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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (10 page)

BOOK: Aire de Dylan
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—Puede hasta que sea la llave que te permita descubrir más secretos. Igual te sirve incluso como motor para investigar el mundo…

—Genial. Motor para investigar el mundo —repitió pensativo.

Me contó entonces que pensaba incluso ir a Hollywood a indagar sobre el origen de la frase. Quizás no lo averiguara, pero, tal como le había ocurrido investigando en Barcelona sobre la frase, quizás descubriera otras cosas. Investigar no llevaba siempre a encontrar lo buscado, pero sí a encontrar lo que está al lado de lo buscado, normalmente siempre también interesante.

Lo más probable era que fracasara a la hora de enterarse de qué guionista en una lejana tarde de 1933 había colocado aquella frase en un diálogo de
Tres camaradas
.

Pero iría a Hollywood, quería acumular experiencias para incorporarlas al largometraje sobre el fracaso que andaba preparando y que quizás no rodaría nunca.

Creí que a continuación iba a preguntarme cómo veía yo su idea de viajar a América, pero, en lugar de eso, se interesó generosa y muy magnánimamente por mi trabajo. Los jóvenes no suelen ver mucho a los otros, así que le agradecí el gesto y además, sin decírselo explícitamente, le agradecí también que, tal como me parecía intuir, mi cara de palo a lo Lovecraft no le horrorizara tanto como el día anterior había yo creído que le horrorizaba.

Le conté que había puesto el punto final a una novela hacía muy pocos meses y que haberme deshecho ya del libro me permitía vivir tranquilo, sin la tiranía que sobre los novelistas ejercen las novelas en construcción.

Ahora, le dije, leía mi horóscopo por las mañanas y a esa operación lectora le dedicaba mucho tiempo porque profundizaba en ella tanto que hasta estudiaba su relación con mis oráculos inmediatamente anteriores. Luego, paseaba todos los días un buen rato, me pateaba Barcelona. Muchas veces, iba andando desde mi viejo apartamento junto al parque Güell, hasta la calle Casanova, allí donde habíamos comprado el piso en el que mi mujer y yo pensábamos instalarnos pronto. Después de tantos años, más de treinta, de vivir en la vieja casa, estábamos muy tensos ante la inminencia de la mudanza.

Casi todos los días, seguía las obras de restauración del nuevo piso y después regresaba al apartamento a preparar, según mi costumbre de hacía años, la comida, que casi siempre tenía dispuesta cuando mi esposa llegaba del trabajo. Seguía una siesta y después, a media tarde, me dedicaba a analizar hechos del pasado, de un pasado muy lejano, las cosas que escribí en mi fugaz diario íntimo (una libreta pequeña que comercializaban entonces como «agenda americana»), un diario adolescente que abarcaba desde el 1 de enero al 24 de mayo de 1963. Analizaba meticulosamente ese fugaz diario con la idea de ver si algún día podría dedicarme a escribir algo sobre mis años adolescentes, pero tenía datos de tan sólo cuatro meses de mi vida de entonces y la empresa parecía difícil, aunque no estaba mal tener que concentrarse en tan breve periodo de tiempo en el que aparentemente no pasó nada, pero en realidad pasó mucho.

—Concedo especial atención —le expliqué— a las películas que con compañeros del colegio estuve viendo a lo largo de esos primeros cuatro meses de 1963. Películas en programas dobles de salas de reestreno de Barcelona. Me dedico a analizar qué me queda de cada una de ellas. Algún día, quizás haga un libro sobre ese tema, el tema de las películas vistas a los quince años. De algunas no recuerdo nada, ni siquiera el título, y sigo sin recordar nada aun después de haberlas localizado con el buscador de Google. Es pavoroso si uno piensa en la cantidad de cosas que hemos olvidado para siempre.

—Y así por las mañanas ¿sólo camina usted y profundiza en el horóscopo? Y por las tardes, mira su agenda de niño. ¿Es eso todo?

—Bueno, le hago las comidas a mi mujer. Y la agenda no es de niño, sino de adolescente.

