectada por los trastornos propios de su edad.

No había compasión en sus palabras, y Tessa le obsequió con una mirada furibunda, espetándole un «de ninguna manera» con voz agria. León se apresuró a extender un velo de afabilidad.

—Nuestra querida
miss
es todo un carácter.

Mejor se hubiera callado. La frase sugirió una idea nueva y original al médico.

—Las mujeres de carácter son invariablemente feas. Por eso quieren verse iguales a los hombres.

La cohabitación peligraba. La boca de Tessa iba a vomitar culebras, pero Inés se le adelantó.

—Pues yo me considero una mujer de carácter.

—Que no hace nada y se levanta al mediodía —entonó León con orgullo de propietario. La frase no era una reprimenda, sino un piropo, y la aludida la tomó como tal sin complejos.


Touché
, ya sólo me resta callar. —La astuta esposa se sojuzgaba a su marido, actitud ejemplar que sugirió otra genial idea al efervescente doctor.

—Tú eres una mujer bella. Y las mujeres bellas prefieren ver a los hombres como esclavos antes que como iguales. —Del ridículo galanteo se había deslizado a un incienso empalagoso y almibarado. A Tessa se le agotó la paciencia.

—Jamás había oído tanta idiotez junta.

Inés dobló la servilleta y se alzó de la silla.

—¡Tessa! No rezongues como una vieja arpía. —Le alargó la mano para que se levantara con ella y miró a los caballeros con una radiante sonrisa.

»Deberías estar agradecida. Es un privilegio tener a nuestra disposición tales pozos de sabiduría. Los hombres son una cosa tan útil…

Recogió la amplia falda del vestido con un gracioso revoloteo, tomó de la cintura a su hermana y juntas partieron hacia el salón entre nubes de risas y crípticos murmullos. Los hombres se miraron en silencio a través de la mesa vacía. Despojados de sus complementos ornamentales, habían quedado pasmados como dos loros mudos.

Una velada deliciosa

Inés había sido recostada de modo conveniente en una otomana fronteriza con la jaula de las aves. Le estaba vedado cualquier esfuerzo, a lo sumo alargaba una mano lánguida para que los pájaros le cosquillearan las yemas de los dedos con sus leves picoteos.

Sentado a su vera, Samuel la entretenía leyendo. O, dicho con más exactitud, transitando a pasos melodramáticos y altisonantes por un prado sembrado de palabras.

—El amor verdadero… ¿no es acaso el vínculo más casto? ¿No es de por sí el instinto más puro y magnífico de nuestra naturaleza?

El texto, del francés Saint-Preux, por aquel entonces en boga (y muy pronto felizmente olvidado), le producía intensas emociones. Se sentía particularmente identificado con su contenido. Y su voz, ya de natural engolada, ascendía y descendía por los tortuosos registros dramáticos con la agilidad de una cabra montesa.

Inés tenía un retorcido sentido del humor. Apreciaba por igual lo absurdo del texto y de quien lo declamaba con tanto aspaviento. Escuchaba sólo con medio oído y un brillo perverso en los ojos mientras dejaba en suspenso jirones deshilvanados de ideas. No muy lejos, miss Lucy bordaba un paisaje en el que los hilos de color pino, hierba, olivo, encina y pistacho dibujaban arabescos que necesitaban concentración de ajedrecista. Ésa y no otra era la finalidad de tan complicada labor: en mente ocupada no cabían pensamientos peligrosos.

—… la voz de la amada, felicidad, alegría, arrebato gozoso. Amor. ¡Qué penetrantes son vuestras flechas! —proclamaba Saint-Preux en boca de su apasionado portavoz.

El rosario de insensateces parecía tanto más disparatado porque en la otra punta del salón el ambiente era sesudo. Inés veía la cara de Tessa, su mirada severa enfrentada a la de León. Hablaban de política, desde luego, y con toda seguridad su marido estaba irritado. Sostenía el periódico desplegado en las manos, era evidente que deseaba zambullirse en él y no podía, so pena de ser descortés. Le guiñó un ojo, modo de pedirle que tuviera paciencia con su hermana querida. Y él, conmovido por la magia de la garbosa expresión, le devolvió un gesto de afirmación más una sonrisa de marido-padre enamorado. Resignado, plegó el periódico sobre sus rodillas y se dispuso a regalar su valioso tiempo a la cuñada que le había caído en suerte.

—Querida Tessa. La bohemia anarquista o las barricadas son muy románticas, pero no se traducen en resultados prácticos. Hay que apelar a la razón, no a los sentimientos. Sólo la persuasión y la educación nos llevarán al socialismo.

León se tenía por un progresista desapasionado y racional, algo de encaje muy complicado en un país en el que predominaban el sectarismo y un constante griterío de voces dispares. Durante años había buscado en vano un discurso afín al suyo en alguna de las propuestas políticas existentes; ya daba el asunto por imposible cuando hizo su primera visita a Inglaterra.

El viaje, largamente deseado, le había estado vedado en vida de su progenitor. El patriarca Ubach, católico fanático, opinaba que todo lo que se extendía más allá de los Pirineos —muy en especial los países protestantes— era
terra
incógnita, selva erizada de pecados mortales. Y el día en que su entusiasta hijo, enarbolando su flamante título de ingeniero, le propuso modernizar la empresa comprando maquinaria en la pérfida Albión, amenazó simple y llanamente con desheredarle. No se volvió a hablar más del proceloso tema, pero al patriarca le quedó un sedimento bilioso, la sospecha de estar anidando la traición en su propio seno. Por aquel entonces ya era viudo, y no hubo ninguna voz femenina que atenuara sus fobias o dulcificara sus últimos días. Murió descontento y rabiando, llevándose al otro mundo sus muchos prejuicios intactos, y dejando en éste su fortuna, también mucha y también intacta. Su estrategia empresarial, coherente con el cuadro clínico expuesto, se había ceñido a una filosofía conservadora y estreñida, resumible en tres palabras balsámicas: nada de gastos.

Su primogénito, hijo único, había tenido años de sobra —cuarenta y siete, siendo precisos— para planificar, al menos en teoría, toda clase de modernidades, entre ellas la que luego sería la colonia Ubach. Tras la muerte del progenitor aguardó un tiempo prudencial, durante el que mantuvo una intensa correspondencia con empresarios de las Midlands, y luego tomó el tren hacia Bilbao. De allí el barco hasta Southampton y de ahí rumbo directo a Manchester. Después de tres semanas de actividad frenética en las que visitó fábricas, acumuló catálogos, y negoció precios y fechas de entrega, se tomó otras tantas de asueto para conocer Londres.

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