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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (21 page)

BOOK: Aire de Dylan
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Nadie había sentido por Vilnius lo que parecía que sentía Débora. Y, dejando aparte lo excepcional que ya de por sí era esto para él, también era cierto que un milagro de aquel calibre Vilnius lo tenía que agradecer a ese irremisible aire a su padre que se apoderaba de su rostro cada vez que la sombra de la mente de su progenitor —hecha un ovillo o no, daba lo mismo— irrumpía con sus deseos de inyectarle memoria y experiencia y le quitaba el aire desvalido para prestarle por momentos un aire más consistente.

Es admirable, la verdad es que no conozco a nadie que haya llevado un duelo tan intenso por su padre, le dijo Débora esa larga noche en que se retiraron al cuarto de hotel después de su
Teatro de ratonera
.

Llevaba toda la razón del mundo, creo yo, porque los pasos más recientes de Vilnius en la vida tenían algo de «trabajo de duelo», por emplear un término freudiano. Había sido tan intenso ese luto (luto exagerado si se tenía en cuenta que Vilnius siempre había odiado a su padre) que hasta parecía que el duelo hubiera empezado a engendrar sus propias lilas y sus propias historias, y hasta hubiera empezado a dibujar una sociedad que parecía en construcción y de la que, como mínimo, dos seres frágiles formaban ya parte de ella, aunque había que contar también con el espectro paterno y hasta con mi sombra, que se asomaba ya un poco a aquella sociedad infraleve, que era testimonio de la nada y por tanto espejo tímido del aire de nuestro tiempo: reflejo de una época en la que el drama de la sociedad moderna, su trágica inconsistencia y avance hacia el vacío, es ya un secreto a voces y un hecho brutal, al que ya nadie parece capaz de poner remedio.

5

Cierta intuición natural y el considerable empeño que ponía el espectro en sus intervenciones era todo el edificio en el que se sostenía la creencia de Vilnius de que su padre había sido asesinado. ¿De qué modo podía Laura Verás haberlo liquidado? ¿Mediante alguna pócima que no habría dejado rastro o, con la ayuda de su amante y por el viejo sistema de darle un susto tan grande que lo dejara seco? Quizás fuera un gran error sospechar todo eso donde quizás no hubiera nada, ni sombra de asesinato. Pero, si se estaban equivocando, no se hundiría el mundo por eso. Había, además, que pensar que no había estado nada mal probar, ensayar, lanzar el rumor de asesinato, incordiar. A fin de cuentas, ¿no era intolerable que las memorias abreviadas de Lancastre hubieran sido destruidas por el fuego y las cosas continuaran como si no pasara nada?

Débora, medio dormida en mitad de la noche más tierna, le miraba. Y Vilnius, a su lado, sin absolutamente nada de sueño, se dedicaba una y otra vez a pensar que se estaba bien en la penumbra, siempre y cuando uno estuviera enamorado. La noche parecía acogerles con una ternura excepcional, y tal vez con un sentimiento de piedad que, en caso de existir, los dos aceptarían sin duda de buen grado.

Pasando revista a lo que habían hecho, surgía una pregunta: ¿qué habían ocultado en su
Teatro de ratonera
a los interrumpidores? No mucho, pero algo sí había permanecido discretamente oculto. Era cierto, por ejemplo, que Débora había tenido la oportunidad de leer las páginas ya escritas de aquella autobiografía que Lancastre quería dedicarle, pero también no menos cierto que ella no había querido explicarles a los interrumpidores que eran unas memorias muy anodinas y pelmazas. Así que en realidad podía decirse que, fuera porque Laura Verás estaba borracha o fuera porque creía que aquél era un acto supremo de maldad, había sido toda una gran suerte para el difunto que su esposa hubiera arrojado el manuscrito a la chimenea.

En contrapartida, las memorias que Débora se proponía restaurar no se basarían en las anodinas páginas de Lancastre, sino en una autobiografía inventada en la que el padre de Vilnius, de un modo transversal y típicamente postmoderno, habría tenido la osadía de ser muy crítico con él mismo y serlo, además, de un modo harto despiadado.

«He aquí la esquinada, pero implacable autocrítica feroz que supo hacerse a sí mismo este escritor, amante de todo tipo de imposturas y de juegos vanguardistas, el hombre que logró reunir en su propia escritura los peores tics del penoso postmodernismo del siglo pasado», esperaba Débora que dijera la contracubierta de su libro apócrifo, todavía sin título.

Para Vilnius, que no había olvidado nunca las palabras de Scott Fitzgerald a Mankiewicz alias
Monkeybitch
(«Cuando
yo
escriba un libro te convertiré en el ser más ridículo de este país»), esas memorias apócrifas podían ayudarle a ese limpio ajuste de cuentas con su padre, aunque pasaban las horas y le seguía faltando un pequeño detalle a todo aquel proyecto: que alguien quisiera molestarse en escribir la autobiografía inventada, y es que Débora no daba señales de estar del todo dispuesta a trabajar en ella.