—Bueno, sí, de adolescente.

—Descanso después de meses de esfuerzo, aunque me muestro disponible ante los demás para embarcarme en nuevas historias. Esa disponibilidad es una sensación fantástica que no se puede comprender bien si antes no se ha trabajado duro como suelo trabajar yo. No te puedes ni imaginar lo grande que es el momento en que uno puede emitir hacia el exterior signos de disponibilidad. Es una sensación genial, de gran libertad, sobre todo cuando se viene de pasar meses atado a una novela… Uno de pronto se libera de todo y sabe que puede embarcarse en algo nuevo cuando quiera, en el momento que quiera.

Mentí aquí a conciencia, pues no estaba interesado en volver a escribir nunca más nada que se pareciera a un nuevo libro. Pero mentí porque deseaba seguir por mucho más tiempo llevando en secreto esa decisión que había tomado.

—¿Y qué predice su horóscopo para hoy?

Miré por la ventana de la gran sala de desayunos de aquel hotel y vi que había crecido aún más la intensidad de la luz, parecía imparable la luminosidad. Después, le conté que, meses atrás, había cometido el error de declarar en una entrevista que me dejaba guiar por el horóscopo de un periódico barcelonés, pues aun cuando lo que allí vaticinaban a los de mi signo no parecía nunca tener relación alguna conmigo, mi capacidad de interpretar cualquier texto, por muy oscuro que éste fuera, hacía que al final sí acabara encontrándole alguna relación. Esto debió de llegar a oídos de Xuflus, el encargado de los horóscopos en ese periódico, un dudoso mago al que había conocido en mi juventud y que me odiaba y que, a partir de aquel día en que manifesté yo aquello y sabiendo como sabía mi signo, empezó a escribir las predicciones para Aries directamente para mí, con los peores presagios siempre.

—Bueno, aún estoy más impaciente por saber qué dice su oráculo hoy.

—Lo estuve mirando en la habitación, en mi ordenador portátil. Es el primer vaticinio en mucho tiempo que no es negativo. Francamente, un respiro. Dice algo así como que la conjunción de la Luna con Júpiter en mi signo da aliento a una gran oportunidad que se venía gestando desde hacía meses.

Al joven Vilnius se le iluminó la cara más que el día.

—Creo que yo soy esa oportunidad —dijo.

—¿Cómo? ¿Y qué clase de oportunidad eres, Vilnius?

—No sabría decirle a usted. Sólo la intuyo.

Me pregunté qué clase de intuición sería aquélla y si sería intuición suya o de su padre, que en aquel momento quizás probaba a infiltrarse. Y entonces, en ese exacto instante percibí que, sin apenas darme cuenta, había pasado sin más problema yo también a ver hasta como normales las infiltraciones mentales del difunto Lancastre en su hijo.

3

Pero es que, si miramos seriamente las cosas, veremos que tampoco es tan rara en
Hamlet
, por ejemplo, esa figura fantasmal del padre que, amante de las historias de este mundo, vuelve de muy lejos. Vuelve de lejos, como todos los grandes narradores, que siempre manifestaron su deseo de volver después de muertos para ver qué nuevas tonterías sucedían en el pobre mundo que abandonaron. El fantasma del padre de Hamlet vuelve en realidad para recordarle al hijo la misma verdad de siempre, la que en verdad quiere dejarle en herencia, no la que le dejó, sino la nueva, que es más interesante y que dice que, más allá de la vida, primero hay un árbol negro nudoso, cuyas apretadas hojas forman un tejido contra la lluvia, y luego ya nada, todo es exhalación y frío y espacio y tierra extrema.

