Aire de Dylan (7 page)

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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

BOOK: Aire de Dylan
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—Creía que erais irreconciliables, pero veo que lo defiendes. Así me gusta. Hay que honrar, venerar, reverenciar al padre. Y más si acaba de fallecer. Mereces todos mis respetos, me acabas de caer muy bien, muchacho. Sí, señor, muy bien. Pero me sorprendes, creía que no os podíais ni ver.

—¿Quién te lo ha dicho? Tampoco es algo que se sepa tanto. Bueno, la verdad es que estaba contra sus teorías literarias porque eran demasiado modernas, o anticuadas modernas, no sé cómo calificarlas. El caso es que tú, si me permites decirlo, me pareces algo reaccionario y eso me lleva incluso a inclinarme por las ideas de mi padre frente a las tuyas… ¿Quién me iba a decir que un día tendría que salir en defensa de las posiciones de mi padre?

Lo que le oculté en ese momento era que yo no creía para nada en todo este tipo de clasificaciones. No creía, sobre todo, en la que entendía como equivocada división entre reaccionarios y vanguardistas, sólo creía en la distinción entre la obra de arte bien hecha y la que no estaba bien hecha.

—No sé de qué posiciones me hablas. ¿Reaccionario? La primera vez que lo oigo. Me gusta Hollywood y eso es todo. Bueno, haré como si no te hubiera oído, ya estoy un poco de vuelta de según qué cosas, la verdad, y este tipo de absurdas acusaciones no me importan, pero, ya que eres tan avanzado, sabrás escuchar lo que voy a decirte: tu padre batallaba por una causa perdida, porque siempre se han contado historias y siempre se contarán.

—Insisto, nunca estuvo contra lo narrativo, en todo caso contra los códigos del realismo.

—No me hables de códigos porque yo soy sencillo y enseguida me pierdo. Me suena a leyes, a código penal. ¿Comprendes?

—Oh, vamos, sabes muy bien de qué hablo. ¿Y todos esos libros que has escrito sobre los códigos del realismo clásico de Hollywood? No es legal hacerse pasar por analfabeto. ¿A quién quieres engañar?

—Muchacho, no sé de qué me estás hablando. Yo soy tonto y no tengo inconveniente en decirlo. No entiendo de códigos, ni de literatura híbrida, ni de cine de vanguardia, ni de cine radical, ni de la santísima trinidad de Marienbad. ¿De acuerdo?

No quise preguntarle qué santísima trinidad era aquélla. Por primera vez la voz de Max había sonado metálica más que
celuloidica
. Quizás fuera ésa su verdadera voz. Y por primera vez también, yo le miré con desconfianza casi completa. Me alarmaba que no supiera de códigos y adoptara, además, aquel aire de rudo leñador o de sublime idiota y no le molestara declararse tonto, siendo, como era, tan vanidoso.

—Max, no estoy contra John Ford, que, si no me equivoco, es uno de tus autores preferidos, ¿no? Sólo estoy en contra del estilo acartonado del realismo.

—¿Acartonado? Dices cosas bien raras y me estás sacando de quicio, creo que comportándote así no estás honrando a tu padre, creo que me he equivocado contigo hace un momento, y mira lo que te digo, no sé si seguir ayudándote. Te voy a quitar el whisky.

—Te lo voy a explicar, Max. Hay un realismo para el que el propio realismo es un género como cualquier otro, no el componente esencial de la creación. Ese género realista es una convención muerta, relacionada con un cierto tipo de trama tradicional, con principios y finales previsibles, con diálogos tópicos, con marquesas que salen de casa a las cinco de la tarde y todo eso, y ahora no me digas que no me entiendes.

—¿Me estás hablando del cine de Hollywood o del realismo? Creo que hablas con la inspiración de tu padre, con la influencia de tu padre, bailas al son de tu padre. Insisto, me habían dicho que no os parecíais demasiado y que, además, os odiabais, pero veo que no podéis tener más cosas en común. Me gustaría que supieras que él me caía bien. Aunque siempre que nos veíamos le reprochaba que buscara en sus libros esos híbridos entre relato y ensayo. No y no, le decía, no trates de juntar la filosofía con el relato porque no tienen nada que ver. Mira, al escribir tu padre parecía estar diciéndonos de alguna manera esto: «Prueba a pensar lo que te invito a pensar y verás qué pasa.» Aun admirándole, los días que charlábamos un rato, yo siempre acababa burlándome un poco de él. No me juzgues mal, lo que quiero decirte es que me burlaba de una forma amistosa, cariñosa. ¿Comprendes? La verdad es que me molestaba su intelectualismo, y eso es todo.

Quién se creerá que es, me pregunté molesto. Seguramente se cree que es lo que es, me dije. Pero ¿quién es?

Max hablaba en todo momento como si hubiera sido amigo de mi padre, pero nunca lo había sido demasiado, por no decir nada. De hecho, no había ido ni al entierro. Y esa manía hacia lo intelectual no podía ser más troglodita…

¿No dijo alguien que algunas mentes pertenecen a periodos anteriores de la historia y que nos conviene saber que entre nuestros contemporáneos hay babilonios y cartagineses, y también tipos de la Edad Media? Max, con su corpulencia y sus gestos desmañados, tenía mucho de monstruo salido del Medievo. Pero yo decidí que me cuidaría mucho de decírselo, porque si había algo allí bien evidente era que Max era belicoso y con un whisky de más podía partirme la cara en cualquier momento.

