—¿Y qué le parecieron de mayor cuando las vio?
—Me gusta imaginar que todo eso lo había ya dejado por escrito o lo iba a contar en esa autobiografía en la que estaba trabajando y que se ha extraviado tan lamentablemente. Al llegar a la mayoría de edad, pudo por fin ver las dos películas y éstas terminaron por ser los contrafuertes sobre los que se fundamentó toda su obra literaria: el drama de la sucesión,
Julio César
, y el cine dentro del cine,
La condesa descalza
.
—Perdona Vilnius, pero ¿qué significa eso de que se ha perdido su autobiografía? —interrumpió la socia 19.
—Que había unas memorias en marcha. Un relato de su vida bastante sintetizado, que no llegó a terminar. Un relato sesgado, transversal, esquinado. Ese manuscrito ha desaparecido de la casa de mi madre. Ella asegura que lo destruyó, parece que lo arrojó al fuego. Débora Zimmerman, amante de mi padre a la que iba a estar dedicado el libro, se ve capaz de reconstruir el manuscrito destruido, de hecho ya ha empezado a hacerlo. Y es que tuvo acceso a lo que mi padre escribió y lo recuerda con bastante precisión, y donde no llega su memoria llega su imaginación. Pero todo esto lo contará mejor la propia Débora cuando llegue, la estoy esperando.
—¿Esperas a quién? ¿A Débora Zimmerman? —preguntó Montse.
—Os quiero pedir que no le preguntéis demasiadas cosas porque queremos ir esta noche a la Filmoteca, a la sesión de las diez. Hoy han programado
Suave es la noche
, basada en la novela de Scott Fitzgerald. Sabed que me llevo bien con Débora y está colaborando en mi futuro largometraje sobre el tema del fracaso. Es mi ayudante ahora, me auxilia en todo, creo que formamos ya una sociedad artística, me atrevería a decir que una pareja de creadores del futuro si no fuera porque quizás eso de «creadores del futuro» suena demasiado solemne… De lo que estoy seguro es de que ella percibe y caza fracasos con más facilidad que yo, lo cual ya es mucho decir… Me ayuda en el Archivo General y quiere hacerla también en la dirección de mi película y yo, por mi parte, la asesoro en esas memorias de mi padre que ella reconstruye. Nunca —sonrió ahí Vilnius— estuve tan activo. De hecho, soy el novio de Débora… ¿Se dice así? ¿Se dice «soy el novio de…»? Bueno, soy el amante de la antigua amante de mi padre. Eso se acerca más a la verdad, ¿no es cierto? Me satisface acercarme siempre lo máximo posible a la verdad.
5
Cuando Montse abrió el turno de preguntas recordó a todos los interrumpidores que, por una de las normas del código de conducta del propio club y tal como había hecho alguien ya aquella tarde, estaban obligados a dar previamente su número de socio si se decidían a «atropellar educadamente» —en claro homenaje al espíritu interrumpidor de Lancastre— al invitado que les había honrado aquella tarde con su presencia.
Por un momento me pareció que también me lo decía a mí. Pero no, yo no era socio. Qué bien, pensé, saber que no tendré que decir nada en los próximos minutos, cada día tengo más conciencia de haber hablado demasiado en esta vida y quizás sólo sea mala conciencia por haber escrito tantos libros, por haber sido tan prolífico, en definitiva.
Estaba dando vueltas a todo esto cuando el socio 17 dio su número y se dirigió a Vilnius y con ello interrumpió mis pensamientos de atormentado escritor fértil.
—Creo —le dijo ese socio— que con esos temas centrales que le atribuyes a tu padre, drama de sucesión y cine sobre cine, no parece que podamos tomarte del todo en serio. Porque es fácil ver que en realidad ésos son tus temas, ¿no te parece? En más de una ocasión has hablado del problema de ser hijo de un famoso, o sea, del drama precisamente de la sucesión. Recuerdo que una vez dijiste: «Nunca me he sentido hijo suyo, sino hijo de su leyenda.» Y en cuanto al cine dentro del cine parece tu especialidad, acabamos de comprobarlo hace media hora viendo
Radio Babaouo
. ¿Me equivoco mucho?
