El canto de la diosa Kali produce el sonido de la muerte. Un periodista sostiene que su culto no ha desaparecido aún en nuestro moderno mundo tecnológico y está dispuesto a comprobar sus afirmaciones.
Nada le resultará sencillo, y lo que empezó como un trabajo rutinario se convertirá en una pesadilla en la que el protagonista sólo escucha mentiras y choca contra el muro de la indiferencia oficial cuando acude a las autoridades en busca de ayuda.
Dan Simmons
La canción de Kali
ePUB v1.1
chungalitos08.02.12
Última revisión de Breo
Título original:
Song of Kali
Traducción: Rosalía Vázquez
1ª edición: mayo 1993, Ediciones B
© 1985 Dan Simmons
ISBN: 84-406-3581-8
Para Harlan Ellison
que ha oído el canto,
y para Karen y Jane,
que son mis otras voces.
... hay una oscuridad. Es
para todos... Sólo algunos griegos
y admiradores de lo suyo, en su
líquido apogeo, donde la amistad
de la belleza por las cosas hu manas era perfecta,
creyeron estar claramente apartados
de esta oscuridad. Y esos
griegos también estaban en ella. Pero aun así
son la admiración del
resto de la humanidad, toda aflicción y cartílago,
salpicada de lodo, acuchillada por el hambre,
pateando las calles, maltratada por la guerra,
difícil, afanosa, golpeada en el vientre, la multitud,
unos bajo un Vesubio de humo caótico que mama carbón,
otros sumidos en una
palpitante noche de Calcuta, quienes
saben muy bien dónde están.
SAUL BELLOW
Bueno, esto es el Infierno, y yo
no estoy fuera de él.
CHRISTOPHER MARLOWE
Algunos lugares son demasiado perversos para que se tolere su existencia. Algunas ciudades son demasiado ponzoñosas para poderlas soportar. Calcuta es una de ellas. Antes de Calcuta me hubiera reído ante semejante idea. Antes de Calcuta no creía en la maldad... ciertamente no como una fuerza independiente de las acciones del hombre. Antes de Calcuta yo era un insensato.
Una vez que los romanos hubieron conquistado la ciudad de Cartago, mataron a los hombres, vendieron como esclavos a niños y mujeres, derribaron los grandes edificios, rompieron las piedras, prendieron fuego a los escombros y cubrieron la tierra de sal para que nada pudiera crecer de nuevo. Eso no basta en el caso de Calcuta. Calcuta debería ser aniquilada.
Antes de Calcuta participé en manifestaciones contra las armas nucleares. Ahora sueño con nubes de hongos nucleares alzándose sobre una ciudad. Veo edificios deshaciéndose en lagos de cristal. Veo calles pavimentadas fluyendo como ríos de lava y ríos auténticos hirviendo y despidiendo inmensas gotas de vapor. Veo figuras humanas danzando como insectos abrasados, semejantes a obscenas mantis religiosas, chisporroteando y reventando sobre un fondo intensamente rojo de destrucción absoluta.
La ciudad es Calcuta. Los sueños no son desagradables.
Algunos lugares son demasiado perversos para que se tolere su existencia.
Hoy día en Calcuta ocurre de todo...
¿A quién habría de culpar?
SANKHA GHOSH
—No vayas, Bobby. No merece la pena —dijo mi amigo.
Era junio de 1977 y había acudido a Nueva York desde New Hampshire para puntualizar todos los detalles de mi viaje a Calcuta con mi editor en
Harper's
. Después decidí dejarme caer para ver a mi amigo Abe Bronstein. El modesto y céntrico edificio de oficinas que albergaba a nuestra pequeña revista literaria,
Other Voices
, resultaba aún menos impresionante después de haber pasado varias horas mirando hacia la avenida de Madison desde las enrarecidas alturas de los despachos de
Harper's
.
Abe se encontraba solo en su desordenada oficina, trabajando en el número de otoño de
Voices
. Las ventanas estaban abiertas, pero en la habitación la atmósfera estaba tan enrarecida y húmeda como el cigarro apagado que Abe masticaba.
—No vayas a Calcuta, Bobby. Deja que lo haga otro —repitió Abe.
—Ya está todo preparado, Abe. Nos iremos la semana próxima. —Vacilé un instante. Luego añadí—: Pagan muy bien y corren con todos los gastos.
—Humm.
Se pasó el cigarro a la otra comisura de la boca y frunció el ceño ante un montón de manuscritos que tenía delante. Nadie diría mirando a aquel hombrecillo desgreñado y sudoroso, más semejante a un abrumado corredor de apuestas que a otra cosa, que era el editor de una de las más respetadas «pequeñas revistas» del país. En 1977
Other Voices
no había eclipsado a la veterana
Kenyon Review
y tampoco causado excesiva preocupación a
The Hudson Review
, pero servíamos nuestros números trimestrales a nuestros suscriptores. Habían elegido cinco historias publicadas por vez primera en
Voices
para las antologías del Premio O'Henry. Y con ocasión de nuestro décimo aniversario, Joyce Carol Oates había donado una historia para el número conmemorativo. En varias ocasiones yo había sido director adjunto, crítico de poesía y corrector de pruebas sin estipendio. Ahora, al cabo de un año de pensar y vivir en las colinas de New Hampshire y con un libro de poesías propio recién editado, ya sólo soy un mero y apreciado contribuyente. Pero aún sigo considerando a
Voices
«nuestra» revista. Y a Abe un amigo íntimo.
