De pronto, llamaron a la puerta, sólo podía ser el plúmbeo vecino de habitación, el representante de yogures, el joven de todos los días, que venía a pedirles que hablaran en voz más baja a aquellas horas, a decirles como cada noche que les había oído cuando hacían el amor y les había respetado porque amaba el amor —solía repetirlo varias veces, como en la peor de las pesadillas: amaba el amor—, pero no estaba dispuesto a que los cuchicheos inacabables y banales le dejaran desvelado todas las madrugadas.
¿Por qué banales? Aquel desgraciado consideraba banales sus cuchicheos. Le habían advertido que no repitiera más aquello y sin embargo seguía insistiendo, con regularidad diaria, en el carácter trivial de todo lo que ellos murmuraban en la soledad de la noche.
Para no perder la costumbre, Vilnius no abrió la puerta, pero le prometió a aquel testigo —sin duda competidor con Lancastre a la hora de ser testimonio de su amor— que hablarían más bajo, o quizás ni siquiera hablarían y también que al día siguiente por fin tratarían de que por fin les cambiaran de habitación.
Aquella interrupción del vecino y las promesas que posteriormente había que darle parecían haberse convertido ya en un rito. Pero aquella noche, al rito le relevó una especie de eco en sordina, algo que sonaba sin duda en la lejanía pero que sonaba parecido a lo que podría ser un blues del norte, en el caso de que existieran los blues del norte. Ahora mismo, dijo Vilnius, creo que le noto revolotear. No sé de qué me hablas, dijo Débora. De un viento, pensó Vilnius, de un viento que sopla sobre campos negros de lluvia. Cuando sopla de esa forma, se hace evidente que al gran maestro de la interrupción le gusta interrumpir.
—Hamlet.
Vilnius paró el oído. Y el viento creó poco después un leve rumor de palabras, de ritmo idéntico al compás de
Where The Sun Don't Shine
, de J. J. Cale:
—Bailar no sé. Nadar no sé. Beber sí sé. Coche no tengo. Prefiero la noche. Y el crujido del universo.
Sin duda, el espectro estaba de un inmejorable buen humor. Quizás alejarse cada día más de la Tierra le ayudaba a estarlo.
8
¿Y si en sus últimos minutos de vida mi padre prefirió la noche y el silencio y se concentró en imágenes que podían estar más allá de lo que alcanzaba a ver allí sentado al lado de la ventana principal de su casa?, comenzó a pensar Vilnius. ¿Y si se concentró mi padre en lo que podía estar más allá del horizonte de su conciencia? ¿Y si se preguntó si no sería verdad que el hombre es el sueño de una sombra? ¿Y si al escrutar el cosmos se le hizo evidente lo nimio de la existencia humana? El hombre, ser levísimo, es soñado por una figura incierta, y el estado del mundo indica que, más que la creación de un ser superior, somos el pasatiempo de uno cargado de defectos, un pobre tipo, en todo caso capaz todavía de bosquejar horizontes.
Cuando uno medita acerca de cosas tan enrevesadas, fácilmente queda embobado, absorto, presa fácil de un posible susto grande. Fue lo que le pasó a Vilnius, que quedó de pronto ensimismado haciéndose cada vez más preguntas. ¿Y si en la casa de la calle Provenza la muerte le encontró a su padre concentrado en un horizonte sólo escrutado por él, una perspectiva tensada por las manos que oculta todo cerebro maquinador, un panorama pensado para revolucionar su vida y abandonar a Laura Verás? ¿Y si lo que sucedió fue que dio un salto raro e hizo un movimiento grande, casi de ansia corporal, y entonces, sólo entonces, reparó en la presencia de personas que no imaginaba allí, en la casa a aquella hora? ¿Y si el sobresalto resultó mortal de necesidad, idéntico a un final, fríamente letal?
9
Se diría que el acecho a la vida de mi hijo —imaginó Vilnius que pensaba en plena noche su padre— ha absorbido toda mi atención en los últimos tiempos y, sin embargo, no puede decirse que las cosas hayan ido así exactamente, porque he andado en muchos otros espionajes, he examinado y controlado miles de asuntos y lugares distintos. Sólo que la vida de Vilnius me produce hasta morbo y me atrae, no puedo evitarlo, y más desde que sale con Débora. Pero cuando él volvió de Hollywood, por ejemplo, me moví por todas partes, menos por su vida, de la que me ausenté. Creía que, inmerso cada día más en la rutina de mi personal descalabro, me iría alejando de él para siempre, pero al ver que se acostaba con Débora, volví a acercarme, de algún modo me asocié a esta pareja de jóvenes enfermizos.
