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Authors: Norman Spinrad

Tags: #Ciencia ficción

Agentes del caos (22 page)

BOOK: Agentes del caos
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—Es posible —dijo Ching—. Pero el Prometeo sería alcanzado. Es un poco más lento que una nave común bajo propulsión convencional, y se destruiría si se activa el Generador de Estasis tan cerca de una masa estelar, al menos eso dice Schneeweiss. No hay nada que podamos hacer. A menos que…

La expresión del rostro de Ching cambió, pasando de la desesperación total al triunfo, casi al éxtasis.

—¡Claro! —exclamó—. ¡Un Acto Caótico Final! ¡Es la única salida! ¡El Acto Caótico Final, totalmente justificado por las circunstancias, además! ¿Qué otra solución habría?

Se dirigió a Gorov. El aura de éxtasis religioso que despedía era casi palpable, una luminosidad que llenó a Gorov de miedo y repulsión, pero a la vez de esperanza, de una esperanza estúpida y sin fundamento que lo avergonzaba con su falta de lógica. ¿Qué se traería entre manos este fanático brillante? No había salida. ¿Qué sería un «Acto Caótico Final»?

—Vamos, apresúrese —dijo Ching—. ¡Al Prometeo! ¡Suban todos a bordo! El hombre llegará a las estrellas, y yo… me permitiré un Acto Caótico Final.

Gorov vaciló, a punto de preguntar qué era ese «Acto Caótico Final». Pero cuando miró los ojos de Ching, profundos y brillantes, perdidos en la contemplación de una visión lejana y terrible, Constantin Gorov se sorprendió al sentir que finalmente se había encontrado con algo que no deseaba saber.

Luego de dos horas de correr de un lado a otro, cargando las últimas provisiones, preparando su equipaje y haciendo miles de otras pequeñas tareas, Boris Johnson se encontró envuelto en los filamentos de su Capullo en la cabina de mando del Prometeo. A su costado, en su Capullo especial de piloto, que dejaba las manos libres, Arkady Duntov efectuaba las verificaciones finales, mientras avanzaba la cuenta regresiva acelerada… Los otros tres Capullos de la cabina de mandos estaban ocupados por desconocidos, mientras que Gorov y cien hombres más estaban embalados como huevos en la cabina principal de la nave detrás de él. Faltaba poco para el despegue.

Ahora, en los instantes de espera, Johnson se daba cuenta de lo inútil que había sido toda la actividad febril, todo el esfuerzo realizado, y de lo desesperada que era su situación.

Los cruceros Hegemónicos estaban a menos de medía hora de viaje, y su forma de avanzar sobre el asteroide no dejaba dudas acerca de su meta y sus intenciones. Era imposible que el Prometeo pudiera sacarles ventaja antes de llegar a Plutón, y todas las pequeñas naves de la Hermandad que había en el asteroide quizás les permitirían ganar cinco minutos si se enfrentaban a los treinta cruceros…

Era inútil… pero Johnson había perdido las esperanzas tantas veces en los meses pasados, sin sucumbir, que había dejado de sentir que una situación aparentemente desesperada fuera realmente irremediable.

Toda la base de la Hermandad estaba ocupada en alguna actividad aparentemente salvadora. Estaban planeando algo, y Johnson había oído a varios de los Agentes Principales susurrar acerca de un «Acto Caótico Final» con expresiones de éxtasis en sus rostros. Estaba claro que sabían algo que él ignoraba, una situación que Johnson había aprendido a aceptar como la normal en los últimos tiempos. ¿Pero qué sería…?

