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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (21 page)

BOOK: La canción de Kali
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—¡Nada!

Empezamos a caminar sin dirección fija, abriéndonos paso entre una multitud que se movía hacia ninguna parte. Amrita me tiró de la manga y yo me incliné hacía ella para que pudiera hablarme al oído.

—¿No deberíamos esperar a Chatterjee y a Gupta?

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—Déjales que se ganen su propia cuota de medios dólares de Kennedy.

—¿Qué?

—No importa.

Una mujer pequeña se acercó a nosotros. Sobre la espalda llevaba algo que hubiera podido ser su marido. El hombre tenía el espinazo horriblemente contorsionado, un hombro le sobresalía del centro de su espalda encorvada y las piernas eran tentáculos sin hueso que desaparecían entre los pliegues del sari de la mujer. Alargó hacia nosotros un brazo negro con más huesos que carne, abierta la palma de la mano.

—¡Baba! ¡Baba!

Vacilé un segundo y luego, echando mano al saco, le di una moneda.

A la mujer se le desorbitaron los ojos y al punto alargó ambas manos hacia nosotros.

—¡Baba!

—¿Debería darle todo? —grité a Amrita, pero antes de que pudiera contestarme una docena de manos se tendían hacia mi cara.

—¡Baba! ¡Baba!

Intenté retroceder, pero mi espalda tropezó con nuevas manos implorantes. Empecé a repartir monedas rápidamente. Las manos agarraban las monedas de plata, desaparecían en la refriega y luego volvían en busca de más. Vi a Amrita y Victoria a unos tres metros de distancia y me alegré de que estuvieran lo bastante alejadas de mí.

El gentío creció como por arte de magia. Tan pronto había diez o quince personas gritando y alargando las manos, como unos segundos después se habían convertido en treinta y luego en cincuenta. Tenía la sensación de que estábamos en Halloween y yo repartía golosinas a un montón de bromistas, pero esa inofensiva ilusión se esfumó cuando una mano oscura comida por la lepra surgió de entre la multitud y unos dedos descarnados se agitaron ante mi cara.

—¡Eh! —grité, pero la advertencia sonó muy débil entre el ruido de aquella turba.

Debió de haber más de cien personas empujando hacia el atestado centro de un círculo que me retenía a mí como objetivo. Una mano que buscaba a tientas me desgarró la camisa y dejó unas huellas paralelas sobre mi pecho. Un codo me dio en el lado de la cabeza y me habría caído si la presión de los cuerpos no me hubiese mantenido erguido.

—¡Baba! ¡Baba! ¡Baba!

Toda aquella turba avanzaba hacia el borde de la plataforma. Era una caída de unos dos metros hasta las vías férreas. La mujer con el tullido en la espalda chilló al soltarse éste y caer entre aquella voraz manada. Cerca de mí un hombre empezó a aullar al tiempo que golpeaba repetidamente a otro en la cara con el canto de la mano.

—A la mierda con esto —dije al tiempo que lanzaba al aire el saco de monedas.

La bolsa de lona trazó un perezoso arco e hizo llover monedas sobre la turba y un voceador que vendía arroz. Los chillidos alcanzaron su punto álgido y la enloquecida masa se apartó frenética del borde de la plataforma, no sin que algo o alguien cayera a las vías. Una mujer chilló a pocos centímetros de mi cara y sentí que su saliva me rociaba el rostro. Alguien tropezó conmigo y por un segundo sentí todo el peso de la turba sobre mi espalda, hundiéndome la cara contra el suelo, aplastándome. Oí a lo lejos los gritos de Amrita por sobre el animal rugido del gentío. Abrí la boca para gritar, pero en aquel instante un sucio pie descalzo me dio en plena cara. Alguien caminó sobre mi pantorrilla y sentí un agudo dolor en el músculo.

Por un instante me encontré perdido en la oscuridad de formas agitadas, y al siguiente pude ver la luz a través de altas claraboyas rotas y a Amrita inclinada sobre mí, sujetando a Victoria con el brazo izquierdo mientras utilizaba el derecho para apartar bruscamente al último de los agresivos mendigos. La muchedumbre se alejó y Amrita me ayudó a sentarme en la sucia plataforma. Era como si una marea hubiese llegado de la nada y, una vez descargada su violencia, retrocediera para replegarse en el confuso mar de gente y lagunas de familias agrupadas. Cerca de nosotros un viejo estaba en cuclillas junto a una gran marmita de agua hirviendo que milagrosamente había permanecido intacta en medio de toda aquella confusión.

—Lo siento, lo siento —repetía una y otra vez a Amrita, tan pronto como recuperé el aliento. Desaparecido ya el peligro, Amrita empezó a sollozar y a reír, abrazándome y ayudándome a ponerme en pie. Examinamos bien a Victoria en busca de golpes o arañazos, y la niña eligió aquel preciso instante para empezar a llorar tan ruidosamente que los dos hubimos de tranquilizarla con besos y abrazos—. Lo siento —dije de nuevo—. He sido un estúpido.

