Parecía muy emocionado y fue un momento que casi se me hizo eterno. Le pregunté por qué le había conmovido la frase. Negó que le hubiera conmocionado en algo aquella frase y me pareció que el ambiente se me iba volviendo muy claustrofóbico. Sentí por unos instantes que en cualquier caso, al haber reencontrado él la frase, había quedado yo trágicamente desposeído de ella. Pero no me convenía desviarme de mi investigación, de mi búsqueda de la realidad última.
Le pregunté si casualmente se acordaba de quién era el autor de aquellas palabras sobre la oscuridad y el desamparo. Ayer cené jamón frío, ensalada y patatas, pero cuando probé un bocado de ensalada tuve que escupirla, dijo. Había entendido mal mi pregunta. Eso deduje, aunque sin tiempo para confirmarlo porque noté, con alarma, que aumentaba mi claustrofobia y él me miraba con extraña fijeza, como si quisiera hipnotizarme. Me había metido en un buen lío, pensé. Todos mis movimientos en los instantes siguientes estuvieron dedicados a impedir que aquel loco me dejara allí tieso, dormido. Bastante tenía ya con mi padre tratando a veces de inyectarme su memoria. Curiosamente mi padre —les recuerdo o les informo a todos ustedes, queridos interrumpidores, que, desde que él murió, me acompaña de un modo muy especial— se había cuidado mucho de acercarse a mí en esa visita a la casa de Pechmann, parecía que hubiera olido algún peligro.
Quería hipnotizarme y resistí sólo por breve tiempo. Cuando desperté, había pasado una hora, eso me dijo él, y yo, un tanto inquieto, pude comprobarlo perfectamente en mi reloj, una hora exacta. Él seguía allí, mirándome, pero haciéndolo sin la fortaleza de una hora antes, observándome ahora más bien con ternura, como tratando de que no me preocupara o asustara. Debo confesarte, dijo, que se agradece que tu manera de contar las cosas no se apoye en la emoción. No entiendo, le comenté, no entiendo. Creo que me puedes comprender más que bien, dijo, pues lo que digo sobre tu forma de hablar hipnotizado podría decirse también de la prosa, en comparación con la poesía: la prosa no requiere emoción, y eso siempre jugará a su favor, a favor de la prosa. Aún le comprendo menos, le expliqué. Prosa y poesía, ¿a qué viene esto? Y por cierto, ¿por qué me ha hipnotizado? Pero, ¿qué se ha creído usted? ¿O no me ha hipnotizado?
Me salió una horrible voz de gallo al preguntar esto último y seguro que quedé perfectamente ridículo ante él. Pero no perdí la compostura y seguí con mi cara de indignado. Lo estaba y mucho, no fingía. Estaba molestísimo por lo que había ocurrido. Pero al mismo tiempo era consciente de que aquello ya no tenía remedio, es decir, que poco podía hacer ya para paliar la cantidad de estupideces que seguramente le había confesado.
Estoy diciendo que no eres poeta, que hablas en prosa, me aclaró. Fue un momento difícil, porque me pareció entender que, en efecto, me estaba comentando que yo no era poeta porque le había hablado sin emoción, le había hablado en prosa cuando estaba hipnotizado. No pensaba reírle una cosa así.