4

A la mañana siguiente, decidí aprovechar las últimas horas que me quedaban en San Gallen para asistir a la conferencia de Daisy Skelton. Previamente, leí mi oráculo del día: «Le esperan conversaciones que se abren al futuro, pero procure que las cosas transcurran de la forma más idónea posible.» Desde que me hallaba en San Gallen, el odioso Xuflus parecía haber cambiado de planes para mí y ya no lo veía todo negativo para los del signo de Aries. En cuanto a la luminosa luz de juicio final del día anterior, ésta ya no era tan intensa, e incluso parecían anunciarse nuevos temporales de lluvia. ¿De qué conversaciones podía estar hablando mi horóscopo? ¿Las que en el futuro podía tener con Vilnius?

Caminé con unos amigos hacia la universidad, donde había gran expectación por escuchar «Fracasa otra vez», la conferencia de Daisy Skelton. Confiaba en volver a ver allí a Vilnius y seguir conversando con él, pero no le encontré, lo que me pareció toda una contrariedad.

La joven y atrevida Skelton dijo entre otras cosas que, cuando escribía, lo que siempre estaba intentando expresar era su manera de estar en el mundo y que para lograr eso le parecía imprescindible ante todo ser realmente «auténtica», palabra tan mal vista por los postmodernos. Algo estaba claro, dijo. Para llegar a alcanzar momentos en que pudiera sentirse verdaderamente «auténtica» necesitaba de un proceso implacable de eliminación de todos los tabúes que nos impiden darle la vuelta al lenguaje muerto, a los dogmas de segunda mano, a las verdades que no son propias sino de otros, a los lemas, a los eslóganes, a las mentiras nacionales, a los mitos de nuestra propia época histórica (…) Una vez eliminado todo lo que no es mío, concluyó Skelton, lo que queda es lo que resulta ser más o menos mi propia verdad. Eso es lo que busco cuando leo una novela: la verdad de una persona, por lo menos la parte de verdad que puede ser transmitida a través del lenguaje.

Fue una conferencia que, tal como había intuido, le habría interesado mucho a Vilnius, tan obsesionado como estaba en poder ser lo más auténtico posible y diferenciarse así de su padre, artista de múltiples caras. Le habría gustado a Vilnius, que parecía suscribir aquello que Nabokov decía de los escritores que provienen de otros: parecen versátiles, pero sólo porque imitan a muchos, mientras que la originalidad artística no podrá nunca copiarse más que a sí misma.

Skelton dijo cosas que a Vilnius forzosamente le habrían interesado mucho, pero que no pudo oír por su indolencia, por su pereza, o por lo que fuera que le llevó a equivocarse y no acudir a aquella charla. Skelton explicó que escribir dependía antes que nada del cumplimiento de un deber moral, es decir, del deber de ser fiel a uno mismo. La idea de la importancia del «yo» estaba en la base misma de esa idea. El artista, dijo Skelton, percibe el mundo a través de una serie de sensaciones, experiencias e ideas, que le son propias y tiene que ir en busca de ellas y apartarse de las que no son suyas para ser
él mismo
.

Fue una conferencia ideal para Vilnius, pero éste ni se enteró de lo que en ella se dijo, debió de perder la tarde soñando un manifiesto revolucionario en favor de la indolencia. De hecho, a él no le volví a ver hasta la noche, ya en el aeropuerto de Zurich, poco antes de tomar los dos el avión de regreso a Barcelona. Me acerqué en el hangar tercero a un lugar en el que se había creado un pequeño revuelo, pero donde lo último que imaginé fue encontrarme, en medio del tumulto, al pobre Vilnius. Ante mi asombro descubrí que unas jovencitas le pedían un autógrafo a alguien que tenía la misma nariz y la misma cabellera que el joven Bob Dylan, y ese alguien, con una sonrisa en los labios, no paraba de dar explicaciones y desmentir que fuera el cantante, entre otras cosas —les decía con cierto sadismo— «porque el verdadero Dylan tiene cuarenta años más que yo».

Decidí alejarme de allí como si no hubiera visto aquel espectáculo.

