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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (4 page)

BOOK: La canción de Kali
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Una vez fuera la atmósfera parecía aún más pesada y húmeda que en la sofocante terminal. Unos proyectores iluminaban un cartel plateado sobre las puertas de la terminal.

—Aeropuerto Dum-Dum —leí en voz alta.

—Sí, sí. Aquí era donde hacían las balas hasta que fueron prohibidas después de la Primera Guerra Mundial —dijo Krishna—. Por aquí, por favor.

De repente nos vimos rodeados por una docena de mozos de equipajes clamando por transportar nuestras escasas maletas. Los hombres estaban flacos como cañas, llevaban las piernas desnudas y vestían harapos marrones. A uno de ellos le faltaba un brazo. Otro tenía el aspecto de haber estado en un terrible incendio, tenía la barbilla soldada al pecho por grandes capas de jirones de tela. Era evidente que no podía hablar, pero gorgoteaba apremiantes sonidos a través de su garganta destrozada.

—Déles el equipaje —dijo Krishna con tono tajante. Hizo un ademán imperioso al precipitarse los mozos uno contra otro para coger las maletas.

Hubimos de caminar tan sólo unos quince metros a lo largo de un camino en curva. El aire estaba cargado de humedad, tan sombrío y pesado como una manta del ejército empapada. Por un descabellado instante pensé que estaba nevando, ya que por el aire parecían volar copos blancos. Pero en seguida comprendí que eran millones de insectos danzando ante los focos de los proyectores de la terminal. Krishna hizo un gesto a los mozos, señalando hacia un vehículo. Me detuve sorprendido.

—¿Un autocar? —pregunté, aun cuando aquel furgón azul y blanco se asemejara más a un ómnibus de pacotilla que a un autocar con todas las de la ley. En uno de sus costados aparecía impresa la leyenda «USEFI».

—Sí, sí, sí. Es el único medio de transporte disponible. Y ahora dense prisa.

Uno de los mozos trepó con la agilidad de un mono hasta el techo por la parte posterior del vehículo. Le izaron nuestras cuatro maletas, que dejó aseguradas en la baca de equipajes. Mientras cubrían las maletas con un plástico negro yo me preguntaba por qué no podíamos llevarlas en el propio autobús. Encogiéndome de hombros hurgué en los bolsillos, sacando dos billetes de cinco rupias para pagar a los mozos. Krishna me los cogió de las manos, devolviéndome luego uno.

—No. Es demasiado —dijo.

Volví a encogerme de hombros mientras ayudaba a Amrita a subir. Victoria había acabado por despertarse con los gritos de los agitados mozos e incorporaba su llanto estridente a la confusión general. Saludamos con la cabeza al somnoliento conductor y ocupamos el segundo asiento a la derecha. En la portezuela Krishna discutía con los tres mozos que habían llevado nuestras maletas. Amrita no podía comprender todo aquel torrente de bengalí, aunque sí lo suficiente para explicarme que los mozos estaban enfadados porque no podían dividir cinco rupias en tres partes. Pedían otra rupia. Krishna gritó algo y se dispuso a cerrar la puerta del autobús. El mozo de más edad, cuyo rostro era un laberinto de profundos surcos cubiertos de una rastrojera blanca, dio un paso adelante y bloqueó con su cuerpo la puerta plegable. Otros mozos acudieron desde sus puestos junto a los accesos a la terminal. Los gritos se convirtieron en alaridos.

—¡Por Dios Santo! —exclamé—. Tome, déles algunas rupias más y vayámonos de aquí.

—¡No! —Krishna dirigió la vista hacia mí, su violencia ya no estaba contenida. Tenía la mirada jubilosa que uno ve en los ojos de hombres que practican deportes sangrientos—. Es demasiado —dijo con firmeza.