Para colmo, comenzó una tormenta. El cielo se ensombreció. Cuando oscurece, pensé, siempre necesitamos a alguien. Descargó una intensa lluvia. Pechmann comenzó a excusarse. Me dijo que podía parecerme enormemente descortés que él me hubiera hipnotizado y que se disculpaba, pero que era conveniente que yo supiera que solía actuar siempre así, todo el mundo lo sabía, pensaba que me lo habían advertido. Y luego preguntó si quería saber de qué le había hablado mientras estaba bajo su influjo. Bueno, curiosidad no me falta, respondí. De la realidad última, dijo. Quedé algo sorprendido y me pregunté muy intrigado qué le había podido decir yo de la realidad última. Comentaste que habías venido aquí a buscarla, me explicó. Pues entérese, le respondí, de que no vine aquí para que usted supiera que busco la realidad última, sino para saber algo que sólo puede decirme usted. Pero es que, además, me interrumpió, ya no buscas la realidad última, eso al menos dijiste. No entiendo, hábleme más claro, supliqué. Has encontrado esa realidad, dijo, eso me has dicho cuando estabas bien aplastado de sueño. Le miré sorprendido. Empezaste explicándome, dijo, que habías venido a Culver City porque te habían dicho que por aquí andaba tu padre. Y luego rectificaste: mi padre, no; el padre de la frase. Y luego volviste a rectificar: no, lo que en verdad me dijeron era que por aquí andaba la persona que podía darme la pista de quién era el padre de la frase. Yo desde luego no te entendía nada. Eres el hipnotizado más raro que he tenido y sólo me queda ahora preguntarte si la frase era la de
Tres camaradas
. Sólo comencé a comprender algo cuando dejaste de hablar de tu padre y de otros padres, porque parecías tener todos los padres del universo, y diste en tu discurso, digamos que sonámbulo, una vuelta más de tuerca y dijiste que estaba entrando en ti la realidad última, y entonces te pedí qué dijeras qué era lo que exactamente estaba entrando y me hablaste de una playa y de un zumo de papaya y de una canción en la que bebían mango y después me hablaste de un camino en tren que pasaba por pueblos mineros de Virginia occidental, por Ashland, Kentucky, por Olive Hill y Morehead, siempre con quietud campestre y colinas que se alzaban para acunar el tren bucólico que se deslizaba por el valle, y después me hablaste de un abrigo de visón comprado en Nueva York en una tienda de segunda mano de la calle Cincuenta y siete, y luego del cosmos entero y dijiste que todos éramos una misma persona y una misma fuente de energía y que tú eras tu padre y tu madre y también tu hijo y todas las personas del mundo entero y se iluminó tu cara de una manera que jamás había visto iluminársele a nadie cuando dijiste estar frente a la realidad última, y luego resultó que esa realidad final era el ruido de la lluvia tibia sobre este tejado de hierro.
4
Miré lentamente hacia arriba, hacia el tejado del invernadero. ¿Era aquélla la realidad última? No sé por qué, pero aquel tejado me trajo el recuerdo de una noche en la que con mi padre fuimos a dar una vuelta por la estación de trenes de Portbou y vimos que habían quedado atrapados decenas de pájaros, topando allí con la bóveda de hierro, chillando todos con angustia casi humana y estruendo delirante.
El viejo Pechmann me estaba mirando con cara de alucinado. Si me ofrecieran volver a vivir, dijo de repente, pondría una sola condición en mi contrato: que no tuviera que emocionarme más de lo indispensable. No sé de qué habla, dije, y evoqué para mí mismo la melodía de
Under The Mango Tree
, un modo de ahuyentar el horror de la locura del viejo y también el horror de haberle dicho tantas cosas a aquel hombre; algunas, además, desconectadas de mi mundo real, como ese extraño tren minero de Virginia occidental que tan ajeno me resultaba, no era posible que yo hubiera hablado de ese tren que no conocía.
Y dijiste también, añadió Pechmann, que la lluvia parece estar llena de mensajes en algún código secreto y que buscamos en ella algo que no sabemos qué es, pero que se ha perdido. Todo eso dijiste y otras cosas que me han hecho pensar mucho. Y poco. Siempre pensamos mucho y poco, ¿no crees?
Lo de los mensajes y el código secreto me pareció muy bonito, aunque tampoco me parecía posible que hubiera podido decirlo yo. Quizás fuera algo pensado en un día de otro año por el pasajero del tren minero de Virginia que se había adentrado en mi viaje sonámbulo. ¿Quién sería ese pasajero? Juan Lancastre nunca estuvo en Virginia. No parecía pues que fuera un pensamiento de mi padre que se hubiera infiltrado en mí. ¿Sería quizás un pensamiento perdido? ¿Un pensamiento precisamente del hombre que escribió la frase sobre la oscuridad y el desamparo que me había traído hasta allí?