En cualquier caso, las escenas de ese discontinuo acecho a Vilnius no son nada al lado de las que últimamente, a lo largo y ancho de una multitud de mundos y realidades infinitas, me he dedicado a observar y vigilar, muy de cerca. De cerca he visto mi sombra en la mañana, al sur de Manhattan, junto a multitudes de vendedores de bonos que comían salchichas de cerdo, puré de patata y café en oscuros restaurantes abarrotados de Wall Street. Y de cerca he visto mi silueta, de madrugada en Tokio, en la desembocadura del río Sumida, con miles de toneladas de pescados llegando hasta el mercado de Tsukiji, el más grande del mundo, poblado de atunes sin cola sobre un suelo de ensueño, de tono rojizo y ocre mojado, con un olor a mar intenso. De cerca pude ver cómo caían copos de nieve desde la materia oscura del gran espacio invisible que se extendía encima mismo de mi gran ventanal sin límites. Y de cerca, en Hong Kong, en la soledad de un crepúsculo, vi a una muchacha ofreciéndome su torneada nuca mientras se abotonaba una sandalia, con la rada al fondo, con sus juncos, sus sampanes, los modernos edificios de Kowloon.
No sé cuántas vueltas he podido dar al mundo en estas semanas sin horas, náufrago de un horario desnortado que me recuerda a cuando estaba enfermo en la infancia y el aire era inmortal entonces, aquellos días que de pronto han vuelto para mí porque quizás nunca se fueron del todo, estuvieron ahí siempre, como un valioso tesoro enterrado en lo más hondo de la última gruta del desierto.
Así que no he parado de pasearme por infinidad de sitios, por los oscuros espacios de mi infancia incluida —abierta para mí ya para siempre, sin obstáculos—, no he parado de ver a seres humanos en los más grandes y en los más pequeños lugares de la Tierra, pero no he terminado de perder de vista a Vilnius, tal vez movido yo por cierta inercia hacia mi mundo de antes y porque seguramente pertenezco a la tribu de ese tipo de tontos a los que, llegándoles un día la oportunidad de visitar todos los lugares de la Tierra y del espacio (porque éste ya no es nada para ellos), se abren por fin a todo y se dejan llevar y se desplazan a los lugares más impresionantes, pero les queda siempre una tendencia a volver de vez en cuando a sus ámbitos familiares, a sus estrechos territorios egoístas y caducos, a aquellos aburguesados lugares cerrados que tanto tiempo les oprimieron y les redujeron a la condición de personajes de pobres melodramas y les alejaron del gran mundo abierto y libre: aquellos lugares cerrados donde precisamente peor lo pasaron y donde para colmo, si insisten en ese error de querer regresar a sus más íntimos espacios de la desgracia, peor aún lo pueden volver a pasar.
10
Débora aparentemente ya dormía y Vilnius, para aplacar su insomnio, se dedicó a recordar la mañana en la que vio por última vez a su padre. Reconstruyó bien ese último encuentro, pero siempre con el temor de que se infiltrara en un momento determinado la mente de su padre en sus recuerdos y lo tergiversara todo. En la memoria de un día como aquél, la versión compartida con su padre (con lo confusa, además, que podía ser en ese caso concreto la aportación paterna), podía resultarle nefasta a Vilnius. Pero en momento alguno apareció Lancastre, ni sombra de su shakesperiano fantasma. Como si a su padre no le quedara la menor memoria de aquel último encuentro con su hijo, quizás ya no le quedaba ningún tipo de memoria ni experiencia que transmitir.
Poco a poco, recordando aquella última comida en un restaurante cercano al Littré, Vilnius fue adormeciéndose y el recuerdo de aquel último día que vio a su padre fue convirtiéndose dulcemente en una imagen de cristales sucios de ventanas en los que finas marañas de polvo cubrían el filo de las celosías. Cada vez soporto menos —imaginó que pensaba en aquel momento su padre, como hablando desde una de aquellas ventanas— lo que sucede en interiores egoístas y caducos, y ya no puedo soportar lo que pasa en todos esos pudientes lugares de la Tierra, abiertos o cerrados, lugares que durante tiempo me oprimieron bestialmente. Por cuantas más lluvias atravieso, menos afín me siento a todas esas vidas que parecen novelas y a todas esas novelas que parecen vidas. Porque nada de lo que se agita en ellas me exalta ya. Todos esos enredos, llantos con mocos, pobres mensajes cibernéticos, amores siempre truncados, efusiones enfermizas, grandes escenas ridículas, gente que es colérica y otra que es dulce y simpática, leves pasiones gruesas, momentos trágicos y otros tan risibles, siempre igual, la humanidad no cambia, todo se repite de mil modos distintos, ratos tan severos y otros tan fútiles, desconsuelos pasajeros y otros tan eternos, todas esas historias de siempre que cada día me llegan más ya sólo en forma de destellos miserables, estados rudimentarios donde todas las estupideces andan sueltas, donde el ser —como en todas las novelas burguesas— se simplifica hasta la tontería y se ahoga en vez de nadar adaptándose a las condiciones del agua.
Un largo silencio nocturno, dominado por el rumor del viento afuera en la calle, fue abriendo paso al lento e inesperado despertar falso de Débora, falso porque no despertó exactamente, sino que habló en sueños, habló para sí misma. Habló y dijo que había pensado en aquella autenticidad de la que tan orgulloso Vilnius se sentía y de la que a ella sólo se le ocurría decir lo siguiente: estaba ligada al llanto.
