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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (18 page)

BOOK: La canción de Kali
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Miré a mi mujer. Amrita no me había mencionado nada de aquello. Chatterjee asentía atónito, pero yo fui el primero en hablar.

—¿Sufrió graves quemaduras?

—Por lo visto no —contestó Amrita—. Se habló de enviarla al hospital, pero quince minutos después estaba de nuevo cortando el césped.

—Sí, sí —dijo Chatterjee—. Es muy interesante, pero no debería considerarse fuera...

—El otro incidente ocurrió, más o menos, media hora después —prosiguió Amrita impávida—. Una amiga y yo íbamos en busca de saris cerca del cine Elite. La circulación había quedado interrumpida a lo largo de varias manzanas. Una vaca vieja se encontraba plantada en el centro de la calle. La gente vociferaba y tocaba la bocina, pero nadie intentó moverla. De repente la vaca empezó a orinar, inundando la calle con un abundante chorro. En la acera, junto a nosotras, se encontraba una muchacha, una adolescente muy bonita, de unos quince años, que vestía una blusa blanca almidonada y un pañuelo rojo. La jovencita se precipitó a la calzada, aplicó la mano al chorro de orina y luego se la llevó a la frente.

En el silencio se escuchaba el susurro de las hojas. Chatterjee miró a su mujer, volviendo luego la vista de nuevo hacia Amrita. Tamborileaba silenciosamente los dedos unos contra otros.

—¿Fue ése el segundo incidente? —preguntó.

—Sí.

—Seguramente, señora Luczak, aunque haya estado fuera de su país, India, desde su infancia, recordará el respeto que profesamos a las vacas como símbolo de nuestra religión.

—Sí.

—Y también debe saber que en India no toda la gente tiene... ah... ese horror de los occidentales ante la idea de diferencias de clase.

»Y sabrá también que son muchos los que creen que esa orina... especialmente la humana... posee grandes propiedades espirituales y medicinales. ¿Sabía que nuestro actual primer ministro, Moraji Desai, bebe su propia orina todas las mañanas?

—Sí, lo sé.

—Entonces, señora Luczak, no alcanzo a comprender, con toda honradez, qué es lo que revelan sus «incidentes», salvo, tal vez, desconcierto y repugnancia ante sus antiguas tradiciones culturales.

Amrita hizo un movimiento negativo de cabeza.

—No se trata de desconcierto cultural, señor Chatterjee. Como matemática tengo tendencia a enfocar las distintas culturas de forma más bien abstracta, como partidas adyacentes con ciertos elementos comunes. O si lo prefiere como series de experimentos humanos de cómo vivir, pensar y comportarse unos con otros. Y tal vez, debido a mi propia vida y al hecho de haber viajado tanto de niña, tengo una sensación de cierta objetividad frente a las diferentes culturas que he visitado y en las que he vivido.

—¿Sí?

—Y he encontrado, en el conjunto de las series culturales de India, señor Chatterjee, algunos elementos que muy pocas otras culturas tienen o que, si alguna vez los poseyeron, han preferido no mantenerlos. He encontrado aquí, en mi propio país, un racismo tan arraigado que probablemente escapa a cualquier comparación actual. He encontrado aquí que la filosofía de la no violencia en la que fui educada, y con la que me siento más a gusto, sigue siendo destrozada mediante actos deliberados e insensibles de salvajismo practicados por sus proponentes. Y el hecho de que su primer ministro beba varios vasos de su propia orina todos los días, señor Chatterjee, no es algo que hable en favor de semejante práctica.

»Y tampoco para la mayoría de la gente. Mi padre me recordaba con frecuencia que cuando el Mahatma iba de aldea en aldea, lo primero que solía predicar no era la hermandad entre los humanos como tampoco estratagemas antibritánicas o la no violencia, sino las reglas básicas, absolutamente básicas, de la higiene humana.

»No, señor Chatterjee, en mi calidad de india no estoy de acuerdo en que todas las dificultades de Calcuta no son más que un microcosmos de los problemas urbanos de cualquier otra parte.

Chatterjee se la quedó mirando a través de los dedos. La señora Chatterjee se agitó incómoda. Victoria miró a su madre pero no hizo el menor ruido. No sé lo que se podría haber dicho a continuación si los primeros goterones de lluvia no hubieran elegido ese momento para empezar a desplomarse sobre nosotros como húmedo fuego graneado.

—Creo que estaremos más cómodos dentro —sugirió la señora Chatterjee al explotar con toda su fuerza la tormenta en derredor nuestro.

La presencia del chofer de Chatterjee nos incomodó durante el viaje de regreso al hotel, pero nos comunicamos mediante claves rebuscadas conocidas sólo por las parejas de casados.

—Deberías de haber trabajado para las Naciones Unidas —dije.

—He trabajado para la ONU —contestó Amrita—. Olvidas que trabajé allí como intérprete durante un verano. Dos años antes de que nos conociéramos.

