Estaban a punto de subir al avión y ya me había despedido de ellas con un beso cuando Amrita recordó algo.
—Ah, en el caso de que Kamakhya no vaya al hotel, ¿te importaría pasarte por su casa para recoger la tela?
—¿Tan importante es?
—No, pero me gustaría tenerla.
—¿Por qué no cambiaste su tela en la tienda?
—Estaba cortada a medida. Y pensaba que volveríamos a verla. Vaya, estaba segura de que tenía la nota aquí. No importa, recuerdo la dirección. —Amrita sacó una carterita de cerillas que cogiera en el salón del Príncipe y garrapateó la dirección en la parte interior de la solapa.
—Sólo si dispones de tiempo.
—Muy bien.
No tendría tiempo. Nos abrazamos de nuevo. Victoria se retorcía entre nosotros, confusa por todo aquel ruidoso gentío. Cubrí con la mano la cabeza del bebé, palpando la suavidad infinita de su pelo.
—Buen viaje. Os veré dentro de un par de días.
En el aeropuerto de Dum-Dum no había rampas de embarque. Los pasajeros atravesaron una húmeda extensión de asfalto y subieron por una escalerilla hasta el reactor de Air India que esperaba. Amrita se volvió y agitó el brazo gordezuelo de Victoria antes de desaparecer en el interior del Air-bus de fabricación francesa. Normalmente habría esperado a que el avión despegara.
Consulté mi reloj y fui rápidamente, atravesando la terminal, hasta una cabina telefónica. Gupta contestó a la quinta llamada.
—Todo está preparado, señor Luczak. Aquí tiene la dirección... —Me hurgué los bolsillos en busca de mi agenda de notas, pero lo único que encontré fue la carterita de cerillas que Amrita me diera. Garrapateé el número de la calle junto a la dirección de Kamakhya—. ¡Ah...! Señor Luczak...
—¿Sí?
—Esta vez venga solo.
Cuando bajé del taxi la lluvia había cesado. Del pavimento de las calles ascendía el vapor que se escurría entre los viejos edificios. No tenía idea de dónde estaba. La dirección que Gupta me diera era un chaflán de una calle en el sector viejo de la ciudad, pero de camino hacía allí no había visto nada que me fuera familiar.
Después de la tormenta, la calzada y aceras de las calles empezaban a llenarse de gente. Pasaban bicicletas con campanillas tintineantes. La atmósfera agobiante se hacía todavía más densa con los humos de las motocicletas. Un buey viejo con el lomo cubierto literalmente de costras y úlceras abiertas se encontraba pesadamente tumbado en el centro de la ajetreada calle.
Me quedé allí plantado, esperando. La acera no era en realidad más que una franja de algo más de un metro de ancho de barro lleno de agujeros entre las cloacas de los muros de viejos edificios. Entre estos últimos había unas separaciones de un metro y después de verme asaltado por un hedor terrible, me adelanté y atisbé a través de uno de los angostos huecos.
Basura y residuos orgánicos se amontonaban alcanzando una altura de entre dos y tres metros a lo largo de aquella larga calleja. Era evidente que los inquilinos habían estado arrojando allí sus basuras durante muchos años, desde las ventanas altas. Unas siluetas oscuras se movían entre los apestosos montones. Me aparté rápidamente del hueco y permanecí en pie junto al arroyo de agua de lluvia y residuos que marcaba la separación entre la calzada y la acera.
Observé cada rostro de aquella muchedumbre en movimiento. Como en cualquier otra gran ciudad los peatones habían ocultado sus caras tras una máscara de irritabilidad inquieta. Muchos de los hombres llevaban tiesas camisas de poliéster y pantalones acampanados del mismo género. Me asombraba el hecho de que en un país que producía algunos de los mejores y menos costosos tejidos de algodón, el sello de prestigio de la clase media fuera el poliéster, el más caro e insoportable poliéster. Alguna que otra vez un rostro sudoroso bajo un aceitoso pelo negro miraba en mi dirección, pero nadie se detenía; tan sólo algunos niños, desnudos salvo por los sucios pantalones caqui, durante algunos minutos bailaron alrededor de mí, gritando «¡Baba!, ¡Baba!» y riendo. No les di moneda alguna. Al cabo de unos minutos echaron a correr chapoteando a través de la cloaca.
—¿Es usted Luczak?