—Está bien, son mis temas, no voy a llevarte la contraria. Y por cierto, la frase sobre ser hijo de una leyenda se la copié a la hija de Marlene Dietrich, y se la copié sólo porque me pareció una bonita frase. Y bien, son mis temas, es verdad. Hasta me gusta ser una mezcla entre
Julio César
y
La condesa descalza
, que son las dos películas que prefiero de Mankiewicz. Pero, si lo pienso bien, me doy cuenta de que hasta hace medio minuto no sabía yo que tenía temas. Es una sorpresa agradable. Algún día tendré que hacer una película que cuente mi vida y se llame
El drama de la sucesión
. Pero si quieres que te diga la verdad, yo quisiera ya olvidarme de ese drama, en realidad aspiro a concentrarme en mi film sobre el fracaso y a vivir en paz…
—Tengo la impresión de que, aun habiéndolo boicoteado esta noche y aun siendo muy notoria la difícil relación que tuviste con tu padre, últimamente has cambiado la vieja beligerancia por una actitud más pacífica hacia su figura y ha habido incluso un intento de acercamiento y de comprensión de su vida y obra. Seguramente por eso accediste a venir aquí esta noche. ¿No es así, Vilnius? —dijo Montse.
—Habría venido igualmente porque me encanta sentirme tu vecino. Vivo en el Littré y quiero integrarme en este barrio. He venido, además, porque me gusta intentar hacer amistades, y digo intentar porque me cuesta mucho hacerlas, no siempre está el ping-pong hollywoodiense que facilite las cosas.
—A tu padre no le faltaban amigos —interrumpió el socio 5—. Y amigas. Gabriela Boco, Desbocada Boco, por ejemplo.
—Si alguien un día escribe la vida de la crítica Desbocada Boco, yo querría llevarla al cine. De llamarse Boca en lugar de Boco ya sería perfecto. ¿Os imagináis? Cuidado, que viene la Boca. Será Boca quién escriba sobre tu libro… Le sentaría tan perfecto llamarse Boca, la boca de la maledicencia, la boca de la verdad, la boca de la reseña implacable. Es la reina de la suficiencia, despótica y malcarada, moviéndose siempre con su
lobby
de pequeños mafiosos.
—Bueno, parece que la odias, yo ni siquiera la había oído nombrar —dijo Montse.
—Es discípula de Felipe Iriondo, y también el caso de éste es raro porque, siendo tan sabio pero al mismo tiempo tan inteligentemente humilde como todos los verdaderos sabios, sólo ha sabido generar discípulos altivos, muy arrogantes, que se consideran superiores al resto de la humanidad. Digamos que le salieron averiados a Iriondo todos los herederos y que no es fácil explicarse por qué se ha producido semejante mutación genética si lo que predicó siempre Iriondo fue una
activa
sabiduría humilde. He ahí un buen tema para una película alemana o checa, bien profunda: un sabio humilde, con discípulos arrogantes. Veo ya algunas de las escenas en torno al misterio del caso Iriondo y el drama de sus discípulos, sobre todo veo el drama de éstos: si no tienes el cerebro de un Wittgenstein, más vale que no te consideres tan inteligente porque caerás en el ridículo continuamente…
—Bueno, sin ánimo de molestarte y dicho con todo el humor del mundo, ¿no crees que también tú eres un heredero averiado, Vilnius? —interrumpió la socia 1.
Vilnius encajó perfectamente, con serenidad, el golpe.
—Tienes razón —dijo—, aunque sólo sea porque eres la socia número 1. Pero es que, además, tienes toda la razón, mujer. Padres e hijos, maestros y discípulos. El viejo tema. Pero no sé qué decir, tan sólo que no hay nadie que escape a la ley general de la avería. Y reconozco que soy uno de los que menos logró escapar de la saga de los herederos que nacen con el pie cambiado. Te doy la razón también en que me he acercado últimamente con más buena disposición a la figura de mi padre. En vida, él era insoportable conmigo.