—Humm. ¿Empezaste alguna guerra?

—No, eso se lo dejé a los diplomáticos de profesión.

—No me comentaste que habías visto a una mujer casi electrocutada durante el desayuno.

—No me lo preguntaste.

Hay veces en que incluso un marido sabe cuándo ha de cerrar la boca. A través de una cortina de lluvia vimos los barrios bajos que íbamos dejando atrás. Algunas de aquellas gentes no hacían siquiera esfuerzos para ponerse a cubierto del aguacero, sino que permanecían embotados, en cuclillas sobre el barro, con la cabeza gacha bajo el agua.

—¿Has visto a los niños? —preguntó Amrita con voz queda.

No los había advertido hasta que ella me los señalara. Chiquillas de siete y ocho años permanecían allí en pie con niños todavía más pequeños sobre la cadera. Y comprendí que aquella había sido una de las imágenes más persistentes durante los dos últimos días... niños llevando en brazos a niños. Mientras caía el agua permanecían en pie debajo de toldos, pasos elevados y lonas chorreantes. Sus harapientas ropas estaban teñidas con brillantes colores, pero ni siquiera los rojos deslumbrantes o los azules pavo real ocultaban la suciedad y el deterioro. Las niñas llevaban brazaletes y ajorcas de oro en muñecas y tobillos. Sus futuras dotes.

—Hay un montón de niños —dije.

—Y prácticamente ninguno —repuso Amrita en voz tan queda que era casi un susurro.

Me llevó tan sólo unos segundos darme cuenta de que tenía razón. Para la mayoría de los chiquillos que estábamos viendo la infancia había quedado ya atrás. Se enfrentaban a un futuro de cuidar de los retoños más pequeños, de trabajos duros, de matrimonios prematuros y de criar a sus propios vástagos. Muchos de los niños que podíamos ver corriendo desnudos por el barro no sobrevivirían muchos años. Quienes llegaran a nuestra edad recibirían un nuevo siglo en una nación con mil millones de habitantes afrontando el hambre y el caos social.

—Sé que las escuelas elementales americanas no enseñan muy en serio las matemáticas, Bobby, pero en secundaria tuvisteis geometría euclidiana básica, ¿no es así, Bobby?

—Sí, incluso en las escuelas de secundaria americanas enseñan eso, pequeña.

—Entonces sabrás que hay geometrías no euclidianas, ¿verdad?

—He oído malévolos rumores al respecto.

—Hablo en serio, Bobby. Estoy intentando comprender algo aquí.

—Adelante.

—Bien, empecé a pensar en ello después de mencionarle a Chatterjee lo de las series alternativas y los experimentos.

—Huumm.

—Si la cultura india fuera un experimento, entonces mis prejuicios occidentales me dicen que es un fracaso. Al menos en lo que se refiere a su capacidad para adaptar y proteger a su gente.

—Nada que objetar.

—Si pensamos en términos de serie teórica, entonces estoy convencida de que mis dos tipos de culturas son incompatibles de por vida. Y yo soy el producto de esas dos culturas. En definitiva, el elemento común en dos series sin elementos comunes.

—El este es el este y el oeste es el oeste y nunca se encontrarán, ¿no?

—¿Comprendes mi problema, verdad, Bobby?

—Tal vez un buen consejero matrimonial podría.

—Cállate, por favor. La metáfora me hizo pensar en una analogía todavía más aterradora. ¿Y qué hay si las diferencias ante las que reaccionamos en Calcuta se deben a que la cultura no fuera otra «serie» sino una «geometría» diferente?

—¿Cuál es la diferencia?

—Pensé que conocías a Euclides.

—Nos presentaron, pero nunca llegué a tutearle.

Amrita suspiró, y miró por la ventanilla hacia la pesadilla industrial que estábamos atravesando. Se me ocurrió que era la viva imagen de la desolación industrial que Fitzgerald describiera en
Gatsby
elevada a la décima potencia. También se me ocurrió que mis propias referencias literarias empezaban a contaminarse de las metáforas matemáticas de Amrita.

Vi a un hombre en cuclillas, a un lado de la calle, dispuesto a defecar. Se levantó la camisa sobre la cabeza y preparó un pequeño bol de bronce con agua para los dedos de la mano izquierda.

—Las teorías de series y números se superponen —continuó Amrita. De repente me di cuenta, por la tensión en su voz, de que hablaba muy en serio—. Las geometrías no. Las geometrías diferentes se basan en teoremas diferentes, en postulados de axiomas diferentes que dan lugar a realidades diferentes.

—¿Realidades diferentes? —repetí—. ¿Cómo puedes tener realidades diferentes?

—Tal vez tú no puedas —dijo Amrita—. Acaso sólo una sea «real». Tal vez únicamente una geometría sea auténtica. Pero la pregunta es ¿qué me pasará a mí... a todos nosotros... si elegimos la equivocada?

Cuando regresamos al hotel la policía nos estaba esperando.

