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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (20 page)

BOOK: La canción de Kali
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—Sí, sí —Krishna sonreía—. Se me dijo que mi prosa «carecía de madurez, estilo y comedimiento». Ni qué decir tiene que no fui admitido.

Todo el mundo pareció incómodo salvo Krishna. Por mi parte estaba empezando a disfrutar con aquello. Y comenzaba a sentirme contento de haber invitado a Krishna para que nos acompañara.

El pequeño Premiere con el que enfilamos hacia el este desde el hotel iba realmente atestado. Gupta, Chatterjee y el chófer uniformado de este último iban embutidos en los asientos delanteros. Hasta donde yo podía ver el conductor llevaba un brazo fuera de la ventanilla, mientras que con la otra mano se ajustaba la gorra y conducía con las rodillas. El efecto no era muy diferente del habitual.

En la parte trasera yo me encontraba encajonado entre Krishna y Amrita yendo Victoria sobre las rodillas de mi mujer.

Todos sudábamos terriblemente, pero Krishna parecía haber empezado mucho antes que todos nosotros. Hacía un calor espantoso. Después de dejar el aire acondicionado del hotel, las lentes de la cámara de Amrita, así como los cristales de las gafas de Chatterjee, se habían empañado intensamente. La temperatura era de más de cuarenta grados y mi camisa de algodón quedó adherida de inmediato a mi espalda. En la sucia plaza que había frente al hotel se encontraban cuarenta o cincuenta hombres en cuclillas, con las huesudas rodillas más altas que la barbilla y, sobre el pavimento, delante de ellos, paletas, placas de cemento y plomadas. Parecía como si estuvieran nivelándolo. Pregunté a Krishna por qué estaban allí y éste, encogiéndose de hombros, respondió:

—Es domingo por la mañana.

Todo el mundo pareció satisfecho con aquella expresión deifica, así que no dije palabra.

Bajando hacia Chowringhee, giramos a la derecha delante de Raj Bhavan, el antiguo Palacio del Gobierno, y enfilamos hacia el sur de Dharamtala. El viento que entraba por las ventanillas abiertas no nos refrescaba lo más mínimo, sino que, por el contrario, lo sentíamos rascar nuestras epidermis como papel de lija. El enmarañado pelo de Krishna se agitaba como un nido de víboras. Cada vez que teníamos que detenernos ante un semáforo o un policía de tráfico, el chófer paraba el motor y permanecíamos allí sentados en sudoroso silencio hasta que el coche se ponía de nuevo en marcha.

Viajamos en dirección este hasta la Upper Circular Road y luego torcimos por la calle de Raja Dinendra, una sinuosa carretera que corría paralela a un canal. El agua estancada apestaba a cloaca. Unos chiquillos desnudos chapoteaban en los charcos parduscos.

—Miren allí —dijo Chatterjee con tono perentorio señalando hacia nuestra derecha. Apareció un inmenso templo en glorioso tecnicolor—. El templo jainista. Muy interesante.

—Los sacerdotes jainistas jamás tomarán vida alguna —recitó Amrita—. Cuando abandonan el templo hacen que los sirvientes barran el sendero para no aplastar inadvertidamente algún insecto.

—Llevan mascarillas de cirujano —dijo a su vez Chatterjee—, a fin de no tragarse por descuido alguna cosa viva.

—No se bañan —agregó Krishna—, por respeto a las bacterias que viven en sus cuerpos.

Asentí, preguntándome en mi fuero interno si el propio Krishna no haría honor a ese especial código jainista. Entre los habituales olores callejeros de Calcuta, la peste de las cloacas al descubierto y Krishna, empezaba a sentirme algo abrumado.

—Su religión les prohíbe comer nada que esté vivo o haya estado vivo —explicó Krishna con satisfacción.

—Un momento —dije—. Según esas reglas queda descartado todo. ¿De qué viven?

—¡Aahhh! —Krishna sonrió—. ¡Buena pregunta!

Seguimos nuestro camino.

La casa de Rabindranath Tagore estaba en Chitpur. Aparcamos en una angosta bocacalle, atravesamos una puerta para entrar en un patio aún más angosto, y nos quitamos los zapatos en una pequeña antesala, antes de entrar en el edificio de dos pisos.

—Por veneración a Tagore esta casa se considera un templo —comentó Gupta en actitud solemne.

Krishna se sacudió las sandalias.

—En nuestro país todo monumento público tarde o temprano se convierte en templo. —Rió—. En Varanasi el gobierno construyó un edificio para instalar un mapa en relieve de India a fin de enseñar a los ignorantes campesinos la geografía nacional. Ahora es un templo sagrado. He visto a gente orando en él. Tiene, incluso, su propio día festivo. ¡Un mapa en relieve!

—Silencio —ordenó Chatterjee.