—Mira —señaló Amrita.

En el suelo, junto a mi pie, había una cartera marrón, de aspecto corriente. La cogí y nos abrimos camino hasta el exterior entre un batallón de
coolies
de
rickshaw
clamando por nuestro viaje. Encontramos un espacio relativamente libre cerca de la calle y descansamos contra un pilar de ladrillo mientras el torrente humano se deshacía a nuestro alrededor. Examiné de nuevo a Victoria. Estaba perfectamente, parpadeando bajo la cruda luz y pensando, evidentemente, si le convenía romper a llorar de nuevo.

Amrita me cogió por el brazo.

—Veamos lo que hay en la cartera y vayámonos de inmediato —dijo.

—La abriré luego.

—Ábrela ahora, Bobby —insistió—. Pareceremos unos estúpidos si has soportado todo esto para recoger el almuerzo de algún hombre de negocios.

Asentí y abrí los cierres con un chasquido. No era el almuerzo de nadie. El manuscrito consistía en un montón de varios centenares de páginas. Algunas escritas a máquina, otras garrapateadas y al menos media docena eran de tamaños y colores distintos.

Repasé las hojas suficientemente para confirmar que se trataba de poesía y que el manuscrito estaba en inglés.

—Muy bien. Vámonos de aquí.

Cerré la cartera y nos disponíamos a elegir un taxi, cuando el Premier e se detuvo con un chirrido y de él bajaron Chatterjee y Gupta, gritando excitados.

—Los felicito —dije molesto—. ¿Qué los detuvo?

11

Pienso con el cuerpo y con el alma, en las mujeres de Calcuta...

ANANDA BAGCHI

La imagen reflejada en el espejo era un desastre. Tenía el pelo alborotado, la camisa desgarrada, los pantalones de algodón blanco sucios y huellas de uñas sobre el pecho. Me hice una mueca y tiré al suelo la camisa inservible. Gesticulé de nuevo al limpiarme Amrita los cortes con un algodón empapado en agua oxigenada.

—No dejaste muy contentos a Chatterjee y a Gupta —me dijo.

—No es culpa mía que no hubiera una versión bengalí del manuscrito.

—Les hubiera gustado disponer de más tiempo para estudiar la versión inglesa, Bobby.

—Claro. Bueno, de todas maneras encontrarán fragmentos en
Harper's
. O pueden esperar a la edición de primavera de
Other Voices
. Claro está que siempre que los expertos de Morrow lleguen a la conclusión de que es realmente un manuscrito de Das. Yo tengo mis dudas.

—¿Y no vas a leerlo hoy?

—Ni hablar. Le echaré un vistazo mañana, durante el vuelo, y lo estudiaré cuando estemos en casa.

Amrita asintió y terminó de limpiarme los cortes del pecho.

—Más vale que el doctor Heinz eche un vistazo a esto cuando volvamos a casa.

—De acuerdo.

Volvimos a la otra habitación y nos sentamos en la cama. La electricidad estaba cortada, el climatizador se había estropeado y la habitación parecía un baño turco. Abriendo las ventanas sólo se lograba que los ruidos y el hedor de la calle invadieran la habitación. Victoria estaba sentada en el suelo, sobre su manta. No llevaba más que los pañales y unos pantaloncitos de goma, y forcejeaba con un gran balón del que colgaban campanillas. El balón estaba encima de ella y al parecer era el que iba ganando la partida.

Incluso yo estaba sorprendido por no haber leído el manuscrito de inmediato. Nunca tuve reputación de saber dominar mi curiosidad o de aplazar cualquier tipo de actividad gratificante. Pero me sentía cansado y deprimido y con una fuerte aversión, absolutamente ilógica, a mirar siquiera el manuscrito hasta que los tres estuviéramos a salvo fuera del país.

¿Qué había sido de la policía? No había vuelto a ver el sedán gris y ahora ya tenía mis dudas de que siquiera nos hubiesen seguido. Bien, nada parecía funcionar con eficacia en Calcuta. ¿Por qué habrían de ser una excepción las fuerzas de la policía?

—Entonces, ¿qué haremos hoy? —preguntó Amrita.

Me dejé caer de nuevo sobre la cama con una guía turística.

—Bien, podemos ver el impresionante Fuerte William, o visitar la imponente mezquita de Nakhoda... que, de hecho, fue modelada a semejanza de la tumba de Akbar, quienquiera que sea Akbar... o regresar por el río para ver los jardines botánicos.

—Hace demasiado calor —repuso Amrita. Se había cambiado y lucía unos shorts y una camiseta en la que se leía «EL LUGAR DE LA MUJER ESTÁ EN LA CASA... Y EN EL SENADO». Me pregunté qué diría Chatterjee si la viera vestida de esa manera.

—Podemos ir al Victoria Memorial.

—Apostaría cualquier cosa a que allí no hay ventiladores —dijo Amrita—. ¿Dónde hará fresco?

—¿En un bar?

—Es domingo.

—Sí. Eso es lo que quería preguntar. Por qué en un país hindú lo cierran todo el...