—Un caballero le espera, señor —dijo el ayudante del gerente al entregarme la llave de la habitación. Volví al vestíbulo esperando encontrar a Krishna, pero el hombre que se levantó del sofá color ciruela era alto, llevaba turbante y tenía barba. Un sij a todas luces.

—¿El señor Luck-zak?

—Luczak. Sí.

—Soy el inspector Singh de la policía metropolitana de Calcuta. —Me mostró una placa y una desvaída foto identificatoria dentro de un plástico amarillento.

—¿Inspector? —No le ofrecí la mano.

—Me gustaría hablar con usted sobre un caso que nuestro departamento está investigando, señor Luczak.

«Krishna me ha metido en algo turbio.»

—¿De qué se trata, inspector?

—De la desaparición de M. Das.

—¡Ah! —dije al tiempo que daba a Amrita la llave de la habitación. No tenía intención de invitar a subir a aquel policía—. ¿Necesita hablar con mi mujer, inspector? Es hora de dar de cenar a nuestra pequeña.

—No. Sólo será un minuto, señor Luczak. Siento molestarle.

Amrita fue hasta el ascensor con Victoria y yo miré en derredor. El ayudante del gerente y varios mozos nos miraban curiosos.

—¿Qué le parece si vamos al Salón License, inspector?

Era el eufemismo del hotel indio para el bar.

—Muy bien.

El bar estaba oscuro, pero yo pedí un gin tónic y el inspector tan sólo tónica. Entretanto tuve tiempo para observar al alto sij.

El inspector Singh se comportaba con la autoridad natural de un hombre acostumbrado a ser obedecido. En su voz se advertía el eco de años pasados en Inglaterra, no la enunciación lenta de Oxbridge sino la precisión cortante de Sandhurst o alguna de las otras academias. Vestía un traje de color tostado, bien cortado, que casi daba la impresión de uniforme. El turbante era rojo burdeos.

Su aspecto vino a confirmar lo poco que yo sabía sobre los sijs. Siendo un grupo religioso minoritario, se habían convertido posiblemente en el sector más productivo y agresivo de la sociedad india. Como pueblo parecían estar especialmente dotados para las máquinas y, si bien la mayoría de los sijs vivían en el Punjab, podía encontrárselos conduciendo taxis u operando con maquinaria pesada por todo el país. El padre de Amrita había dicho que el noventa por cien de sus operadores de excavadora habían sido sijs. También eran ellos quienes escalaban los más altos grados en las fuerzas militares y policiales. Por lo que Amrita me había contado, únicamente sijs habían capitalizado la «Revolución Verde» y la moderna tecnología agrícola para dar impulso a sus extensas granjas en cooperativa al norte de India.

Como también los sijs fueron responsables de muchas de las matanzas de civiles musulmanes durante los disturbios de la partición.

—Salud —dijo el inspector Singh, y tomó un sorbo de su tónica.

Un brazalete de acero tintineó al chocar con la gruesa cadena de su reloj. El brazalete era un signo constante de su fe al igual que la barba y una pequeña daga de ritual que seguramente llevaría consigo. El jueves, en el aeropuerto de Bombay, un guardia de seguridad había preguntado a un sij que estaba en la cola delante de nosotros: «¿Lleva más armas aparte de su sable?» Todos hubimos de someternos a un registro corporal, pero el sij pasó sin más después de gruñir una negativa.

—¿En qué puedo ayudarle, inspector?

—Puede comunicarme cualquier información que tenga sobre el paradero del poeta M. Das.

—M. Das desapareció hace ya mucho tiempo, inspector. Me sorprende que aún siga interesado en él.

—El expediente de M. Das sigue abierto, señor. La investigación llevada a cabo en 1969 llegó a la conclusión de que, probablemente, había sido víctima de algún acto criminal. ¿Tienen en su país alguna ley de prescripción del asesinato?

—No, no lo creo —dije—. Pero en Estados Unidos ha de aparecer el cuerpo para que pueda considerarse el asesinato.

—Exactamente. Ése es el motivo de que le agradezcamos que comparta con nosotros cualquier información de la que pueda disponer. M. Das ha dejado muchos amigos influyentes, señor Luczak. Muchas de esas personas ocupan ahora puestos todavía más respetados, ocho años después de la desaparición del poeta. Todos nos sentiríamos muy aliviados de poder cerrar esta investigación.

—Muy bien —repuse, y procedí a hablarle de mi relación con
Harper's
y el acuerdo con el Sindicato de Escritores Bengalíes. Estuve a punto de hablarle de Krishna y Muktanandaji, pero finalmente llegué a la conclusión de que una historia tan fantástica sólo podría traer complicaciones con la policía.

—¿Así que no tiene más confirmación de que M. Das viva que el poema que no sabe si recibirá o no a través del Sindicato de Escritores? —preguntó Singh.

—Eso y la carta que Michael Leonard Chatterjee leyó durante la reunión del consejo ejecutivo —contesté.

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