14

No sé cómo fue —siguió leyendo Vilnius tras una pausa— que mi mirada se perdió en las horribles cortinas doradas de la ventana del salón de aquella casa tremenda del señor Claudio Arístides Maxwell, al tiempo que me daba por evocar la inconfundible risa de mi padre muerto, su risa en una fiesta ya bien lejana en el tiempo, yo todavía muy niño, una fiesta aburrida relacionada con el no menos tedioso bautizo de un primo. De pronto, mi padre haciéndome todo tipo de señales para que saliéramos al jardín de la monstruosa familia de mi primo.

Hay momentos intrascendentes que nos quedan misteriosamente grabados y regresan un día con mayor plenitud incluso que el día que los vivimos. ¿Salir al jardín? Sí, hijo, me decía él, me repitió varias veces. Y acabamos saliendo, claro que acabamos saliendo. En muy pocos segundos nos situamos, al menos mentalmente, más allá de las fiestas aburridas y de todos los bautizos de este mundo.

En casa de Max, como si hubiera recibido de nuevo aquella consigna de salir al jardín, traté de atravesar con la mirada las cortinas de aquella sala de estar del tres al cuarto y pasearme imaginariamente por los exteriores de la casa, pero choqué con la maldita tela dorada —para mí una evocación del oro de las estrellas, una evocación hollywoodiense— que ocultaba el paisaje urbano, y ante ese fracaso visual terminé reconduciendo mi mirada hasta el salón y la chimenea falsa. Durante unos momentos me fijé en la biblioteca, donde reinaban Graham Greene y Raymond Chandler.

De la biblioteca pasé a los ceniceros plateados y acabé mirando hacia donde estaba Max, al que encontré bastante distinto a como, haría tan sólo menos de un minuto, le había visto por última vez. Ahora Max tenía cara de paleto y de canalla al mismo tiempo. Quizá no pudiera ya volver a verlo nunca más como había estado viéndolo hasta aquel instante. Traté de olvidarme de esa impresión y no pude. Paleto y canalla. ¿De dónde habría salido aquello? Decidí no quedarme mudo y preguntarle algo, preguntarle cualquier cosa, quizás con la esperanza de averiguar, a través de su respuesta, el por qué había yo pasado a verle de forma distinta a como le veía hacía un minuto.

—¿Así que teníais divergencias tú y mi padre?

—¡Divergencias! ¡Vaya palabrita, muchacho! ¡Cómo se nota que has ido a la escuela! No, lo que pasa es que tanto en el cine como en la literatura, en el arte en general, es una cuestión de gustos, es decir, de limitaciones. A ver si nos aclaramos. En la medida en que a mí me gusta muchísimo Dickens, por ponerte un ejemplo, pues creo que en consecuencia estoy un poco negado para disfrutar, como disfrutaba tu padre, de un autor como James Joyce. Porque
Ulises
es un gran libro, no lo dudo, y tuvo influencia en muchos novelistas del siglo pasado, una influencia creo que decisiva. Sin embargo, mi gusto personal se decanta por Dickens, por esas historias de niños huérfanos rodeados de personajes inolvidables. Ahora bien, no sabría explicar el porqué, tal vez es una cuestión de sensibilidad emocional.

—A mi padre le gustaba tanto Joyce como Dickens, creo que por igual.

—Eso es imposible, absolutamente imposible. Siempre te gusta uno más que el otro. Y veamos, a ti en cine, ¿qué te gusta?

—Yo…

Nunca me hizo gracia pasar por vanguardista ni por postmoderno, tendencias que desdeño y que dejé siempre para mi padre, que a su vez no se consideraba ni vanguardista ni postmoderno, pero al que un crítico francés —sin duda muy despistado— llegó a llamar «el último gran moderno». Sin embargo, en aquel momento, con tal de fastidiar a Max y aun corriendo el riesgo de que acabara todo mal, empecé a adoptar un papel de artista radical. Dudé en hablar o no y finalmente se me oyó decir, casi gritar, de una forma algo descontrolada, casi como en un arrebato, como si fuera un vanguardista y un loco de pura cepa y como si me jugara en todo aquello mi dignidad de artista verdadero:

—Pues yo en cine quisiera romper con todo. Pienso rodar pronto un film que sea como un gran archivo.

—Ya me perdonarás, pero me cuesta imaginar una película que sea un archivo.

—Se centrará en el fracaso general del mundo.

A Max le dio un ataque de risa nerviosa. Y a mí hasta me dio vergüenza haber dicho lo que había dicho, aunque también había que tener en cuenta que las ideas reaccionarias de mi interlocutor me habían sacado de quicio. Al lado de Max, mi padre era un santo bendito, y hasta parecía que anduviera por allí, por la sala de estar, animándome a meditar acerca del carácter rústico del tipo que tenía delante, como si quisiera decirme: perdónale porque es un patán con aspiraciones de leñador. Eso parecía querer indicarme, aunque a veces creía notar que me decía algo bien diferente, algo de un estilo un tanto criminal: estrangúlalo porque no merece seguir vivo.