Ante la portezuela había ya una turbamulta de mozos. De repente unas manos empezaron a golpear sobre el costado del autocar. El conductor se irguió en su asiento y se ajustó nervioso la gorra. El viejo que bloqueaba la puerta se había encaramado al primer peldaño como dispuesto a entrar, pero Krishna le puso tres dedos sobre el pecho desnudo y lo empujó con firmeza. El viejo cayó de espaldas entre el mar de siluetas vestidas de marrón.

De repente unos dedos nudosos se engarfiaron en la ventanilla, parcialmente abierta, junto al asiento de Amrita, y el mozo de la cara abrasada se irguió como en una barra de gimnasio. Su boca se agitaba frenética a unas pulgadas de nosotros y pudimos darnos cuenta de que no tenía lengua. La saliva salpicaba el cristal polvoriento de la ventana.

—¡Maldición, Krishna!

Me puse en pie para entregar a los mozos el dinero. En aquel momento surgieron tres policías de entre las sombras. Llevaban cascos blancos, cinturones Sam Browne y calzones caqui. Dos de ellos enarbolaban porras
lathi
, la versión india de la de un agente de patrulla nocturna, casi un metro de madera maciza con un núcleo de hierro en el extremo.

La turbamulta de mozos seguía gritando, pero retrocedieron como un solo hombre ante el avance de los policías. La cara achicharrada desapareció de la ventanilla de Amrita. El primer policía golpeó con la porra en la delantera del autocar, y el viejo mozo de equipajes se volvió para vocear sus quejas. El policía enarboló su peligrosa porra y gritó a su vez. Krishna aprovechó la oportunidad para accionar la manija que cerraba la puerta del autobús. Dijo dos palabras al conductor en tono imperioso y empezamos a movernos, acelerando rápidamente por el camino en sombras. Se escuchó un fuerte golpe metálico como si hubieran arrojado una piedra contra la parte trasera del vehículo.

Y de repente estábamos fuera del aeropuerto y deslizándonos por una carretera desierta de cuatro carriles.

—Carretera VIP —dijo Krishna desde la portezuela donde todavía seguía—. Sólo viajan por ellas personas muy importantes.

Hacia la derecha apareció iluminado un descolorido cartel. En él podía leerse en hindi, bengalí e inglés: «BIENVENIDOS a CALCUTA.»

Viajábamos sin luces, pero las del interior del autocar seguían encendidas. Los preciosos ojos de Amrita estaban ojerosos por la fatiga. Victoria, demasiado extenuada para dormir y harta de llorar, emitía una serie de leves mayidos en brazos de su madre. Delante de nosotros Krishna se encontraba sentado de lado, ofreciéndonos el perfil de su nariz de rapaz, el irritado semblante iluminado por las bombillas del interior y alguna farola ocasional.

—Durante casi tres años fui a la universidad en Estados Unidos —dijo.

—¿De veras? —repuse—. Muy interesante —añadí, aunque me hubiera gustado abofetear a aquel estúpido hijo de puta por haber dado lugar a aquel alboroto.

—Sí, sí. Trabajé con negros, chicanos y pieles rojas. Los pueblos oprimidos de su país.

Las pantanosas extensiones de oscuridad que habían venido bordeando la carretera dieron paso, de repente, a un montón de covachuelas que surgieron a la derecha del arcén de la carretera. Brillaban linternas a través de las paredes de arpillera. A lo lejos una fogata recortaba siluetas que se movían nerviosas ante llamas amarillas. Al parecer sin transición, dejamos atrás el campo y rodamos por calles angostas, enfangadas por las lluvias, que bordeaban bloques de altos y descuidados edificios, kilómetros de casuchas con tejados de hojalata y un panorama infinito de deteriorados almacenes a oscuras.

—Mis profesores eran estúpidos. Unos conservadores estúpidos. Creían que la literatura consistía en palabras muertas en libros.