En el caso de que el libro finalmente lo escribiera alguien, la venganza podía terminar siendo perfecta. Porque con el tiempo la única autobiografía que existiría de Lancastre (y que por tanto pasaría por ser un magnífico colofón de sus obras completas) sería aquella que Débora y Vilnius estaban proyectando y donde estaba previsto que Juan Lancastre quedara rematadamente mal y como notable ejemplo de escritor que supo reunir en sí mismo todos, absolutamente todos, los defectos de lo que durante un largo tiempo se dio en llamar la postmodernidad (suponiendo que esa palabra, postmodernidad, haya significado alguna vez algo realmente, más allá de su condición de etiqueta o de lugar común odioso).

Pésimo iba a quedar Lancastre en esas automemorias. Y Débora lo lamentaba, porque le había amado, pero estaba segura de que era preciso no dejarse ablandar y que debía apartar toda tentación de benevolencia hacia el viejo cabrón. Lancastre, en su autobiografía, iba a aparecer como el hombre que tuvo el extraño mérito de reunir en él mismo todos los tópicos de la vocación de innovación más recalcitrante. Como un hombre del pasado, como el paradigma del escritor de un tiempo de vanguardismos funestos. Como alguien que muy pronto pasó a la vitrina de las antiguallas para que el futuro pudiera ser diferente, para que el futuro pudiera pertenecer a gente como Débora y Vilnius, una pareja que parecía vivir en el feliz vértigo del fracaso que se ocultaba en cada uno de los muchos proyectos que tenían para el porvenir, proyectos básicamente pensados para acabar no haciendo nada, que era donde intuían que burlarían al fracaso, que llevaba ya demasiados años rondando a los dos (y al arte en general).

Se proponían pues en realidad no hacer nada, situarse en ese punto de mira escéptico en el que no ignoraban que habían terminado por instalarse en los últimos años los contados sabios de la generación de Lancastre. Tras el largo recorrido de toda una vida, éstos habían registrado que el mundo rodaba ya decididamente sin freno y sin sentido, perdido y sin futuro, más estúpido que nunca, en manos de unas élites políticas y económicas podridas de inmoralidad y de avaricia.

Se preguntaban Vilnius y Débora si por casualidad les obligaba alguien a tener que soportar, como los jóvenes de todas las generaciones anteriores, los agobios terrenales, de los que ya hablaba Hamlet en su célebre monólogo. ¿Acaso les obligaba alguien a tener que soportar «las injurias de este mundo, el desmán del tirano, la afrenta del soberbio, la tardanza de la ley, los insultos que sufre la paciencia»?

Ante esto, Débora y Vilnius se preguntaban qué sentido podía tener dedicarse toda la vida a mirar hacia otro lado para al final llegar a la misma conclusión a la que, de viejos, habían llegado los más lúcidos de todas las generaciones anteriores a la suya.

Pensaban que lo mejor sería adquirir de golpe el punto de vista de los que de viejos llegaron a sabios escépticos y ahorrarse falsas expectativas juveniles, pues cada día iba a hacerse más evidente en el mundo lo inútil que iba a ser esforzarse en mejorarlo cuando éste rodaba ya descerebrado hacia un final de copas envenenadas.

—Llámame Cero —imaginó Vilnius que le decía a Débora en mitad de la noche.

Era tal el desánimo que provocaba el caos del mundo que les parecía que lo mejor era apartarse, no colaborar en nada.

De vez en cuando, en la luz nocturna, Vilnius imaginaba monstruos de los que tenía que escapar y también futuros diálogos.

—¿Así que se pasan ustedes el día con los brazos cruzados?

—¿Y qué quiere que hagamos? No tenemos ideas.

—¿Ninguna, señor Cero?

De los libros que Vilnius había leído, uno le perseguía siempre, y a veces hasta creía oír la voz de Freddie

Montgomery, el protagonista de
El libro de las pruebas
, de John Banville: «Nunca me he acostumbrado a estar en esta tierra. Creo que nuestra presencia aquí es un error cósmico. Estábamos destinados a algún otro planeta lejano, al otro extremo de la galaxia.» Al igual que Montgomery, Vilnius se preguntaba a veces cómo se las estarían arreglando aquellos que estaban destinados a vivir en la Tierra, cómo les estaría yendo en ese otro planeta. Y se respondía: «Pero es que deben de haberse extinguido hace años, porque cómo sobrevivir en un planeta hecho para contenernos.»

Vilnius no hacía mucho que había empezado a dar por sentado que el exilio era lo que definía mejor el espíritu humano. Si algo nos definía a todos, pensaba Vilnius, era el destierro, la imposibilidad de volver a casa, el conflicto. Y Débora había sintonizado muy pronto con las mismas ideas y sensaciones. Instalados ya definitivamente en ese punto lúcido de su propio abismo, dejaron aquella noche que a cada minuto que pasaba se fuera reforzando en ellos la voluntad de no trabajar ya nunca.