—No tengo más remedio —me dijo Max— que comentarte lo que seguramente quieres oír. Y te lo digo: no entiendo palabra. Es más, no me parece que hables de cine. ¿No te zurró tu papá alguna vez?

—Y tú, ¿no has tenido problemas con los niños vivos de Camboya?

—¿Con quién?

—Ya lo has oído perfectamente. Hiciste un artículo sobre ellos, ¿no es así?

Max me miró tan extrañado que hasta daba miedo, se veía muy claro que no tenía ni idea de qué le hablaba. ¿Por qué inventaría lo de Camboya mi madre? ¿Una prueba más de sus ganas constantes de perjudicar sistemáticamente al prójimo, entendiendo en este caso por prójimo a su propio hijo?

—Mira, muchacho, estás bien loco. O quieres ser muy original. O crees que eres Bob Dylan. No obstante, entiendo que los jóvenes tenéis ganas de cambiar el mundo, aunque sea sólo diciendo cosas especiales, radicales, o imbéciles.

—Perdona, pero me dijeron…

—Siempre ha sido así. Lo malo es que los que estamos de vuelta y media de todo no tenemos ganas de escuchar lo que ya sabemos que se podría hacer para cambiar el mundo y de paso cambiar el cine. La verdad es que decidimos un día olvidarlo porque, mira, no lleva a nada. ¿Otro whisky? Me habían dicho que bebías mucho, que eras un
enfant terrible
, una combinación entre Bob Dylan y Rimbaud y Lovecraft, me dijo alguien. Pero no me avisaron de que solías hablar de niños camboyanos.

—¿De Lovecraft? —pregunté todavía sorprendido por esa referencia.

—Sí, pero no vayas ahora a pensar que Lovecraft es un niño camboyano.

15

Nadie abandonaba la sala, pero yo notaba que reinaba entre los oyentes una cierta perplejidad, una desorientación lógica, puesto que el noventa y siete por ciento de los asistentes había entrado a mitad del relato. Sin embargo, por curioso que pudiera parecer, cualquier idea de marcharse antes de tiempo había quedado desterrada, nadie se movía de allí, como si no tuvieran nada mejor que hacer. De hecho, antes del final de la sesión sólo se produjeron dos bajas y desde luego fueron las más inesperadas, las de los dos jóvenes que precisamente habían aguantado estoicamente conmigo desde el comienzo. Pasaron los dos a mi lado y oí que uno le comentaba al otro que él había visto «muchos Lovecraft en Camboya, te lo juro». También esto fue como para quedarse perplejo. O quizás no. Después de todo, ¿no había algunos jóvenes en Barcelona que decían que físicamente me parecía a Lovecraft? Puede que aquellos dos jóvenes se refirieran a mí, cosas peores me han ocurrido.

A todo esto, de vez en cuando Vilnius me miraba con rabia grandiosa y yo no podía saber que era porque si alguien allí le estaba impidiendo fracasar ese alguien era yo, que me había convertido en la única persona del mundo que aún podía decir que había escuchado íntegro su teatro sin teatro. Me era imposible saber todo eso y ya no digamos imaginar en aquel momento que Vilnius me estaba mirando con irritación tan infinita porque se preguntaba qué me sucedía a mí que, con todas las oportunidades que había tenido, era el único que no había salido aún de la sala. Me odiaba, me odiaba mucho. Pensé que era porque le irritaba sumamente mi cara de palo y aspecto de señor terrorífico, a lo Lovecraft. Pero no era ése ni mucho menos el motivo por el que me observaba con fijación y tanto enojo. Se trataba de un disgusto que iba mucho más allá del simple desagrado por mi fealdad. Su enfado era inenarrable, se le notaba en todo lo que hacía; estaba casi fuera de sí, masacrado por aquella gran contrariedad de ver que yo permanecía inmóvil en mi sitio. Desde luego tenía sentido su gran enfado si creía que sólo yo, únicamente yo con mi cara de tronco y de escritor de terror, le estaba arruinando su tan ansiado gran fracaso.

16

Unos minutos después (siguió leyendo Vilnius), hablábamos tranquilamente del libreto de
Tres camaradas
. Como si no pasara nada y no hubiéramos tomado todo el alcohol que llevábamos ya encima.

—Te lo dejo —me decía Max— y lo miras mejor en tu hotel. Para que veas que en el fondo, a pesar de mi cara de mala hostia, soy bondadoso. Pero ya te lo digo: no está ahí la frase que buscas. Porque buscas esa frase, ¿no? ¿He de entender que eso es lo que buscas aquí realmente? ¿Has venido aquí por el libreto, no? ¿O has venido para otra cosa?

Parecía que quisiera agarrarme por la solapa y volver a preguntarme si había ido allí para otra cosa.

—Por el libreto. Pero dices que lo mire mejor en mi hotel. Y aquí hay algo que no me encaja. ¿Cómo sabes que vivo en un hotel?

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