Pero oiga, protesté, a mí lo que me interesa saber es quién de los ocho guionistas escribió en
Tres camaradas
la frase que tanto me conmociona y que habla de que cuando oscurece…
Oficialmente eran ocho, pero yo sé que en cierta forma fueron nueve, me interrumpió Pechmann, otra vez al borde de la emoción. Al verle de nuevo tan conmovido, me quedé casi helado de la sorpresa. Nueve, repitió, y vi que por su mejilla izquierda resbalaba una lágrima. El noveno, dijo, fue sólo guionista durante unos segundos y era mi señor padre, el hombre que se casó con mi madre. Le llamaban Harlem, continuó con la voz algo entrecortada. Durante mucho tiempo yo fui «el hijo de Harlem».
—¿Harlem?
No era afroamericano como igual está usted pensando, siguió Pechmann, pero había vivido en ese barrio de Nueva York y algunos amigos le sacaron ese apodo que sonaba a gueto. De joven, me tenía muy controlado, me vigilaba a todas horas, no me dejaba dar ni un paso por mi cuenta. Era un hombre muy cabezón en todo y se había tomado tan literalmente el papel de padre que ejercía como tal de un modo implacable, como si tuviera que rendir escrupulosas cuentas ante un tribunal del Buen Comportamiento Paterno. No he conocido a una persona más despótica que él, había trabajado toda su vida en la administración pública de Decatur y no comprendió que abandonara mis estudios en Harvard para dedicarme al cine. Viajó expresamente a Los Angeles con la intención de arruinarme la vida y que me despidieran de mi trabajo. Le montó un escándalo a un jefe de personal y también a un productor, aunque estos asquerosos líos no le sirvieron de nada porque mis jefes le hicieron ver que yo era mayor de edad y hasta le indicaron que había perdido la cabeza. Lo intentó todo, muy especialmente minar mi moral.
—¿Sabe que yo también tuve un padre muy metido en su papel de padre?
—El mío no podía estar más metido a fondo en ese papel. Fundó el Club de Padres de Decatur, un club que todavía existe. Con su odio hacia mi trabajo de guionista atacaba del modo más certero todas aquellas cosas para él desconocidas que se relacionaban con tomar una pluma y escribir. Te seré sincero: en esa actividad había yo conquistado cierta independencia respecto a él, aunque esa independencia recordaba la del gusano que, cuando un pie le aplasta la parte trasera, intenta soltarse con la delantera y se arrastra hacia un lado. Pero el hecho es que en cierto modo me sentía a salvo escribiendo, pues al menos podía respirar, lo que, si te digo la verdad, significaba ya mucho para mí y para la precaria vida que llevaba. No te puedes ni imaginar la repulsión que sentía él hacia mi actividad de guionista, aunque también es cierto que esa repugnancia la acogía yo con secreta alegría. Y aunque mi vanidad, mi orgullo, se resentían cuando despreciaba de forma cruelísima todo lo que yo hacía, la verdad es que saber que, por muy horrorosas que fueran sus reprobaciones y prohibiciones, yo podía respirar, me animaba, de una manera muy eficaz, a seguir.
5
Oficialmente, siguió diciendo Pechmann, siempre fuimos ocho guionistas, pero en un día que acabo de recordar gracias a ti, un día de luz casi sobrenatural que no he olvidado, al caer la tarde, fuimos nueve en nuestra oficina de Williams Green Boulevard. Estábamos reunidos los ocho cuando se abrió una puerta y apareció mi padre, apareció Harlem fumando un puro habano de dimensiones colosales, con una cogorza importante encima y con la intención de llevárseme de allí para siempre. Los otros guionistas se quedaron paralizados y el único que le rió las gracias a mi padre fue Francis Scott Fitzgerald. Te diré exactamente lo que pensé en ese momento. Pensé que desde que tenía uso de razón, había tenido que preocuparme con tanta intensidad de afirmar espiritualmente mi existencia, que todo lo demás ya me resultaba indiferente. Era ridículo ver a mi padre intentando arruinar mi carrera en Hollywood, pero peor era sentirme tan desnudo en el universo. Por suerte, las carcajadas de Fitzgerald lo suavizaban todo, aunque cuando dije que aquel señor de la cogorza imponente era mi padre, hasta el propio Scott se quedó mudo, serio, impresionado, seguramente apiadándose de mi mala suerte al tener aquella clase de patriarca. Y digo patriarca y no padre porque así empezó a llamarle el propio Scott.