—Eso lo sabemos —interrumpió la socia 18.
—A mi padre le encantaba comparar mi caso con uno que se hizo célebre cuando él era adolescente, el drama de uno de los hijos de Chaplin, al parecer destrozado por el peso de la figura del padre. Siempre me hablaba de ese asunto, hasta que descubrí que el pobre hijo de Charlot no era alguien especialmente inteligente. A partir de aquel día, la comparación con Chaplin junior empezó a ofenderme. Y un día se lo dije. Y, claro, llegó una pelea más. Se vengó de forma grandiosa, incluyendo en una de las secciones de su catálogo de seres «nacidos para interrumpir» una lista de hijos de genios, todos desgraciados, todos interrumpiendo la brillantez paterna o materna. Los hijos de John Lennon, John F. Kennedy, Liz Taylor, Vladimir Nabokov, Fidel Castro, Frank Sinatra, Pablo Picasso, Marlon Brando…
—La idea de tu Archivo General del Fracaso parece que haya tenido que surgir de esa lista de tu padre —volvió a intervenir Montse.
—Me cuesta reconocerlo, pero es así.
—De todos modos, tu padre no ha sido tan famoso como te imaginas o pretendes hacernos creer —interrumpió la socia 2—. No dejó de ser siempre un escritor minoritario y así nos gusta, además, adorarlo. Hablas de Sinatra o de Picasso, pero compararlos con tu padre resulta casi absurdo. Le ganaban cien mil a uno a tu padre en popularidad mundial.
—Es verdad, pero en realidad no importa cuán famoso en el mundo sea el padre de uno. De hecho, basta que sólo sea un poco famoso en su barrio para que eso ya constituya un problema para el hijo.
—¿La única forma de superar a un padre famoso es ser más famoso que él? —interrumpió la socia 22.
—O ser más feliz. Pero el problema es que la felicidad es poco interesante, más bien aburridísima. La infelicidad, en cambio, es apasionante. Una solución es tratar de estar más cerca de tu padre. Aunque haya muerto, intentar con él cerrar heridas, calmarse. Pero cuando lo intento, percibo su aliento en el cogote. Es terrible. Todavía temo que se levante de la tumba y me diga que soy un tarado y un apático y un acomplejado de haber tenido un padre con talento…
—¿Temes que resucite? —preguntó Montse algo extrañada.
—Se ponía como ejemplo siempre de hombre hecho a sí mismo y de trabajador infatigable. Un tipo espantoso y al mismo tiempo un hombre conmovedor. Se tomó muy en serio su carrera y la posibilidad de llegar a algo en ella. Tenía la idea de que progresaba día a día, de que avanzaba en un bosque hacia la luz. Desde luego era conmovedor. Y también patético. Lamento tener que hablar así ante tanto admirador. Lo siento, de verdad que lo siento. Él era insoportable. Y después de muerto, sigue igual. O peor. Ahora habla como un ovillo. Bueno, no me hagan caso, ustedes no han oído nada.
—Es raro lo que dices —interrumpió el socio 4. Pero Vilnius apenas le oyó. De hecho, cayó de golpe en el fondo del fondo de un recuerdo que le empezó a filtrar su padre y entonces Vilnius fue reconstruyendo en silencio unas palabras que le había dicho Lancastre unos meses antes de morir cuando le habló de que en realidad uno siempre anhelaba mejorar escribiendo, pues si no sería para volverse loco… Se trataba, le había dicho su padre aquel día, de un fenómeno que aparecía con la edad. Uno de pronto sentía que sus creaciones habían de ser cada día más rigurosas, aunque supiera, al mismo tiempo, que el rigor iba a matarle la frescura, la genialidad juvenil de primera hora, la vitalidad del bruto ignorante, la rabia rebelde…
—Le recuerdo en sus últimos años lamentándose de haber sido tan idiota —volvió a entrar en escena Vilnius—. Decía mi padre que su paso por el hospital le había hecho cambiar de valores y que, por ejemplo, la enfermedad le había hecho empezar a mirar al sol de un modo distinto. En cambio, otras cosas dejaron de tener el interés que podían haber tenido antes para él. El éxito, la fama, la gloria. Muy bien, había ya conseguido todo eso. ¿Y qué? Citaba a Tolstoi: «He luchado toda mi vida para ser mejor que Shakespeare, y lo soy. ¿Y ahora?» Esa pregunta de Tolstoi yo la he colocado en mi archivo, en mi catálogo de frases relacionadas con el fracaso. Se lucha para obtener algo y, cuando eso se obtiene, lo pavoroso es ver que después de eso ya no hay nada. Puedo entender que esto le deje a uno bien perplejo. No será nunca mi caso porque yo no aspiro a ser nadie, lo hago todo con indolencia y siempre estoy al borde del desmayo.