Quizás ni siquiera trabajarían en la redacción de la autobiografía de Lancastre. Buscarían a alguien que la escribiera, alguien de la vieja escuela de la cultura del esfuerzo. Reforzarían, día a día, su voluntad negativa, pero sin prescindir de la alegría, de una euforia discreta que quizás les ayudara de vez en cuando a elevarse por encima de sus leves malestares graves, por encima de todos sus problemas psíquicos mínimos, por encima incluso de esa percepción de lo absurdo que le llega inexorablemente a uno cuando oscurece y recuerda que existió una vez un planeta lejano al que habíamos sido destinados…

6

A la una y cinco de la madrugada, Débora le pidió que le explicara, a ser posible de forma más diáfana que en días anteriores, cómo era ese proceso que le permitía percibir en ocasiones que su padre se comunicaba con él. Piensa que es exactamente igual, dijo Vilnius, que esa sensación de que alguien te vigila, te das la vuelta sin motivo y descubres a alguien mirándote con atención, con la diferencia de que yo no me doy la vuelta nunca. Sigo sin entenderte, dijo Débora, al igual que ayer y que anteayer sigo sin comprenderte nada, pero creo en ti. Entonces me creerás, le susurró Vilnius, si digo que en las últimas horas mi padre no está tan cerca de mí como venía siendo su costumbre, creo incluso que ya se va, que anda ya dando tumbos por un lugar extraño. ¿Qué lugar?, preguntó ella. Una especie de esfera desde la que a veces trata de enfocar desesperadamente el mundo real, que cada día intuyo que ve más borroso.

Hay cosas que uno debería saber ahorrarse, pensó Vilnius cuando poco después de aquellas palabras notó que el espectro paterno parecía moverse en lo más hondo de un rencor acumulado por multitud de voces y recuerdos de distintos vivos y muertos. En los segundos que siguieron tuvo que resignarse a aceptar en silencio la violenta intervención mental de su padre, que trataba de decirle que llevaba rato en el centro del cuarto y seguía en forma y es más, se sentía poderoso y como un blues que no se apagaba, y también como un viento que soplaba sobre campos oscuros, muy negros…

Repito, vino a decirle su padre, soy tanto una canción de Chicago como alguien que planea sobre los campos del mundo entero y lo observa todo sin haber perdido potencia alguna, de modo que soy la canción misma y soy un blues del norte al caer la tarde, un blues que no va a irse de aquí tan fácilmente porque soy el último raro en lugares donde ya no hay brújulas y soy también un incesto y un insecto, y no estoy infecto y no pienso ser el único interfecto…

Es probable, pensó Vilnius, que mi padre haya caído en un estado feliz, de vibrante y violento humor. Si no, no me lo explico.

Un breve silencio, y luego un rumor que trajo el viento, con el fondo sonoro de un blues del norte. Y luego un mensaje muy medido de su padre diciéndole que la venganza era mejor si se servía fría, pero que consideraba que era de idiotas pensar demasiado en la temperatura de la misma. Porque en realidad ésta no importaba tanto, qué más daba si la represalia era un plato frío o caliente. Si uno podía vengarse, mejor que no lo pensara dos veces. Le recomendaba matar al Rey.

Le recomendó esto y luego, en medio de aquella deliciosa noche, oyó Vilnius unas carcajadas terribles que a cada segundo parecían cambiar de tonalidad. Y para no azorarse demasiado ni asustar a Débora, que seguía tan tranquila, se dedicó a ahuyentar las risotadas pensando en las distintas naturalezas de las mismas: quedas, íntimas, desviadas, espectrales, sonoras, afónicas. Era indudable que más allá de su muerte, su padre conservaba la afición de ser muchos personajes al mismo tiempo y que sólo Bob Dylan le imitaba bien en la Tierra. Se había ganado a pulso pertenecer a su nueva propia familia, la que precisamente había engendrado su propio duelo.

Fue una alegría para Vilnius descubrir que Débora parecía leerle el pensamiento. A la una y veinte de la madrugada, cuando la noche estaba más tierna que nunca, Débora, sin venir a cuento, le advirtió a Vilnius que la presencia, física o imaginaria, de una tercera persona siempre les iba bien a los enamorados.

Vilnius le dijo que no entendía de qué le hablaba. Es una presencia, dijo ella, que a los enamorados les hace sentirse más satisfactoriamente solos. ¿Dices que más satisfactoriamente?, preguntó él. Las historias de amor, dijo Débora, tienen cualidades triangulares, es más, oí comentar alguna vez que para que haya dos amantes es necesario un tercer elemento, y ese tercer elemento podría ser la propia idea de encontrarse enamorado.

—¿Es posible enamorarse sin esta tercera presencia, sin ese testigo del amor? Sin ese tercer elemento no creo que pueda haber amor entre dos —concluyó Débora.

7

No parecían sentir nada que no estuviera relacionado con su mundo indolente y con su amor (amor de tres, para Débora). Todo en la noche lo veían de un color intenso, de un rosa muy exagerado y fuerte que no era de este mundo. Sabían que su optimismo era bien iluso, pues no se les escapaba la sensación de que se movía por el ambiente la idea de que algo podría en cualquier momento quebrarse y, a pesar de su amor, en unos segundos irse todo al infierno, y hasta el propio cuarto perfecto viajar perfectamente hacia los suburbios de los últimos confines del firmamento.

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