Patriarca, haga el favor… Patriarca, cálmese… Etcétera. Déjenos trabajar, patriarca… Era divertido oírle a Fitzgerald llamar así a mi padre. Os habla el cateto, no el patriarca, dijo mi padre, os habla el que os dice que John se va conmigo, se acabó el pecado.
Para mi padre, ¿era realmente Hollywood un pecado o era pecado ser escritor de películas? Nunca lo supe, nunca lo sabré. Ha pasado una infinidad de tiempo desde aquello. Parece que recurrió a esa excusa de tipo religioso, moral, para justificar su impresentable actitud. No le dejaron salirse con la suya y se pidió la presencia del servicio de seguridad. Cuando ya se lo llevaban, rompió a llorar. Fue un momento emocionante, ¿qué quieres que te diga? Miró hacia afuera, donde era visible esa mágica luz que invade las ciudades de California en el instante final del atardecer, y nos descubrió a todos lo solo que estaba en el mundo, cuando dijo, en medio de leves hipidos que sonaron algo ridículos pues eran producto de haber bebido tanto y porque, además, ni llegaban a ser sollozos: «Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien.» Todos nos miramos enseguida, la frase era preciosa y encajaba tan bien en nuestro guión que pasó directamente a él, los ocho estuvimos de acuerdo en integrarla a la película. ¿Cómo no iba pues yo a acordarme de esa frase, amigo mío? Mientras estabas hipnotizado y hablabas tanto de tus múltiples padres, lo he estado recordando todo. Ser guionista era mi única posibilidad de independizarme del mío, de mi padre, pero él también se infiltró en ese territorio que era el único en el que yo podía sentirme un ser único y no un ser-con-padre, también ahí se infiltró él y metió su pezuña.
Aquella pezuña era, entre otras cosas, mi epitafio, pensé. Y callé, porque obviamente no me habría entendido. Se habían cubierto con creces mis expectativas aunque, a esas alturas de la tarde, la impresión de que el viejo guionista estaba como una chota me hacía dudar de todo, hasta de lo que había oído, no podía ser de otra forma. Prefería pensar que había inventado su historia y así mi epitafio no sería una pezuña. En cualquier caso, no sabía qué decirle a Pechmann, no se me ocurría nada para comentarle, y finalmente le dije que le agradecía que se hubiera mostrado tan solidario conmigo en la cuestión de las siempre difíciles relaciones de los hijos con los padres. Cualquier día de ésos pasaría a recogerlo en coche y para no entrar en la casa y que volviera a adormecerme iríamos los dos a Decatur a visitar su Club de Padres.
Pechmann me miró con cara de extrañeza, de nuevo observándome como si fuera yo el demente. Y se hizo un largo silencio, durante el cual miró hacia el tejado de hierro, como si ahí pudiera recuperar aún más momentos de aquella escena del pasado. Después, también en silencio, salimos del invernadero y regresamos a la casa, y allí le pedí al mayordomo que llamara a la central de taxis, pero el hombre tardó mucho en reaccionar, en darse cuenta de lo que acababa de decirle, como si estuviera él también hipnotizado. Aún tardó más para llamar a la central. Me pareció que la lluvia arreciaba. Por un momento pensé que nunca saldría de allí. Mientras la tormenta parecía subir de tono, Pechmann no paraba de hablar de la maldición de haber tenido un padre como aquél y le llamaba ya coloquialmente Harlem todo el rato, incluso hubo un momento en que le llamó Harlem Pechmann.