La canción de Kali (9 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

BOOK: La canción de Kali
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«Quería doscientas rupias al mes por mi parte de la habitación. En mi cara debió reflejarse la decepción. En aquel momento tenía menos de cien rupias a mi nombre. Me di cuenta de que me había dado una caminata de dos horas para nada. Pregunté si podía sentarme. Las plantas de los pies me dolían terriblemente por la paliza con porras
lathi
que recibiera algunas noches antes. Más tarde supe que los policías me habían roto los puentes de los pies.

»Al oír aquello Sanjay se apiadó inmediatamente de mí. Se puso furioso cuando le conté lo de las tundas y los sobornos tan altos que exigían los celadores de los dormitorios de la Universidad. Pronto me daría cuenta de que las reacciones de Sanjay eran como las tormentas monzónicas. Tan pronto se mostraba tranquilo, contemplativo, inmóvil como una estatua como, de pronto, se apoderaba de él la cólera por alguna injusticia social, y golpeaba con el puño la madera podrida de las paredes o hacía bajar de un puntapié las escaleras traseras a algún chiquillo birmano.

»Sanjay era miembro tanto de la Coalición de Estudiantes Maoístas como del Partido Comunista Indio. El hecho de que ambas facciones se despreciaran mutuamente y de que a menudo llegaran a los puños no parecía importarle. Describía a sus padres como "decadentes parásitos capitalistas", propietarios de una pequeña compañía farmacéutica de Bombay y que le enviaban dinero todos los meses. Al principio sus padres lo enviaron a estudiar fuera del país, pero al regresar para "renovar contactos con la lucha revolucionaria en mi propio país", los ofendió aún más al elegir para seguir sus estudios la Universidad de Calcuta, plebeya y pendenciera, en lugar de una institución más prestigiosa de Bombay o Delhi. Luego de contarme todo aquello sobre él mismo y escuchar mi propia historia, Sanjay redujo rápidamente el alquiler a cinco rupias mensuales y se ofreció a prestarme algún dinero para pasar los dos primeros meses. He de confesar que lloré de alegría.

»Durante las semanas que siguieron Sanjay me enseñó a sobrevivir en Calcuta. Por la mañana, antes del amanecer, viajábamos hasta el centro de la ciudad con los conductores de clase programada del camión que transportaba animales muertos para su inspección. Sanjay fue quien me enseñó que en una gran ciudad como Calcuta las distinciones de castas no significaban nada, y que pronto desaparecerían una vez llegase la inminente revolución. Yo estaba de acuerdo con los puntos de vista de Sanjay pero, por mi educación, todavía me resultaba imposible compartir un asiento de autobús con un extraño o aceptar un trozo de pasta frita de un vendedor sin preguntarme, de manera instintiva, a qué casta pertenecía aquel hombre. Sanjay me enseñó cómo viajar gratis en los trenes, dónde me podía afeitar un barbero callejero que debía favores a mi amigo y cómo introducirme gratis en una sala de cine durante el entreacto de la sesión nocturna de tres horas.

«Durante todo ese tiempo dejé de asistir a las clases de la Universidad y mis calificaciones subieron desde cuatro "F", a tres "B" y, finalmente, a "A". Sanjay me había enseñado cómo comprar viejos cuestionarios y pruebas a los estudiantes de los cursos superiores. Para hacerlo hube de pedir prestadas otras trescientas rupias a mi compañero de habitación, pero eso le tenía sin cuidado.

»Al principio Sanjay me llevaba a los mítines tanto del CEM como del PCI, pero las interminables arengas políticas y los múltiples altercados internos sólo conseguían adormecerme, y al cabo de un tiempo dejó de insistir en que le acompañara. Mucho más de mi gusto eran las raras veces que íbamos al club nocturno del hotel Lakshmi para ver a las mujeres bailar en ropa interior. Semejante cosa era algo casi impensable para un hindú devoto como yo, pero he de confesar que lo encontré terriblemente excitante. Sanjay lo llamaba "decadencia burguesa" y explicaba que era nuestro deber ser testigos de la corrupción enfermiza que sería borrada por la revolución. En definitiva, fuimos cinco veces a presenciar la decadencia, y en cada ocasión Sanjay me prestó la principesca cantidad de cincuenta rupias.

«Llevábamos tres meses compartiendo la habitación cuando Sanjay me habló de su asociación con los
goondas
y Kapalikas. Yo ya sospechaba que Sanjay estaba implicado de algún modo con los
goondas
, pero no sabía nada de los Kapalikas.

