Aire de Dylan (17 page)

Read Aire de Dylan Online

Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

BOOK: Aire de Dylan
11.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Nadie estaba arrepentido allí de nada?

—No, Montse. Puse el anuncio tres días seguidos y sólo recibí una carta de un tipo que me insultaba, pero del que después me hice medio amigo y hasta fue el que me dio una dirección que me puso en la pista de una señora que a su vez fue la que me presentó al biógrafo de Mankiewicz. Pero en cuanto a arrepentidos, ni uno. Estaba convencido de que saldrían hasta de debajo de las piedras. Esperaba ver aparecer una caravana entera de artistas afligidos. Pero no salieron penitentes, no, ninguno. y plegué velas, decidí volver. Al menos había fracasado en esto. A mi regreso a Barcelona, al confortable hotel Littré, tendría un buen fracaso que poder documentar ampliamente en mi Archivo General. Qué horror cuando lo pienso. En Hollywood todo el mundo vivía complacido. Eso da una pista del poco sentido crítico que impera por aquellos parajes.

—Siempre lo había sospechado —dijo Montse con su mejor sonrisa.

—Desde luego, Desbocada Boco lo pasaría muy mal allí. O muy bien. Porque le encanta malherir a los que carecen de ese sentido crítico. Bueno, el hecho es que en cuanto llegué a Barcelona, antes incluso, cuando todavía estaba en Hollywood dispuesto a regresar, fui confeccionando para mi Archivo General una larga lista de directores de cine americanos que habían perdido la oportunidad o habían fracasado en su intento de confesar que les daban vergüenza ajena sus propias obras: McG, Paul W. S. Anderson, Brett Ratner, Uwe Boll, Jason Friedman, Aaron Seltzer, etcétera, una lista en la que los directores iban creciendo de categoría y al final aparecían incluso los mejores, Coppola y Lynch, por ejemplo. Creo innecesario decir que nunca como director de cine pienso trabajar allí. También el ping-pong tiene sus límites.

7

Sería innoble ahora por mi parte ocultar que en ese momento, desde mi posición en la última fila, desde ese discreto lugar desde el que estaba escuchando a Vilnius, temí que todo el mundo se girara para pedirme público arrepentimiento por mi condición de escritor fértil que no había parado de escribir libros desde que en mi juventud publicara un panfleto en favor de la brevedad. Pero eso no ocurrió, aquellos socios interrumpidores no estaban pendientes para nada de mí. ¿Y qué esperaba? También después de muerto, Lancastre —como siempre— seguía siendo más importante que yo.

8

En realidad, detrás de aquel temor a ser invitado a pedir perdón latía un deseo larvado de poder proclamar, de una vez por todas, mi arrepentimiento general, mi sentimiento de culpa, ya no sólo por tantos libros escritos (lo tenía completamente decidido: no escribiría ningún otro), sino también por todo lo demás, sin excepción: perdón por todo, incluso por haber hablado en demasía a lo largo de mi vida.

Dejar de hablar era mi proyecto más esencial. Ya no sólo dejar de escribir (eso estaba ya hecho, no iba a tener problema en frenar en seco y para siempre mi producción), sino dejar de hablar. Aspiraba a ser, a la mayor brevedad posible, un tipo a quien su mutismo tajante le daría un aire superior, lo que quizás, eso sí, me convertiría, muy a mi pesar, en un ser insoportable para los demás, siempre tan charlatanes. En cualquier caso, ser mal visto no iba a impedir que me transformara en un mudo radical, además de un tipo siempre dispuesto a mirar, pero no a escuchar; un hombre impasible, de una gravedad desesperante para los habladores.

Dirigirme hacia ese estado de pavoroso silencio radical era mi meta. Y que se rieran de mí porque no pensaba apuntalar «mi edificio narrativo» con ningún otro libro y encima pedía perdón por todo, era algo que me traía ya sin cuidado.