La voz de Robert Ching sonó por el intercomunicador:

—Agente Duntov, no debe responderme. De ahora en adelante mantendrá silencio de radio absoluto. Obedecerá mis órdenes al pie de la letra. —La voz de Ching sonaba extrañamente tensa, y tenía una inflexión metálica y nueva; era una voz de mando—. Sus órdenes son las siguientes —prosiguió—: Tendrá al Prometeo en condiciones de despegar en forma inmediata, pero no efectuará el despegue hasta que se imparta la señal. La señal será la apertura de las puertas que cubren la pista de aterrizaje. No se detendrá a corregir su curso hacía Cygnus 61 en ese momento, sino que avanzará en la dirección general de ese sistema con la máxima aceleración de emergencia hasta que pase el peligro de intercepción por las naves Hegemónicas. No se preocupe, sabrá cuándo ha llegado ese momento. Entonces corregirá su trayectoria final. Obedezca estas órdenes en forma estricta y sirva bien al Caos. Terminado… y hasta siempre.

—Pero ¿qué pasa si las naves Hegemónicas…? —empezó a decir Duntov por el intercomunicador; y luego, recordando la orden de Ching, reformuló la pregunta en forma retórica a Johnson—. No los podemos aventajar, Boris. Y tienen mejor artillería que las naves de aquí. La base más cercana de la Hermandad está a varios días de distancia…

—No me preguntes a mí, Arkady —contestó Johnson—. La Hermandad maneja esto. Ching parece saber lo que hace. Siempre ha salido victorioso en otras ocasiones.

—Sí —musitó Duntov—. Robert Ching no puede fallarnos.

Ojalá tuviera tu fe, Arkady… pensó Johnson con desesperación. Pero ¿realmente quiero tenerla?

La sala de observación del asteroide estaba llena de Hermanos —los Agentes principales, agentes de campo, técnicos—: todos los hombres del asteroide que no estaban dentro del Prometeo flotaban sombríamente en el ambiente ingrávido, en silencio y sin moverse.

El único sector libre estaba cerca de una de las paredes de la sala, donde flotaba Robert Ching, de espaldas a la pantalla que formaba la pared, con una serie de aparatos delante de él, cuyos cables de conexión cruzaban entre la multitud silenciosa y desaparecían por el pozo del elevador por encima de sus cabezas. Los aparatos eran una pequeña caja de controles con dos llaves, dos pantallas-visores y un radiotransmisor.

En una de las pantallas se podía ver la roca falsa que cubría las puertas de la fosa de aterrizaje; en la otra se veía una extensión similar de terreno del otro lado del asteroide.

Ching se apartó de las pantallas pequeñas delante de él y volvió hacia el panorama más vasto de estrellas y espacio que se curvaba en derredor de forma majestuosa, aunque la majestad del espectáculo se veía arruinada por la formación de naves Hegemónicas que giraban en órbita alrededor del asteroide, como lobos alrededor de la presa.

Miró hacía las estrellas con nostalgia, esas estrellas que nunca llegaría a ver, esas maravillas que el Prometeo exploraría, y de las cuales ya nunca se enteraría…

La muerte es un momento que todo hombre debe enfrentar tarde o temprano, pensó. Es inevitable, y lo mejor que uno puede esperar es morir con sentido. ¿Cuántos hombres tenían la fortuna de elegir la muerte más llena de significado de todas, el Acto Caótico Final, la victoria a través del suicidio, la paradoja más grande de todas? ¿Qué final podría ser más digno para una vida dedicada al servicio del Caos…?

Pero ahora debo actuar, pensó, arrancando su vista del panorama de joyas sobre terciopelo negro y volviendo a sus instrumentos. Ya vendrán los momentos para la reflexión y la contemplación final.

Encendió el transmisor, y sintió cómo la tensión aumentaba entre los hombres en la sala al comenzar el primer acto de este drama final.