Incluso yo sabía que durante años cuadrillas de facinerosos asiáticos y los propios
goondas
de Calcuta dominaban sectores enteros de la ciudad. Cobraban impuestos a los diversos refugiados por los derechos de entrada y estancia, controlaban el flujo de drogas hasta la ciudad y su circulación dentro de ella. Y asesinaban a quienquiera que interfiriese en su tradicional actividad de protección, contrabando y crimen en la ciudad. Sanjay me dijo que incluso los patéticos moradores de los barrios bajos que salían cada noche remando desde los
chawls
para robar las luces azules y rojas de navegación del río con algún propósito sólo por ellos conocido, pagaban una comisión a los
goondas
. Una comisión que se triplicó a raíz de que un carguero fletado por los
goondas
, destino Singapur, con un cargamento de opio y oro de los contrabandistas, encallara en el Hooghly debido a que las luces del canal habían desaparecido. Sanjay dijo que habían gastado la mayor parte de los beneficios del cargamento sobornando a la policía y a las autoridades portuarias para que pusieran a flote el carguero y pudiera navegar de nuevo.

»Claro que por esa época, el año pasado, el país atravesaba las últimas etapas de la "emergencia". Se censuraban los periódicos, las cárceles rebosaban de presos políticos que habían irritado a la señora Gandhi y se rumoreaba que en el Sur se había esterilizado a algunos jóvenes que viajaban en los trenes sin el correspondiente billete. Sin embargo Calcuta se encontraba en el centro de su propia emergencia. Durante la última década los refugiados habían hecho aumentar la población de la ciudad más allá de todo límite. Algunos calculaban que su número alcanzaba los diez millones, otros decían que quince. Para cuando me trasladé a la habitación de Sanjay la ciudad había tenido seis gobiernos en cuatro meses. Como cabía esperar, el PCI asumió finalmente el control por falta de oponente, pero incluso ellos aportaron escasas soluciones. A los verdaderos dueños de la ciudad no se los veía.

«Incluso hoy día la policía de Calcuta se abstiene de entrar en los principales sectores de la ciudad. El año pasado intentaron formar patrullas diurnas de dos y tres agentes, pero después de que los
goondas
devolvieran a algunas de esas patrullas convertidas en grupos de siete y ocho porciones, el jefe de policía se negó a que sus hombres entraran en aquellas áreas sin la protección de los soldados. Nuestro ejército indio anunció que tenía mejores cosas que hacer.

»Sanjay admitió que se había hecho socio de los
goondas
de Calcuta gracias a sus contactos farmacéuticos. Pero afirmaba que para finales de su primer año en la Universidad había ampliado su papel hasta incluir la recaudación del impuesto de protección de muchos de sus condiscípulos y un trabajo como enlace entre los
goondas
y el Sindicato de Maestros Mendigos, en la parte norte de la ciudad. Ninguno de esos trabajos le resultaban remuneradores, pero le proporcionaban una posición importante. Fue Sanjay quien transmitió la orden al sindicato de reducir temporalmente el número de secuestros de niños cuando el
Times of India
inició una serie de sus periódicas y efímeras editoriales denunciando dicha práctica. Más adelante, cuando el
Times
enfocó su mirada moralizante en los asesinatos por dote, fue Sanjay quien transmitió el permiso a los del sindicato para que aumentaran sus menguadas existencias incrementando los secuestros y las mutilaciones.

»A Sanjay se le ofreció la oportunidad de unirse a los Kapalikas a través de los Maestros Mendigos. La Sociedad Kapalika era más antigua que la Hermandad Goonda, incluso más que la ciudad.

»Naturalmente adoraban a Kali. Durante muchos años la habían adorado abiertamente en el templo de Kalighat, pero su costumbre de sacrificar a un niño todos los viernes del mes hizo que los ingleses vetaran la Sociedad en 1831. Pasaron a la clandestinidad y crecieron. La lucha nacionalista a lo largo del siglo pasado contribuyó a que muchos decidieran unirse a ellos. Pero su precio de iniciación era elevado... como Sanjay y yo habíamos de averiguar en breve.

»Sanjay había estado intentando durante meses ponerse en contacto con ellos. Y durante meses lo habían rechazado. Luego, en otoño del pasado año, le ofrecieron su oportunidad. Para entonces Sanjay y yo éramos íntimos amigos. Habíamos hecho juntos el juramento de la Hermandad y yo había cumplido mi pequeña parte llevando algunos mensajes a diversas gentes y en una ocasión en que Sanjay estaba enfermo hice un recorrido efectuando cobros.

»Quedé sorprendido cuando Sanjay me ofreció que me uniera con él a los Kapalikas. Me sorprendió y me atemorizó. En mi aldea había un templo consagrado a Durga, la Madre Diosa, de manera que siendo su aspecto y encarnación tan cruel como el de Kali, me resultaba familiar. Sin embargo, yo vacilaba. Durga era maternal y Kali tenía fama de lasciva. Durga se presentaba púdica en su indumentaria, mientras que Kali estaba desnuda... no sólo desnuda sino desvergonzadamente despojada, llevando sólo la negritud como capa. La negritud y una gargantilla de cráneos humanos. Adorar a Kali más allá de su día festivo era seguir el
Vamachara
, el perverso
Tantra
zurdo. Recuerdo cierta ocasión, de niño, en que un primo de más edad iba mostrando a quien quería verla en una postal en la que aparecía una mujer, una diosa, en obsceno coito con dos hombres. Mi tío descubrió lo que estábamos mirando, cogió la tarjeta y dio una bofetada a mi primo. Al día siguiente nos llevaron a un viejo brahmán para que nos aleccionara sobre el peligro de tales estupideces tántricas. Lo llamó "el error de las cinco emes":
madya, mamsa, matsya, mudra
y
maithun
. Eran, naturalmente, las
Pancha
Makaras
que los Kapalikas podían muy bien exigir: alcohol, carne, pescado, gestos manuales y coito. A decir verdad por aquellos días el coito ocupaba gran parte de mi mente, pero experimentarlo por primera vez como parte de un servicio religioso era, en verdad, una idea aterradora.