Me entretuve en el bar con un colega muy pesado, un colega que también había participado en el congreso y que no paró de hablarme de la cantidad de cosas con las que tenemos que competir los novelistas en el mundo actual, tantas —me decía desesperado ese horrible colega— que se planteaba tirar la toalla, porque hoy en día obtener la atención para una novela es mucho más difícil de lo que antes solía serlo, pues cada vez los escritores debemos convivir con más atracciones y diversiones, crisis económicas, invasiones de países árabes, rivalidades futbolísticas, amenazas para la supervivencia, hambrunas y crímenes horrorosos, podridas bodas reales, terremotos devastadores, trenes que descarrilan y no precisamente en la India…

Rearmándome de una sensatez que siempre he detestado, pero que a veces he de rescatar de lo más hondo de mi espíritu para corregir a los idiotas, le expliqué que era monstruoso y absurdo ver como «rivales» a todas esas cosas que me había estado nombrando. ¿O es que no lo comprendía? Le cité una caricatura que había hecho de un intelectual el dibujante Daumier; en ella se veía a una dama de aspecto severo que hojeaba enfadada el periódico en la mesa de un café. «No hay más que deportes, caza y disparos. ¡Y nada sobre mi novela!», se quejaba. Ahí estaba, bien evidente, el gran error: creer que un libro tenía que competir con el último asesino en serie o con el último caudillo árabe destronado. ¿O acaso escribimos para los que sólo siguen las noticias de lo que ocurre en Wall Street, en Siria, en Libia, en Irak, en Grecia, en Japón y en la pujante China?

Los hacedores de esas noticias todas tan tremendas, decía Bellow, piensan en la conciencia como un territorio que se acaba de abrir para los colonizadores y la explotación, una especie de fiebre por la tierra de Oklahoma. Pero en realidad, el escritor le habla a un lector indefinido, pero que de algún modo imagina que tiene que ser como él, alguien que no se deja ahogar del todo por los cien mil atractivos de Oklahoma y en cambio se muestra interesado por el esfuerzo grandioso que hay que hacer, a menudo un esfuerzo secreto y más que escondido, para poner en orden la confundida conciencia.

Ese trabajo secreto con la conciencia, traté de explicarle al odioso colega (que miraba cada vez más hacia otro lado) se desarrolla en perímetros alejados del gran espectáculo del mundo. Hay lectores que son conscientes de que a diario los famosos «mercados» y sus parientes más próximos, los dueños del Teatro de Oklahoma, están abusando de su atención. Pero también son conscientes de que los escritores que sobreviven —seguí diciéndole, creo que algo influenciado por la conferencia de Daisy Skelton de aquella mañana— son sólo aquellos que tienen en cuenta la tragedia de tantos lectores de los que se ha abusado y que, a pesar del abuso, aún muestran fuerzas para prestar atención a quienes, como ellos, traten de poner en orden a la enmarañada conciencia. Ese trabajo secreto con la conciencia no se ve jamás en la televisión, no es mediático, habita en las viejas casas de la vieja literatura de siempre.

Estas últimas frases, que sonaron como un discurso moral en medio del bar del aeropuerto y que buscaban, sin éxito, aplastar del todo a mi estúpido colega, las oyó Vilnius, que se había aproximado a nosotros después de su sesión de autógrafos. Parecía en desacuerdo conmigo (a mí me daba igual que estuviera o no de acuerdo, pues, aunque me lo guardaba para mí, no pensaba volver a escribir un libro en mi vida, así que el asunto en el fondo me importaba muy relativamente), pero no dijo nada hasta que nos quedamos solos en la cola para embarcar en el avión. No era que estuviera en desacuerdo con mis honradas palabras, me dijo, sino que pensaba que cualquier esfuerzo era ya baldío en los tiempos que corrían, nada se podía hacer ya por el mundo, todo se iba a pique y esforzarse por escribir o por rodar un film inteligente cuando eso ya no le interesaba a nadie era sencillamente una pérdida de tiempo, parecía mejor irse a una playa desierta a escuchar
Under The Mango Tree
, por eso cada día se decantaba más por negarse a ser un eslabón más en la cadena del esfuerzo y el trabajo, que sólo beneficiaba a los mafiosos de siempre.

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