Di un respingo. Los dos hombres habían llegado por detrás de mí mientras observaba la circulación. Uno de ellos iba vestido con el poliéster habitual, pero el otro llevaba el manchado caqui de las clases sirvientes. Ninguno de los dos parecía especialmente inteligente o simpático. El alto y delgado llevaba una camisa estampada y tenía la cara en forma de cuña, con pómulos agudos y una boca fina. El hombre de caqui era más bajo y corpulento que su amigo. Y también parecía más obtuso. Tenía una expresión somnolienta y desdeñosa en la mirada que me recordaba a todos los matones que en mi vida conociera.
—Yo soy Luczak.
—Venga.
Empezaron a caminar entre el gentío con tal rapidez que hube de correr dando empujones para alcanzarlos. Hice algunas preguntas, pero su silencio y el estruendo de la calle me convencieron de que debía callarme y seguirlos.
Estuvimos andando casi una hora. En un principio me había sentido perdido, pero pronto quedé totalmente desorientado. A causa de las omnipresentes nubes ni siquiera podía recurrir al sol para un posible cálculo. Bajamos por atestadas calles no más anchas que callejuelas y auténticas callejas atiborradas de gente y desperdicios. En ciertos momentos los dos hombres me guiaron a través de cortos túneles hasta jardines de edificios residenciales. Por todas partes se veían niños corriendo, chillando y en cuclillas. Las mujeres se cubrían parte del rostro con sus saris y observaban con ojos oscuros y suspicaces. Otros túneles conducían a otros patios. Viejos sentados sobre barandillas de hierro con las piernas colgando y mirando hacia abajo con ojos vidriosos. Bebés berreando. Sobre rellanos de cemento ardían fuegos para guisar y el humo flotaba en la atmósfera brumosa.
Otro corto túnel nos condujo hasta otra calleja, con varias manzanas de longitud y más poblada de gente que la mayoría de las calles principales de América. Esta nos llevó a una zona donde habían sido derribados los edificios, pero entre los montones de escombros se habían alzado tiendas y refugios improvisados. Las lluvias monzónicas y las inmundas conducciones habían invadido un profundo hoyo, acaso un antiguo sótano. Grupos de hombres y muchachos chapoteaban y gritaban en el agua, mientras que otros saltaban desde las ventanas del segundo piso de los edificios que rodeaban la piscina pardusca. Pasamos junto a dos muchachos desnudos que sacudían con palos lo que parecía una hinchada rata ahogada.
Luego dejamos atrás definitivamente los edificios residenciales y entramos en un chawl de muros de piedra apilada sin argamasa, apartamentos de arpillera y condominios de varios niveles construidos con viejas tablas, láminas de hojalata y madera roída y blancuzca. En una parcela vacía se encontraban veinte o treinta hombres en cuclillas, defecando. Más allá, unas jóvenes sentadas en una terraza de piedra detrás de sus retoños más pequeños les quitaban cuidadosamente los piojos del apelmazado pelo. De vez en cuando un perro escuálido se apartaba a nuestro paso, pero allí nadie parecía tener instintos territoriales. Ojos humanos vigilaban desde las profundas sombras de las entradas de los chamizos. De vez en cuando aparecía corriendo un chiquillo con la mano extendida, pero un adulto invisible lo llamaba al orden de inmediato.
De repente el incienso invadió el aire e irritó los ojos. Pasamos junto a un destartalado edificio verde que, a juzgar por el tañido de campanas y los cánticos atonales que surgían del patio interior, daba la impresión de ser un templo. En el exterior una vieja y su nieta sacaban boñigos de vaca de un gran cesto y los amasaban hasta formar unas bolas del tamaño de hamburguesas, para ser utilizadas como combustible en las fogatas nocturnas. Unos diez metros del muro del templo estaban cubiertos con hileras de trozos redondos y secos de boñigos amasados con los dedos. Al otro lado de un sendero cenagoso, con pretensiones de calle, varios hombres trabajaban en la construcción de una choza de bambú no mayor que una tienda grande. A nuestro paso callaron las amistosas voces de los hombres, que nos observaron pasar en silencio. Si aún me quedaba algún vestigio de duda de que mis dos guías era Kapalikas, se disipó ante la estela de silencio que dejábamos al pasar.
—¿Está muy lejos?
Empezaba a llover de nuevo y me había dejado el paraguas en el hotel. Tenía los pantalones blancos embarrados hasta la rodilla. Mis Wallabees marrones jamás volverían a ser los mismos.
Me detuve.
—He preguntado si está muy lejos.
El hombre corpulento vestido de caqui se volvió y sacudió la cabeza. Apuntó con un dedo hacia el muro de unos grises edificios industriales visibles más allá del mar de chamizos. Durante los últimos cien metros tuvimos que ascender por la ladera embarrada de una colina y por dos veces caí de rodillas. La cima de la colina estaba protegida por una alta cerca de malla con saledizos de alambre de espino. Miré a través de ella y vi entre los edificios barriles de petróleo enmohecidos y vías muertas de ferrocarril.