—Sí —contesté. No tenía idea de a qué se refería Krishna. Las calles estaban inundadas. En algunos puntos el agua alcanzaba casi el metro de profundidad. Bajo lonas andrajosas podían verse figuras con túnicas, sentadas y durmiendo y en cuclillas y mirándonos con unos ojos de los que sólo se veía el blanco entre órbitas en sombras.

Cada calleja ofrecía una breve visión de habitaciones abiertas, patios iluminados con bombillas desnudas, sombras moviéndose dentro de sombras. Un frágil individuo que arrastraba una pesada carreta hubo de apartarse de un salto al pasar con estruendo nuestro vehículo, arrojando sobre él y su carga una cortina de agua. Agitó el puño y su boca emitió obscenidades inaudibles.

Los edificios parecían viejos, más allá de todo tiempo, restos ruinosos de algún milenio olvidado, de alguna era prehumana, ya que las sombras, los ángulos, las aberturas y los huecos no se ajustaban a la arquitectura del hombre. Y sin embargo en cada segundo o tercer piso podía captarse, a través de las ventanas abiertas, indicios de una humanidad habitante de aquellas ruinas druídicas. Oscilantes bombillas desnudas, cabezas que se agitaban, paredes desconchadas mostrando el blanco costillar del edificio, chillonas ilustraciones de deidades de múltiples brazos recortadas de revistas y toscamente pegadas en las paredes o ventanas, los gritos de los niños jugando, corriendo, desapareciendo por las callejuelas en sombras, lloriqueos de bebés apenas audibles y por doquier el movimiento fortuito captado por el rabillo del ojo, el deslizamiento sibilante de los neumáticos del autobús sobre el cemento y el asfalto mojados y el espectáculo de las figuras envueltas en sábanas, semejantes a cadáveres, en las aceras en sombras. Me embargó una terrible sensación de
deja vu
.

—Abandoné asqueado cuando un estúpido profesor se negó a aceptar mi ensayo sobre la deuda que Walt Whitman tenía con el budismo zen.

—Sí —repetí—. ¿Cree que podríamos apagar estas luces?

Nos acercábamos al centro de la ciudad. Los decadentes barrios residenciales daban paso a edificios más grandes y aún más decadentes. Había algunos faroles. En los profundos charcos de agua oscura que se habían formado en los cruces se reflejaban vagos destellos de descargas eléctricas. Todos los almacenes en sombras parecían contener formas silenciosas, envueltas en sábanas, yaciendo como fardos de ropa abandonados o erguidos para vigilar nuestro paso. En el interior del autocar las luces amarillas nos daban el aspecto de figuras de cera. Entonces supe lo que debían de sentir los prisioneros de guerra cuando les hacían desfilar por las calles de la capital enemiga.

Delante de nosotros se encontraba un muchacho encaramado en un canasto, en medio de un círculo de agua negra, haciendo girar por la cola lo que me pareció un gato muerto. Lo arrojó al paso del autobús y sólo cuando el peludo cuerpo rebotó con sordo ruido contra el parabrisas, me di cuenta de que era una rata. El conductor, soltando una maldición, se lanzó hacia el muchacho. El chico saltó con un revolotear de piernas y el canasto en el que había estado encaramado fue aplastado por nuestra rueda derecha.

—Usted lo comprende, claro, porque es poeta —dijo Krishna mostrando sus dientes pequeños y agudos.

—¿Qué pasa con las luces? —pregunté.

Sentí que empezaba a enfurecerme. Amrita dejó caer suavemente su mano izquierda sobre mi brazo.

Krishna dijo algo en bengalí con voz cortante. El conductor, encogiéndose de hombros, gruñó una respuesta.

—El conmutador está roto —dijo Krishna.