Nos condujo por una escalera oscura. Las habitaciones de Tagore estaban limpias de mobiliario, pero en las paredes abundaban las fotografías y las vitrinas que exhibían todo lo habido y por haber, desde manuscritos originales que debían valer una fortuna hasta latas del rapé favorito del Maestro.

—Parece que estamos solos —observó Amrita.

—¡Ah, sí —asintió Gupta. El escritor se parecía cada vez más a un roedor cuando sonreía—. Por lo general el museo está cerrado los domingos. Gracias a una concesión especial disfrutamos del privilegio de estar aquí.

—Formidable —dije a nadie en particular. De repente, a través de los altavoces adosados a la pared nos llegaron grabaciones de la voz de Tagore, alta y restallante, leyendo fragmentos de sus poesías y entonando algunas de sus baladas—. Maravilloso.

—El representante de M. Das llegará muy pronto —dijo Chatterjee.

—No hay prisa —le aseguré.

Había grandes lienzos de las pinturas al óleo de Tagore. Su estilo me recordaba el de N. C. Wyeth... la versión del impresionismo de un ilustrador.

—Fue Premio Nóbel —recordó Chatterjee.

—Ya.

—Compuso nuestro himno nacional —apuntó Gupta.

—Así es. Lo había olvidado —dije.

—Escribió numerosas obras de teatro —añadió Gupta.

—Fundó una gran universidad —aportó Chatterjee.

—Murió exactamente aquí —dijo Krishna.

Todos nos detuvimos y miramos hacia donde Krishna señalaba con el dedo. El rincón estaba vacío, salvo por algunas pelusas de polvo.

—Corría el año 1941 —continuó Krishna—. El anciano se estaba muriendo, extinguiéndose como un reloj al que no le hubiesen dado cuerda. Algunos de sus discípulos se reunieron aquí. Luego llegaron más. Y más. Muy pronto todas estas habitaciones se encontraban repletas de gente. Algunos de los asistentes ni siquiera conocían al poeta. Pasaron los días. El anciano no acababa de morir. Finalmente comenzó una fiesta. Alguien fue al cuartel general del ejército americano —ya había soldados en la ciudad— y volvieron con un proyector y varios rollos de películas. Vieron a Laurel y Hardy y dibujos de Mickey Mouse. El anciano yacía en coma, olvidado por todos, en el rincón. De vez en cuando surgía de su sueño letal como un pez que ascendiera a la superficie. ¡Imagínense su confusión! Contemplar entre las espaldas de sus amigos, y por encima de cabezas de extraños, aquellas imágenes revoloteando por la pared.

—Aquí está la pluma que Tagore utilizó para escribir sus famosas obras teatrales —dijo Chatterjee en voz muy alta, intentando apartarnos de Krishna.

—Escribió un poema sobre ello —prosiguió Krishna—. Sobre lo de morir con Laurel y Hardy. En sus últimos días fechaba todos sus poemas, sabedor de que cada uno de ellos podía ser el último. Y durante los breves períodos lúcidos del coma, apuntó también la hora. Lejos quedaba su optimismo sentimental. Y también la amable campechanería característica de sus populares obras. Porque, verán, entre poema y poema estaba enfrentándose a la sombría cara de la muerte. Era un anciano asustado. Pero los poemas... Ah, señor Luczak, esos poemas finales son hermosos. Y penosos. Como su agonía. Tagore, contemplando las imágenes cinematográficas sobre la pared, se preguntaba: «¿Somos todos ilusión? ¿Sombras breves proyectadas sobre un muro blanco para la diversión trivial de dioses hastiados? ¿
Eso es todo
?» Y luego murió. Ahí mismo. En ese rincón.

—Vengan por aquí —dijo Gupta con tono tajante—. Hay mucho más que ver.

En efecto, así era. Fotografías de los amigos y contemporáneos de Tagore, incluyendo imágenes con el autógrafo de Einstein, G. B. Shaw y un Will Durant muy joven.

—El Maestro ejerció una gran influencia sobre W. B. Yeats —señaló Chatterjee—. ¿Sabía usted que la «bestia innoble» en «La Segunda Venida», el cuerpo de león con cabeza de hombre, la había sacado Yeats de la descripción que le hiciera Tagore de la quinta encarnación de Vishnu?

—No —respondí—. Al menos no lo recuerdo.

—Sí —dijo Krishna. Pasó la mano sobre la polvorienta tapa de una vitrina y sonrió a Chatterjee—. Y cuando Tagore envió a Yeats un ejemplar de la edición encuadernada de su poesía bengalí, ¿sabe lo qué ocurrió? —Krishna hizo caso omiso del ceño de Gupta y Chatterjee. Agachándose, enarboló un arma invisible con ambas manos—. ¡Caramba! Yeats se lanzó a la carga a través de su cuarto de estar de Londres y cogiendo una enorme espada de samurai que le habían regalado, destruyó el libro de Tagore, así... ¡Ayehh!

—¿De veras? —preguntó Amrita.