—Y ahora, ¿qué?
Me volví para admirar el panorama del chawl. Los tejados de hojalata descansaban sobre incontables rocas, negro sobre gris. Aquí y allá era visible el llamear de las fogatas en los oscuros umbrales. A lo lejos, en la dirección de la que proveníamos, se prolongaban las viviendas hasta perderse de vista entre la densa llovizna. El humo ascendía desde un centenar de puntos y se mezclaba en el cielo gris pardo.
—Venga.
El hombre de la cara de cuña había apartado una sección de la cerca.
Vacilé. El corazón me latía con mucha más fuerza que cuando subía la colina. Sentía esa ligereza estimulante de calambre en el estómago que se experimenta al acercarse al final de un alto trampolín.
Asentí y atravesé la cerca.
La zona de la fábrica estaba en silencio. Advertí hasta qué punto me había acostumbrado al eco de las conversaciones, del movimiento de la gente de esa desbordada ciudad. En aquellos momentos, mientras pasábamos de una calleja en penumbra a la siguiente, el silencio iba haciéndose tan denso como el aire húmedo. No podía creer que el complejo de la fábrica siguiera aún en activo. Pequeños edificios de ladrillo aparecían casi envueltos por hierbajos y plantas trepadoras. En lo alto de un muro un ventanal que una vez tuviera un centenar de recuadros de cristal tan sólo conservaba intactos diez o doce. El resto eran agujeros negros y cortantes que de tanto en tanto atravesaban pequeños pájaros. Por todas partes se veían bidones vacíos de petróleo que una vez fueran de un rojo, amarillo o azul brillantes, pero que ya estaban todos herrumbrosos.
Entramos en una callejuela todavía más angosta, un
cul-de-sac
. Me detuve bruscamente. Me llevé la mano derecha al bolsillo inferior derecho de mi sahariana y a la pesada piedra del tamaño de la palma que había cogido en la ladera de la colina. Aunque parezca increíble una vez allí no sentí el menor miedo, únicamente una profunda curiosidad respecto a lo que los dos hombres harían a renglón seguido. Miré por encima del hombro para asegurarme de que por detrás estaba despejado, tracé mentalmente una retirada a través de aquel laberinto de callejas y volví junto a los dos Kapalikas. «Vigila al corpulento», me advertía una parte de mí.
—Allí.
El de caqui señaló una estrecha escalera exterior. Al final de ella había una puerta. La hiedra cubría el muro de ladrillos. No había ventanas.
No me moví. Mi mano se cerró sobre la piedra. Los dos hombres esperaron un largo momento, se miraron el uno al otro y, girando sobre los talones, emprendieron el camino de regreso por donde habíamos venido. Me hice a un lado, descansando la espalda contra un muro, y los dejé ir. Estaba seguro de que no esperaban que los siguiera. Sus pisadas sobre la grava fueron audibles durante un corto espacio de tiempo, luego sólo mi entrecortada respiración rompía el silencio.
Miré hacia la empinada escalera. Los altos muros y la estrecha franja de cielo hicieron que por un momento me sintiera mareado. De repente una bandada de palomas salió disparada de alguna oscura cavidad debajo del tejado y se alejó volando, agitando ruidosamente las alas como disparos de rifle, y trazando círculos en el cargado cielo. Parecía muy oscuro para ser las tres y media de la tarde.
Retrocedí hasta el cruce de callejas y miré en ambas direcciones. Nada visible a menos de cien pasos. La piedra que tenía en la mano estaba fría y pesaba bastante. Un utensilio del hombre de las cavernas. Sobre su suave superficie todavía tenía adherida arcilla roja. Me llevé la piedra a la mejilla y miré de nuevo hacia la puerta, a nueve metros de altura en el muro cubierto de verde. Tenía un panel de cristal, pero tiempo atrás había sido pintado.
Cerré los ojos un segundo y exhalé el aliento despacio. Luego guardé la piedra en el bolsillo de mi camisa y subí por la desvencijada escalera para encontrarme con lo que me esperara allí.
... Tú, Calcuta, zorra,
Orinas lepra amarilla como pis ictérico,
Como un gran fresco artístico...
TUSHAR ROY
La habitación era muy pequeña y en extremo oscura. En el centro de una mesa cuadrada de madera había una diminuta lámpara de petróleo con la llama chisporroteando sobre un charco de manteca rancia, pero la escasa luz que daba la absorbían las cortinas negras que colgaban a cada lado. La cámara era menos una habitación que una cripta recubierta de negros sudarios.