—Base de la Hermandad al Comandante de la Flota Hegemónica… —dijo Ching, mientras la formación de naves giraba cada vez más cerca del asteroide—. Base de la Hermandad al Comandante de la Flota Hegemónica…

Una voz seca y áspera respondió por el transmisor:

—Habla el Vicealmirante Lazar, comandante de la Flota Hegemónica Treinta y Cuatro. Su base ha sido rodeada. Tenemos suficiente poder de fuego para vaporizar todo el asteroide. No intenten escapar. No intenten resistirse. La mitad de mi fuerza aterrizará mientras la otra mitad permanece alerta, lista para destruirlos si cometen la insensatez de intentar resistirse a la captura. Respondan de inmediato.

La mente de Ching trabajaba a una velocidad poco común para él. El Acto Caótico Final que había planeado exigía que aterrizaran todas las naves. Era necesario destruirlas a todas para proporcionarle una vía libre al Prometeo hacia las estrellas. Si escapaba siquiera una de las naves, podría alcanzar al Prometeo y destruirlo. ¡Había que lograr que este almirante aterrizara con toda su fuerza!

Una sonrisa seria se esbozó sobre los labios de Ching. La forma de lograr que un hombre haga lo que uno quiere que haga es prohibirle esa acción, pensó.

—Base de la Hermandad al Vicealmirante Lazar… —dijo—. Nos damos cuenta de que no tenemos escapatoria. Sin embargo, hay varios miles de Hermanos bien armados, en esta base, que están en condiciones de hacerles pagar bien cara su victoria. No obstante, estamos dispuestos a negociar una rendición pacífica para evitar un derramamiento inútil de sangre. Su nave capitana deberá aterrizar sola, y las demás naves permanecerán en órbita mientras negociamos los términos de la rendición. Cualquier otra actitud será enfrentada con una resistencia encarnizada hasta el último hombre.

—¿Se atreve a darme órdenes a mí? —siseó el Comandante Hegemónico con furia—. ¿Cree que soy tan imbécil como para aterrizar solo en una base llena de hombres armados? Yo doy las órdenes aquí. Tengo treinta naves con cien hombres de asalto cada una. Voy a aterrizar con toda la dotación de inmediato, le guste a usted o no. Pueden resistir si quieren. A ver qué pueden hacer contra tres mil Custodios armados.

—Está bien —dijo Ching, fingiendo resignación—. Veo que nos superan en número. No ofreceremos resistencia si sus tropas no nos disparan. Puede aterrizar sobre el lado del asteroide que da al Sol.

—¡Voy a aterrizar con mis naves donde yo quiera! —gritó Lazar.

—Por supuesto, la decisión es suya —dijo Ching secamente—. Sin embargo, para protegernos, creo que debo informarle que el otro lado del asteroide es falso. Está compuesto de algunos pilones y camuflaje que oculta nuestras instalaciones. Si intenta aterrizar allí, sus naves se incrustarán en las instalaciones provocando nuestra muerte y la de ustedes también.

—Muy bien —dijo Lazar a regañadientes—. Aterrizaremos del lado del Sol y avanzaremos con toda la tropa hasta su base. Recuerden que cualquier intento de resistencia conducirá a su aniquilamiento total. Terminado.

Robert Ching apagó el transmisor y levantó la vista para mirar a los Hermanos reunidos en la sala.

—La suerte está echada, y no nos podemos volver atrás ahora —dijo con solemnidad—. Como saben, nos quedan pocos minutos de vida. El curso de los acontecimientos es simple. Aterrizarán todas las naves Hegemónicas. Una vez sobre el suelo, tardarán varios minutos en despegar de nuevo. Cuando hayan aterrizado, moveré la primera llave, y las puertas de la fosa de aterrizaje se abrirán y el Prometeo despegará. Señaló la caja de controles que flotaba ingrávida entre él y los Hermanos.

Hizo una pausa, suspiró, y continuó hablando:

—Se calcula que ninguna de las naves de la Hegemonía podrá despegar en menos de tres minutos a partir del momento en que vean al Prometeo. Por lo tanto, el Prometeo tendrá dos minutos y cincuenta segundos para alejarse del asteroide antes de accionar la segunda llave. Y no tengo que decirles qué significa eso…

Ching calló un instante, y cuando habló nuevamente lo hizo como un hombre transfigurado, hablando más para sí mismo que para los hermanos, quizás más al Caos, a la posteridad, que a sí mismo.