—¡El parque! —exclamó Amrita—. Podemos ir a pasear por el Maidan, cerca del hipódromo que vimos desde el taxi. Allí tal vez haya brisa.

Suspiré.

—Podemos probar. De cualquier manera será más fresco que este lugar.

Pero no era más fresco. Por todas partes nos seguían pequeños grupos de mendigos, un penoso recuerdo de aquella mañana demencial. Ni siquiera los frecuentes y violentos chaparrones conseguían ahuyentarlos. Hacía mucho que los bolsillos se me habían quedado vacíos de monedas, pero su insistente clamor subía constantemente de tono. Pagamos dos rupias para evadirnos en el jardín zoológico del parque. Allí sólo había unos cuantos animales enjaulados, agitando sin cesar sus escuálidas colas para ahuyentar las nubes de insectos, las lenguas colgantes por el calor. El olor del zoo se mezclaba con la dulzura pesada de albañal del afluente del río que atravesaba el parque. Mostramos a Victoria un tigre hastiado y algunos monos malhumorados, pero la chiquilla sólo quería descansar sobre mi camisa húmeda y dormir. Cuando de nuevo empezó a llover nos refugiamos en un pequeño pabellón que compartimos con un niño de seis o siete años que vigilaba a un bebé tumbado sobre una piedra agrietada. De vez en cuando el niño agitaba una mano para espantar las moscas de la cara del bebé. Amrita intentó hablar con el chiquillo, pero él siguió en cuclillas, silencioso, mirándola con sus grandes ojos castaños. Amrita le puso en la mano varias rupias y un bolígrafo. Luego nos fuimos.

En el hotel había vuelto la electricidad, pero el lento climatizador no había refrescado apreciablemente la habitación. Amrita fue a ducharse, y yo acababa de quitarme la camisa empapada cuando llamaron enérgicamente a la puerta.

—¡Ah! Señor Luczak.
Namastey
.


Namastey
, señor Krishna.

Me quedé plantado en la puerta, bloqueando el paso.

—¿Ha concluido con éxito su transacción?

—Sí, gracias.

Ascendieron las pobladas cejas.

—¿Pero no ha leído el poema del señor Das?

—No, todavía no.

Me preparé para una petición de que le prestara el manuscrito.

—Sí, sí. No quiero molestarle. Deseo darle este anticipo de nuestra reunión con M. Das.

Krishna me alargó una arrugada bolsa de papel.

—No he planeado reunirme con...

—Sí, sí. —Krishna se encogió de cintura para arriba—. Pero ¿quién sabe? Adiós, señor Luczak.

Estreché la mano alargada de Krishna. Antes de que pudiera ver lo que había dentro de la bolsa del joven ya se había alejado silbando, corredor abajo, en dirección a los ascensores.

—¿Quién era? —preguntó Amrita desde el cuarto de baño.

Me senté en la cama.

—Krishna —dije al tiempo que abría la bolsa. Había algo envuelto en un montón de trapos.

—¿Qué quería?

Me quedé mirando aquella cosa que tenía en las manos. Era una pistola automática. De metal, cromada, muy pequeña. Tan pequeña y ligera como las de juguete que había manejado de pequeño. Pero la boca del cañón parecía demasiado real, y cuando investigué el arma con más detalle, el cargador también lo era... En la empuñadura podía leerse en letras diminutas: «GUISSEPPE. CALIBRE 25.»

—Maldita sea —exclamé en voz baja.

—Te he preguntado qué quería —dijo Amrita.

—¡Nada! —grité mirando en derredor. Con cuatro zancadas llegué al armario—. Sólo despedirse.

—¿Que has dicho?

—Nada.

Metí por separado la pistola y el cargador, envueltos en los trapos, dentro de la bolsa, y la coloqué lo más hondo posible en el ancho estante que había sobre las perchas.

—Te oí refunfuñar —dijo Amrita saliendo del cuarto de baño.

—Sólo quería que te dieras prisa —respondí, y tomé del armario una camisa de punto verde y unos pantalones tostados. Luego cerré la puerta.

Arreglamos las cosas para que un taxi nos llevara al aeropuerto a las cuatro cuarenta y cinco de la madrugada y luego regresamos temprano al hotel. Permanecí tumbado durante horas, viendo materializarse lentamente las siluetas de los muebles a medida que mis ojos se adaptaban a la oscuridad. No sería exacto decir que me sentía poco satisfecho conmigo mismo. Tendido allí en la húmeda noche de Calcuta, me di cuenta de que mis acciones durante todo el tiempo que había pasado en la ciudad habían sido indecisas o sin objetivo fijo. O ambas cosas. La mayor parte del tiempo me había comportado como un turista insensato y el resto había dejado que los nativos me trataran como a tal. ¿Sobre qué diablos iba a escribir? ¿Cómo podía haber permitido que una ciudad me atemorizara sin motivo real alguno? Miedo... un miedo indefinido, estúpido, había condicionado mis acciones, más que cualquier intento de reflexión lógica.

BOOK: La canción de Kali
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