A fin de cuentas, ¿quiénes eran aquellos que iban a reírse y qué era lo que creerían saber sobre mí? Les imaginaba a todos con caras de norteamericanos de antes (de antes de que el mundo se volviera norteamericano y después dejara de serlo para empezar a volverse chino), caras tersas, con sólo dos o tres arrugas, pero todas en la frente: norteamericanos natos, a los que, como diría Kafka, bastaba dar martillazos en sus frentes de piedra para averiguar su carácter. Que se rieran de mí —estaba bien seguro— carecía de importancia. Es más, me agradaría que lo hicieran porque sabría darles el justo valor a sus carcajadas de roca dura.

Se reiría la gente, pero yo iría bien caliente. Sin escribir, sin hablar, sólo mirando, no escuchando, sacando de quicio con mi impasibilidad a los lenguaraces. Desde que sabía que no iba a publicar más libros, vivía en un estado de gran paz interna, lo que sin duda debía agradecer exclusivamente a mi decisión secreta de huir de mi vida laboriosa al servicio de la literatura. Era una maravillosa paz oculta que me remitía a los tiempos inmemoriales en los que con sosiego jugaba con naranjas en el jardín de la casa veraniega de mis padres y creía que el largo estío, cuando llegaba a su final, tenía la forma de una naranja pelada.

¿Saber que uno iba a convertirse pronto en un radical mudo y un ágrafo equivalía a verse en el horizonte convertido en una naranja pelada?

No, no era eso. Y aquella zarrapastrosa pregunta que acababa de hacerme era la mejor prueba de que debería callarme incluso cuando sintiera deseos de hablar conmigo mismo. Sí, a semejantes extremos me llevaba mi gran arrepentimiento. Y, por cierto, ¿qué esperaba para seguir escuchando al joven Vilnius?

9

—Volvamos a tu padre —dijo Montse a Vilnius—. Sus últimos años son los menos conocidos. Cuando se volvió una persona tan serena y educada, resultaba extraño verle a veces tan correcto, comportándose de aquella forma tan exageradamente exquisita y, en el fondo, tan anodina. «Me estoy volviendo repugnantemente encantador», se le oyó decir en una entrevista de televisión.

—Y en otra ocasión recuerdo que dijo: «Es un asco dejar de beber porque acaban pasando estas cosas.» Y sí, es cierto, cambió mucho. Volvió a ser un tipo tranquilo, tal como parece que había sido de muy joven, antes de beber. Pero he decir que en los tres últimos meses de vida regresó al alcohol y volvió a tener tantos defectos que de nuevo fue el tipo interesante que había sido. Un tipo interesante para mucha gente, aunque no para mí, ya que conmigo el trato siguió siendo el mismo, azotarme sin piedad.

—¿Y no había modo de que de vez en cuando todo fuera más apacible?

—No. Parecía empeñado en que se eternizaran los problemas que teníamos. Un día, me vengué del trato que me dispensaba y le dije que a él le habían construido para ser educado. Parece que di en el clavo. ¿Construido?, preguntó y me levantó incluso la mano. Confirmé lo que ya sabía. Que no era en verdad educado y que sólo simulaba serlo y que tenía muchas caras y pensaba, además, cosas terribles de todas las personas a las que saludaba tan cortésmente. Odiaba a la humanidad.

—No transmitía esa impresión —interrumpió el socio 4.

—Llegaban a molestarle los cuerpos de la gente en la calle. Los cuerpos. Lo humano. Y quizás por eso, en sus últimos tiempos, se convirtió a mis ojos en una máquina secreta de tener opiniones terribles. Bueno, el caso es que ese día quise rectificar y le dije que había en realidad intentado decir que le habían construido para escribir.

—¿Y qué significaba eso de que le habían construido para escribir? ¿O sólo buscabas ofenderle con la frase que fuera? —preguntó Montse.