Entramos en una plaza. Lo que podía ser un parque trazaba una sólida línea de oscuridad a través del laberinto de deteriorados edificios. Había dos tranvías abandonados en el centro de una destartalada plaza, por lo demás abarrotada por doce familias acurrucadas bajo lonas medio caídas. Empezó de nuevo a llover. El repentino aguacero golpeaba sobre el metal del autocar como puños desde el oscuro cielo. En el parabrisas sólo había escobilla en la parte del conductor, y ésta se movía tan perezosamente bajo aquella cortina de agua que pronto hubo un velo entre la ciudad y nosotros.

—Tenemos que hablar sobre M. Das —dijo Krishna.

Parpadeé.

—Quiero que apague las luces —insistí hablando despacio y con precisión.

Desde el aeropuerto había estado sintiendo crecer en mí una furia irracional. Sabía que dentro de un instante estaría estrangulando a aquel cretino farisaico e insensible, ahogándole hasta hacer que sus ojos de batracio se le salieran de las órbitas. Sentí que la ira me embargaba como la oleada de calor de una bebida fuerte. Amrita debió de darse cuenta de mi pasajera locura porque su mano se cerró sobre mi brazo como un tornillo.

—Es muy importante que le hable del señor M. Das —repitió Krishna.

En el autobús el calor era casi insoportable. Sentíamos el sudor en la cara como ardientes ampollas. Nuestro aliento semejaba suspendido en el aire cual vapor, mientras que el mundo parecía borrado bajo el aplastante aguacero del exterior.

—Apagaré yo las jodidas luces —dije, e inicié un movimiento para levantarme. Amrita me hubiera sujetado con ambas manos de no ser por Victoria.

Krishna enarcó sorprendido las espesas cejas al alzarme por encima suyo.

—Ya no importa, Bobby. Hemos llegado. Mira, ahí está el hotel —dijo Amrita en el preciso momento en que yo extendía mi brazo.

Me detuve y seguidamente me incliné para mirar por la ventanilla. El aguacero había parado con la misma rapidez con que empezara y ya sólo caía una ligera llovizna. Mi ira se desvaneció con el sonido suave de la lluvia sobre el techo.

—Tal vez hablaremos más tarde, señor Luczak —insistió Krishna—. Es de la mayor importancia. Tal vez mañana.

—Sí. —Cogí a Victoria en brazos y encabecé la marcha para bajar del autocar.

La fachada del Gran Hotel Oberoi estaba tan oscura como un acantilado de granito, pero por el portalón salía algo de luz. Una maltrecha marquesina cubría la acera. A cada uno de los lados, en pie y silenciosas bajo paraguas relucientes por la lluvia, podía verse una docena aproximada de borrosas figuras. Algunos enarbolaban pancartas empapadas. En una de ellas pude ver la hoz y el martillo junto con la palabra INJUSTICIA escrita en inglés.

—Huelguistas —señaló Krishna al tiempo que chascaba los dedos ante un somnoliento conserje con librea roja. Me encogí de hombros.

No me sorprendió encontrar unos manifestantes delante del sombrío hotel a la una y media de la madrugada en una Calcuta inundada por las lluvias monzónicas. En algún momento, durante la última media hora, se había esfumado mi sentido de la realidad.

Los oídos me zumbaban como el bordoneo de incontables patas de insectos. «El jet lag», pensé.

—Gracias por haber venido a recogernos —dijo Amrita a Krishna, al subir éste de nuevo al autobús.

El joven esbozó su mueca de cría de tiburón.

—Sí, sí. Mañana hablaré con ustedes. Buenas noches, buenas noches.

Al parecer la entrada al hotel incluía varios oscuros recibidores que separaban el vestíbulo de la calle a modo de laberinto protector. El propio vestíbulo estaba bastante iluminado. El empleado de la recepción estaba bien despierto, correctamente vestido y encantado de recibirnos. Sí, allí estaban las reservas para los señores Luczak. Sí, habían recibido nuestro télex sobre el retraso. El mozo de equipajes era un hombre viejo, pero hizo arrumacos a Victoria mientras nos acompañaba en el ascensor hasta el sexto piso, y al retirarse le di diez rupias.

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