—El Acto Caótico Final —dijo Robert Ching con éxtasis solemne—. La Victoria a través del Suicidio. La inmortalidad a través de la muerte. Nunca antes en la historia de la Hermandad de los Asesinos ha estado la victoria tan al alcance de la mano. Es por eso que nunca fue posible concebir el Acto Caótico final. Moriremos contentos, con los mayores honores para que triunfe el Caos, para que el Hombre llegue a las estrellas, la libertad y la inmortalidad. ¿Qué son nuestras muertes? Todos los hombres deben morir, pocos eligen el momento de su muerte. Es una prerrogativa que puede ser ejercida por cualquier hombre en cualquier momento: el suicidio es un derecho que ninguna tiranía puede reprimir; pero nunca antes en nuestra historia fue posible lograr que el suicidio condujera a la victoria. Ahora todos tenemos la posibilidad de compartir un Acto Caótico Final. No existe una muerte más justa para un servidor del Caos. Moriremos como hombres, pero la Hermandad seguirá su camino como siempre lo ha hecho. Los hombres pasan, pero el Caos perdura, y sus servidores se inmortalizan en él. No habrá tiempo para despedidas más tarde, así que… adiós. Todos ustedes han servido bien al Caos durante sus vidas. Ahora brindarán el servicio final con su muerte. Por el Caos, caballeros… ¡Caos y victoria!

Nadie se movió. Nadie habló. Robert Ching se sentía orgulloso de sus Hermanos. Sabía que se habían estado preparando desde el momento en que la flota Hegemónica había sido avistada; pero que, en un sentido más amplio, toda su vida había sido una preparación para esto. Ya se había dicho lo que era necesario decir. Sólo faltaba actuar.

Ching puso atención en la pantalla que mostraba el lado del asteroide que daba al Sol. Sobre la superficie brotaba un pequeño bosque de esbeltas naves plateadas. A cada momento descendían más, y Ching comenzó a contarlas… quince… diecisiete… veinte…

Las compuertas de los primeros en llegar se estaban abriendo, y se veía hombres armados y con trajes espaciales sobre la superficie del asteroide.

Veintitrés… veintisiete… ¡Treinta! Ya habían aterrizado todas.

La mano de Ching se detuvo sobre la llave que abriría las puertas de la fosa de aterrizaje. Era mejor esperar que desembarcaran más hombres, para asegurar un máximo de confusión cuando despegara el Prometeo…

Los hombres seguían saliendo de las naves, y la zona donde éstas se hallaban bullía en actividad. Las tropas formaban fila, desembarcaban artillería…

—¡Ahora! —dijo Ching en voz alta, y movió la llave. De inmediato fijó su vista sobre la pantalla que mostraba la superficie de la fosa de aterrizaje. Las puertas comenzaron a abrirse… la grieta se ensanchaba… Las puertas ya estaban abiertas, y la pantalla mostraba al Prometeo, posado sobre la pista, apuntando al espacio infinito…

En la sala de mando del Prometeo, Boris Johnson, sentado en su Capullo, miraba la pantalla del visor cada vez con más confusión, mientras veía aterrizar a las naves de la Hegemonía. De alguna manera, Ching había logrado que aterrizaran. Duntov podría despegar con el Prometeo, quizás alejarse un poco del asteroide…

Pero todo eso parecía no tener sentido. Quizá ganaran cinco minutos de ventaja antes que el comandante de la flota se diera cuenta de lo que ocurría. Pero ¿de qué les serviría? Aunque tuvieran cinco horas de ventaja, los cruceros estarían en condiciones de alcanzar al Prometeo y volarlo en pedazos…

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