—Que alguien desde algún remoto lugar lo había fabricado para que escribiera y que, aparte de aquello para lo que le habían programado, no servía para mucho más. Claro que con ser esto malo, aún peor era su obsesión por estar siempre al día, por sentirse
de vanguardia
, como cuando era joven.

—¿De verdad crees que le obsesionaba eso? —interrumpió el socio 7.

—Le obsesionaba, créame. Y le molestaba ver que tantos jóvenes innovadores le seguían y le admiraban y yo, en cambio, me reía de sus supuestas posiciones transgresoras. Pero también le molestaba ver que sabía leerle en profundidad mientras que había jóvenes que disentían del nutrido grupo de sus admiradores y le atacaban, le decían que sólo había sido vanguardista en su primera etapa y que hacía años ya que estaba acabado, al menos como escritor innovador. Le molestaba todo, pero créame usted, le molestaba especialmente yo.

—¿Y por qué especialmente tú?

—Porque yo me atrevía a decirle que para un verdadero creador estar a la última sólo puede plantearle problemas para desarrollar la obra propia en libertad, es decir, sin tener que estar todo el rato tiñéndose el pelo para parecer más joven…

—Seguro que le sacabas de quicio —interrumpió el socio 12.

—Uno no está obligado a ser perfecto. Somos contradictorios, malvados y sentimentales, y todo eso lo somos a la vez, al mismo tiempo, ¿no les parece a ustedes, señores socios interrumpidores? Creo que ser malvados y sentimentales al mismo tiempo hace a algunos profundamente atractivos, aunque a mí desgraciadamente no. Mi padre lo fue. Atractivo sí. En cuestión de arte de seducción, yo, pobre Little Dylan, no le llegué nunca ni a la suela de los zapatos. Esto fue alimentando mi rencor, lo reconozco.

—Te veo desanimado, Little Dylan —dijo Montse—. Detengámonos un momento, si quieres. ¿Desearías tomar algo? ¿Más agua? ¿Más café? Un whisky no, que no es el momento. ¿O lo necesitas? ¿Quieres un whisky? ¿Quieres suicidarte?

Lo que necesito, pensó Vilnius ante esta inesperada nota de humor de Montse, es que no me llames más Little Dylan. Y el whisky lo necesito, sí, pero más adelante, lo necesitaré para el teatro que preparo con Débora y que no tardará en comenzar.

Desde el primer momento, todo lo había planeado para encauzarlo hacia el
Teatro de ratonera
que, en cuanto llegara su novia, pensaba representar allí. Eso seguramente le daba confianza para mantener el tipo ante todos aquellos interrumpidores que no le miraban con demasiada buena cara.

Por cierto, ¿qué andaba haciendo Débora para no haber llegado aún?

10

Le pareció que podría decirles más cosas a los socios, pero finalmente Vilnius se preguntó si no sería mejor quedarse pensando lo que les habría podido decir pero que no les diría, aunque sabía que a la larga quizás acabara explicándoles muchos más recodos laterales de la biografía de su padre porque, mientras esperaba a Débora, no iba a quedarse callado todo el tiempo. Y entonces pensó que le habría gustado decirles que comprendió muy pronto que necesitaba independizarse de lo que no le dejaba ser libre. Dicho de otro modo: comprendió pronto que le urgía vencer a las fuerzas lóbregas de la naturaleza de su padre, algo que nunca lograría si no conseguía valerse plenamente por él mismo, desvincularse al máximo de él.

Y le habría gustado también decirles a los socios interrumpidores que en su momento, al comprender esto, pasó a vengarse del gran Lancastre a base de no querer ser de su misma cuerda vanguardista y simplemente tratar de ser fiel a sí mismo, esforzándose siempre en ser «auténtico», algo que sabía muy bien cómo se lograba, pues consistía simplemente en ser
él mismo
, algo que a veces simplemente conseguía tumbándose de noche en la hierba y mirando la luna. Pero también para ser uno mismo, como había sido su caso, se podía alcanzar ese ideal de autenticidad intachable teniendo proyectos propios y viendo a tu padre como a un enemigo, sin olvidar en ningún momento lo que suele hacerse con los rivales: ser lo más distinto posible de ellos, comportarse al revés de cómo suelen comportarse esos seres odiados.