—¿Por qué diablos te envían a ti, Bobby? —preguntó Abe—. ¿Por qué
Harper's
no envía a uno de sus peces gordos si se trata de algo tan importante que están dispuestos a correr con los gastos?
A Abe no le faltaba razón. No eran muchos los que en 1977 habían oído hablar de Robert C. Luczak, pese al hecho de que el
Times
hubiera dedicado media columna de crítica a
Winter Spirits
. Aun así yo esperaba que lo que la gente hubiera oído fuera prometedor, especialmente el escaso centenar de personas que importaba.
—
Harper's
pensó en mí debido a aquel artículo que escribí en
Voices
el año pasado —contesté—. Ya sabes, aquel sobre poesía bengalí. Dijiste que había dedicado demasiado tiempo a Rabindranath Tagore.
—Sí, lo recuerdo —dijo Abe—. Me asombra que esos payasos de
Harper's
sepan quién es Tagore.
—Ayer me llamó Chet Morrow —proseguí—. Me aseguró que el artículo le había impresionado. —No le comenté a Abe que Morrow había olvidado el nombre de Tagore.
—¿Chet Morrow? —gruñó Abe—. ¿No se dedica a novelar series de televisión?
—Está cubriendo el puesto de director adjunto temporal de
Harper's
. Quiere el artículo sobre Calcuta para el número de octubre.
Abe sacudió la cabeza.
—¿Y qué hay de Amrita y de la pequeña Elizabeth Regina...?
—Victoria —corregí.
La primera vez que le dije el nombre que habíamos elegido para nuestra hija, Abe sugirió que era un título condenadamente burgués para el retoño de una princesa india y un bohemio de Chicago. El hombre era el no va más de la sensibilidad. Aunque pasaba de la cincuentena, seguía viviendo con su madre en Bronxville. Estaba totalmente absorto en la publicación de
Voices
y parecía mostrar la más absoluta indiferencia hacia todo lo que no estuviera directamente relacionado con su objetivo. Hubo un invierno en que la oficina se quedó sin calefacción, y se pasó la mayor parte de enero trabajando enfundado en su abrigo de lana, antes de ir a buscar a alguien que se la arreglara. En aquellos días la mayor parte de las relaciones de Abe con la gente solía mantenerlas por teléfono o a través de cartas, sin que por ello el tono de sus comentarios fuera menos acerbo. Empezaba a comprender por qué nadie había ocupado mi lugar como ayudante de dirección o crítico de poesía.
—Se llama Victoria —repetí.
—Lo que sea. ¿Cómo ha tomado Amrita eso de que te vayas y las abandones, a ella y a la chiquilla? Después de todo, ¿qué edad tiene el bebé? ¿Un par de meses?
—Siete meses —le dije.
—Un mal momento para largarte a la India y dejarlas —aseveró Abe.
—Amrita también va —le aclaré—. Y Victoria. Convencí a Morrow de que Amrita podría traducirme el bengalí. —Eso no era del todo cierto. Había sido Morrow quien sugiriera que Amrita fuera conmigo. De hecho era probable que fuera el nombre de Amrita el origen de que me hubieran asignado aquel trabajo. Antes de llamarme a mí
Harper's
se había puesto en contacto con tres autoridades en literatura bengalí, dos de ellos escritores indios que vivían en Estados Unidos. Los tres habían rechazado el trabajo, pero el último de ellos había mencionado a Amrita, pese a que su campo era el de las matemáticas y no la literatura, y Morrow le había seguido la pista.
«¿Ella habla bengalí, no?», había preguntado Morrow por teléfono. «Claro», le respondí. En realidad Amrita hablaba hindi, marathi, tamil y algo de punjabi. Y también alemán, ruso e inglés, pero no bengalí. «Más o menos», me dije.
—¿Amrita quiere ir? —preguntó Abe.
—Está realmente ansiosa. No ha vuelto a India desde que su padre embarcó a toda la familia para Inglaterra cuando ella tenía siete años. Y también desea que pasemos algún tiempo en Londres de camino a India, para que sus padres puedan conocer a Victoria.
Esto último era cierto, aunque en un principio Amrita se negaba a ir a Calcuta con la pequeña, hasta que la convencí de que se trataba de algo importante para mi carrera. La escala en Londres fue el factor decisivo.
—Muy bien —gruñó Abe—. Id a Calcuta. —El tono de su voz me reveló lo que pensaba exactamente de aquella idea.
—Dime por qué no quieres que vaya.
—Luego —repuso Abe—. Ahora cuéntame la historia de ese Das del que habla Morrow. Y me gustaría saber por qué quieres que reserve la mitad del próximo número de primavera de
Voices
para más material sobre Das. Aborrezco los refritos y no hay diez versos de su poesía que no hayan sido impresos y reimpresos ad nauseum.
—Sí, se trata de Das. Pero no serán refritos, sino novedades.
—Cuéntame.
Y le conté.
—Voy a Calcuta a buscar al poeta M. Das. A encontrarlo, hablar con él y traerme para su publicación algunas muestras de su nuevo trabajo.