»Pero le debía mucho a Sanjay. En realidad empecé a darme cuenta de que nunca podría llegar a pagarle lo que le debía. Así que lo acompañé a su primera reunión con los Kapalikas.

»Nos encontramos con ellos por la tarde, en la desierta plaza del mercado cercano a Kalighat. No sé lo que esperaba, ya que mi imagen de los Kapalikas pertenecía a las historias que se contaban para asustar a los niños rebeldes, pero los dos hombres que nos aguardaban no encajaban con los que mi imaginación y aprensión habían forjado. Iban vestidos como hombres de negocios, incluso uno de ellos llevaba una cartera. Ambos tenían la voz educada, eran refinados en sus modales e indumentaria, y se mostraron corteses con nosotros dos a pesar de las diferencias de clase y casta.

»Las ceremonias que se estaban desarrollando tenían un tono en extremo digno. Era el día de la luna nueva en homenaje a Durga y delante del ídolo de Kali se alzaba un espetón de hierro con la cabeza de un buey. La sangre aún seguía cayendo en el cuenco de mármol que había debajo.

»Habiendo adorado a Durga desde la infancia con verdadera fe no encontré dificultad en unirme a la letanía Kali/Durga. Resultaba fácil aprender los pocos cambios introducidos, aunque varias veces invoqué equivocadamente Parvati/Durga en lugar de Kali/Durga. Aquellos dos caballeros sonrieron. Únicamente había un pasaje tan absolutamente diferente que tuve que aprendérmelo de memoria.

El mundo es dolor,

Oh terrible mujer de Siva

Estás masticando la carne;

Oh terrible mujer de Siva

Tu lengua está bebiendo la sangre.

¡Oh Madre oscura! Oh Madre desnuda

Oh amada de Siva

El mundo es dolor.

»Luego llevaron en procesión a través del Kalighat grandes efigies de escayola. Cada una de ellas había sido salpicada con la sangre del sacrificio. Alguna de ellas eran estatuas de Kali bajo su aspecto de Chandi, la Terrible. O como Chinnamasta, "la que fue decapitada" de entre las diez Mahavidyas, cuando Kali se cortó la cabeza para beberse su propia sangre. Salimos afuera siguiendo a la procesión, bajando por las orillas del río Hooghly, al que, naturalmente, fluyen las aguas del Sagrado Ganges. Allí se hundió a los ídolos en el agua, absolutamente convencidos de que resurgirían. Cantamos con la muchedumbre:

Kali, Kali balo bhai

Kali bai aré gaté nai

Oh hermanos, tomad el nombre de Kali

No hay refugio salvo en ella.

»Yo estaba tan conmovido que rompí a llorar. La ceremonia era mucho más imponente y bella que las ofrendas de una sencilla aldea en Anguda. Los dos caballeros mostraron su aprobación. Y también, a todas luces, el
jagrata
de Kalighat, porque fuimos invitados a una auténtica reunión de los Kapalikas el primer día de luna llena del mes siguiente.»

Krishna hizo una pausa en su traducción. Empezaba a tener la voz ligeramente ronca por el esfuerzo.

—¿Tiene ya alguna pregunta que hacer, señor Luczak?

—No —dije—. Prosigan.

«Durante todo aquel mes Sanjay se mostró muy agitado. Comprendí que no había tenido la educación religiosa que yo afortunadamente había recibido. Al igual que todos los miembros del Partido Comunista Indio, Sanjay tenía que habérselas con creencias políticas totalmente antagónicas con su herencia más profunda como hindú. Es necesario comprender que para nosotros la religión no es una creencia abstracta que requiera un acto de fe, como no lo es el proceso de la respiración. En realidad nos resultaría más fácil ansiar que nuestro corazón dejara de latir que desear perder nuestra propia perspectiva como hindúes. Ser hindú, especialmente en Bengala, es aceptar todas las cosas como aspectos de divinidad y jamás separar de manera artificial lo sagrado de lo profano. Sanjay compartía ese conocimiento, pero la delgada capa de pensamiento occidental que había sido injertada sobre su alma india le impedía aceptarlo.

»Durante aquel mes le pregunté una vez por qué se había molestado en convertirse en miembro de los Kapalikas si no podía adorar sinceramente a su diosa. Entonces se puso furioso conmigo y me llamó de muchas maneras. Incluso llegó a amenazarme con subirme el alquiler o exigir el pago de sus préstamos. Luego, recordando acaso nuestro Juramento de Hermandad y viendo mi expresión contrita se excusó.

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