—No sé si os gustaría saber cómo me veo cuando me quedo solo —dijo de pronto Vilnius.

Aquello no pudo resultar más suicida para el pobre Vilnius, que cayó víctima de su propio afán por ser tan sencillo y tan sincero, por su deseo de mostrarse tan natural y tan distinto de su padre.

—Nada nos gustaría más —interrumpió la socia 22.

—Pues me veo como alguien que trata de decir la verdad y ser lo más auténtico posible.

—Y para ser alguien auténtico —se rió la socia 22—, ¿hay que ser poco o muy sincero? ¿No son imbéciles los que son demasiado sinceros?

—No sé. Creo que son gente que quiere estar más cerca de la verdad que otros.

—Pero se sabe ya que el arte depende de la verdad —interrumpió el socio 7—, al igual que se sabe ya que la verdad, al ser indivisible, no puede conocerse a sí misma, así que decir la verdad siempre será mentir…

—Y también se sabe que volverse imbécil es un proceso lento —dijo Vilnius sabiendo que era preciso que, de un modo u otro, aunque fuera con una frase sin sentido que despistara a todos, saliera inmediatamente del bucle en el que había quedado atrapado, por culpa precisamente de su excesivo empeño en mostrarse «auténtico».

11

No mucho después, tras haberse cambiado de silla porque la anterior había llegado a parecerle que estaba coja, empezó a contarles que el gran Lancastre fue un hombre que creyó siempre tener muchas personalidades y no una sola. Y todo porque quería sentirse un hombre dividido, un hombre de nuestro tiempo.

—Qué absurdo —dijo—. ¡Creerse un hombre de nuestro tiempo sólo porque era un aficionado a la multiplicidad! No lo iba diciendo todo el rato por ahí, pero se notaba que quería sentirse una persona con muchos heterónimos y con una gran cantidad de dobles que pudieran confundirse con él. ¿Era la pasión de ser postmoderno o simplemente la necesidad de ser muchos individuos para no tener que ser
él
?

Vilnius explicó que en todo caso sabía reconocerle méritos a su padre. Por ejemplo, haber tenido el valor de escribir, durante su periodo más fértil, varias novelas al mismo tiempo, desarrollando así muchos mundos posibles o paralelos, desplegando una narración múltiple, llena de ficciones que se reflejaban y separaban incesantemente, convirtiendo todo en un caleidoscopio de variaciones, desviaciones y mutaciones.

Fue un escritor, siguió diciendo Vilnius, con el encanto de los seres obsesivos. Un hombre asombrosamente trabajador, que llevaba muy lejos las cuestiones que quería tratar y que sabía, además, hacerlo bien. Pero como padre podía llegar a ser hasta grotesco porque parecía estar siempre deseando que su hijo le admirara en posición de cuclillas. No pensaba olvidar nunca esa cena de Nochebuena de hacía no muchos años en la que, como todo aparentemente marchaba bien, se le ocurrió a él de forma muy deliberada ponerse en posición de cuclillas ante su padre y desde su posición de humillado decirle con atrevimiento que desde abajo le veía a él tan sólo como un conjunto de muchas personas diferentes, todas ellas muy planas, muy sencillas.

Other books

Every Move She Makes by Robin Burcell
Seers by Heather Frost
A Family Affair by Janet Tanner
The One Who Waits for Me by Lori Copeland
The Beginning by Catherine Coulter
Polar (Book 2): Polar Day by Flanders, Julie
Under the Surface by Katrina Penaflor
The Kashmir Shawl by Rosie Thomas