—Creo que comprendo de qué hablaba su papá —interrumpió la socia 10, joven mexicana—, pues también lo observé en el mío. Es terrible. Se despliega tanta energía y se realizan tantos esfuerzos para lograr algo que en realidad sólo nos motivaba cuando no lo teníamos…
—Yo quisiera que me dijera cómo fue que contactó con ese biógrafo secreto de Mankiewicz, me ha dejado intrigada —interrumpió la socia 10.
—Lo único que puedo decirle es que, al enterarme de que era Harlem quien había escrito la frase «Cuando oscurece…», mi estancia allí en Hollywood dejó de tener sentido, porque en cierta forma fue para mí como si hubiera averiguado quién era el guionista del mundo, y empecé a aburrirme de tanto bar y de tanto ping-pong y de tanto Little Dylan por aquí y Little Dylan por allá y descubrí que necesitaba volver a trabajar en mi Archivo General, descubrí que tenía un verdadero síndrome de abstinencia del archivo. Y entonces se me ocurrió publicar un anuncio pidiendo arrepentidos.
6
—¿Arrepentidos de qué, Vilnius?
—Puse un anuncio en
Los Angeles Times
. Me dije que seguro que había muchos cineastas en Hollywood que, habiendo filmado tantas películas, pensaban que podrían haber realizado menos, quizás no haber rodado ni una sola. Gente afín, sensible al tema del fracaso. Gente que habría guardado silencio hasta entonces, pero que llevaba tiempo deseando borrar parte o todo de lo que había filmado y deseaban expresar en voz alta aquel deseo. En el anuncio, yo me ofrecía a entrevistarlos para que contaran lo que les gustaría poder suprimir de sus obras. Y me comprometía a ayudarles a suprimir todo aquello de lo que desearan olvidarse. Avisaba de que era difícil, pero les decía que yo tenía dinero para conseguir aniquilar todo aquello que quisieran suprimir de sus obras, incluso sus obras completas. Calculé que querría contactar conmigo mucha gente y que sus confesiones de arrepentimiento y súplicas de que les suprimiera parte de su obra engrosarían mi archivo.
—¿Y apareció alguien? —siguió preguntando Montse.
—No. Por lo visto, allí todo el mundo está muy satisfecho de lo que ha hecho. No me lo esperaba, francamente. Me había imaginado a Francis Ford Coppola llamándome para decir que si de él dependiera suprimiría toda su obra salvo las dos primeras partes de
El padrino
. Y a Martin Scorsese renegando de toda su producción, excepto de
No Direction Home
. Y a Tarantino maldiciendo todo lo que ha hecho. Y a David Lynch, dando vueltas a lo que debería haber realizado con mayor maestría cuando rodaba
Carretera perdida
, maldiciendo mil veces la banda sonora de su película y tratando de cambiarla por otra, queriendo volver atrás y cambiarlo todo. Veía todo el rato a un Lynch preso del remordimiento por lo que habría podido hacer y nunca hizo. Pero nada. Resulta que nadie en Hollywood estaba dispuesto a reconocer que deseaba acabar con su obra artística, o al menos con parte de la misma.