Nada tan frustrante como hablar a una persona que habla dormida, porque es la antesala de hablarle a una persona muerta. Vilnius zarandeó a Débora para que le explicara por qué su autenticidad tenía que estar ligada al llanto, pero ella permaneció callada. Vilnius sintió que se había quedado más solo en el mundo que nunca, quedaba la esperanza de que todo aquello fuera provisional. Por unos momentos, oyó hasta el crujido de la rueda del universo, e incluso hasta el ruido del tiempo, el tiempo que fluía incansable en mitad de la noche, de la noche tierna, de la noche suave, tan terrible.
Vilnius se quedó recordando cuando dos días antes Débora le había cuestionado esa autenticidad de la que él, en oposición a las múltiples identidades de su padre, tanto alardeaba. Y recordó que ella le había hablado de que nuestro cerebro estaba en constante cambio y en realidad lo que considerábamos nuestra identidad era un espejismo, pues nunca somos iguales a nosotros mismos, porque nuestro cerebro, que no es más que el núcleo de nuestro yo, siempre está mutando.
Se durmió luego Vilnius y creyó encontrarse en un palco de teatro que en realidad, si se miraba bien, se veía con toda claridad que no era un palco, sino un escenario en el que cabía toda la humanidad, un escenario universal que se desfondaba hacia un espacio vacío, sin límites. Alrededor del falso palco, de los costados y de lo alto caían rayos de luz: una luz blanca y sin embargo suave desvelaba literalmente el primer plano del falso palco que se desfondaba, mientras que su fondo, detrás de un terciopelo rojo que se plegaba con muchos matices, parecía un vacío oscuro de resplandores rojizos: resplandores que sólo era posible ver, le decía su padre, en el gran Teatro de Oklahoma, el mayor teatro del mundo, constantemente anunciado por trompetas incansables que al tiempo que buscaban captar espectadores para la nueva función, también convocaban para el día del gran Juicio Final, que iba a tener como escenario aquel falso palco, al que nadie era capaz de verle límite alguno.
Le despertó el pequeño transistor del vecino vengativo y creyó reconocer
I Got a Right to Sing the Blues
, cantado por Billie Holiday. Aquel blues era más suave incluso que la noche y Vilnius fue atrapando el sueño en brazos de esa música mientras recordaba la mañana en la que se colocaron él y su madre y los hermanos de su padre alrededor del féretro del gran Lancastre, en los puestos de honor allí en aquella vieja capilla barcelonesa y a él le tocó abordar el discurso fúnebre, que enfocó en torno a cómo su padre había construido su vida alrededor de una inquietud máxima por su legado, por el qué dirían de él cuando llegara la hora de enterrarlo.
A causa del poco tiempo del que pudo disponer para preparar su discurso, leyó unas palabras que sonaron falsas, no suyas, como si se hubiera plegado a lo que deseaba el difunto que se dijera de él en la última ceremonia. Es más, improvisó de pronto y comenzó a elogiar la originalidad de los juegos literarios del fallecido, así como el mérito de sus constantes ficciones presentadas a veces con tanta solvencia a la hora de hacer creer a todo el mundo que eran hechos reales, la grandeza de su huida del clasicismo al proponer la interrupción como sistema, su exquisita corrección al ejercer de maravilloso padre severo y, finalmente, su no menos maravilloso servilismo con la sociedad del espectáculo…
Ya en el camposanto, creyéndose perseguido por su padre a causa de aquella referencia final al servilismo, se había dedicado a cerrar todo el rato los ojos y a no querer ver nada de lo que ocurría a su alrededor hasta que, moviéndose por supuesto tan sólo en el terreno de su imaginación, agarró mentalmente una gigantesca pala y, dando por hecho que su padre no pesaba tanto como en la vida real, lo recogió con una especie de gran cuchara y lo lanzó con precisión —creyó ingenuamente en aquel momento que de forma definitiva— al profundo hueco abierto en la tierra.
Después de haber creído tanto en aquel hueco no resultó extraño que en los días siguientes quedara literalmente preso de ese recuerdo de lo imaginado en el camposanto, de ese recuerdo de los ojos cerrados y también del no menos penoso o turbulento recuerdo de cuando los abrió y vio que los enterradores estaban colocando el ataúd sobre las cintas de lona del mecanismo eléctrico que lo bajaría al padre hacia la fosa en la que había abundancia de catafalcos.
Los muertos, pensó Vilnius aquel día, son involuntariamente promiscuos. Le era del todo imposible en ese momento imaginar hasta qué punto podían llegar a serlo.
1
A la mañana siguiente, bajaron muy tarde a recepción y comentaron con Shekhar la urgente necesidad de un cambio de cuarto para que su vecino quejica pudiera dormir de noche y sentirse luego más en forma a la hora de vender sus yogures.