—Sí, de veras, señora Luczak. Y Yeats vociferó: «¡Maldito sea Tagore! ¡Canta a la paz y al amor cuando la respuesta es la sangre!»

Las grabaciones de la música de Tagore callaron de súbito. Todos nos volvimos al tiempo que un muchacho de unos ocho años, pobremente vestido, entró en la habitación. Llevaba una pequeña bolsa de lona, pero ésta era demasiado reducida e irregular para contener un manuscrito. Su mirada pasó de uno a otro hasta llegar a mí.

—¿Es usted el señor Luczak?

Las palabras parecían memorizadas, como si el chico no hablara inglés.

—Sí.

—Sígame. Le llevo ante M. Das.

En el patio esperaba un
rickshaw
. Había sitio junto al chico para mí, Amrita y Victoria. Gupta y Chatterjee se apresuraron a subir a su coche para seguirnos. Krishna pareció no estar interesado y se quedó en pie junto a la puerta.

—¿No viene? —le grité.

—Ahora no —dijo Krishna—. Le veré más tarde.

—Nos vamos por la mañana —le voceó Amrita.

Krishna se encogió de hombros. El muchacho dijo algo al
wallah
del
rickshaw
y enfilamos por la calle. El Premiere de Chatterjee nos siguió. También arrancó un sedán pequeño que se encontraba una media manzana más atrás, junto a la acera. Detrás de él avanzó traqueteante una carreta de bueyes con una media docena de personas harapientas. Me divertí para mis adentros imaginando que el conductor de la carreta era el policía metropolitano designado para seguirnos. El muchacho dijo algo a gritos en bengalí y el
coolie
del
rickshaw
gritó a su vez en respuesta y aceleró el trote.

—¿Qué han dicho? —pregunté a Amrita— ¿A dónde vamos?

—El muchacho ha dicho «date prisa» —dijo Amrita con una sonrisa—. Y el hombre del
rickshaw
ha contestado que los americanos son unos grandes cerdos.

—Mmm.

Atravesamos el puente Howrah entre un maremágnum de aullante circulación que dejaba en pañales a los anteriores atascos. Había tanto movimiento de peatones como de tráfico rodado, abarrotando completamente los dos niveles del puente. El intrincado rompecabezas de vigas grises y malla de acero se prolongó cerca de medio kilómetro a través de la cenagosa extensión del río Hooghly... Parecía un puente concebido por un niño que lo construyera con un juego de Erector Set, y cogí la Minolta de Amrita para hacerle una foto.

—¿Por qué lo haces?

—Se lo prometí a tu padre.

El muchacho agitó ambos brazos en mi dirección y pronunció algo con un tono que parecía urgente y enfadado.

—¿Qué está diciendo?

Amrita frunció el entrecejo.

—No estoy muy segura por el dialecto, pero algo sobre que está prohibido hacerle fotos al puente.

—Dile que está bien.

Le habló en hindi y el muchacho hizo un gesto hosco contestando en bengalí.

—Dice que no está bien —aseguró Amrita—. Dice que los americanos deberíamos dejar el espionaje a nuestros satélites.

—Jesús.

El
rickshaw
se detuvo delante de un interminable edificio de ladrillos que era la estación de ferrocarril de Howrah. No había rastro del Premiere de Chatterjee ni del sedán gris entre la circulación que desembocaba del puente.

—Y ahora ¿qué? —pregunté.

El muchacho, volviéndose hacia mí, me alargó la bolsa de lona. Quedé sorprendido por el peso. La abrí y miré adentro.

—Santo Cielo —exclamó Amrita—. Son monedas.

—No simples monedas —dije enarbolando una—. Medios dólares de Kennedy. Aquí debe de haber cincuenta o sesenta.

El muchacho señaló hacia la entrada del edificio y habló rápidamente.

—Dice que tienes que entrar y entregarlas.

—¿Entregarlas? ¿A quién?

—Dice que alguien te las pedirá.

El muchacho asintió como si hubiera quedado satisfecho, y echando mano a la bolsa cogió cuatro monedas y salió disparado del
rickshaw
, perdiéndose entre la multitud.

Victoria alargó la mano hacia las monedas y yo me apresuré a tirar de los cordones de la bolsa de lona. Miré a Amrita.

—Bien. Creo que ahora todo depende de nosotros.

—Después de usted, señor.

Cuando era niño el edificio más grande que jamás pude imaginar era el Merchandise Mart de Chicago. Luego, a finales de los sesenta tuve oportunidad de ver el interior del Vehicle Assembly Building del Kennedy Space Center. El amigo que me estaba enseñando todo aquello me dijo que algunos días se formaban nubes en el interior.

La estación de ferrocarril de Howrah era más impresionante.

Se trataba de una edificación construida a escala gigante. Había, a primera vista, una docena de vías, cinco locomotoras aparcadas, otras despidiendo vapor, varios grupos de vendedores ofreciendo cosas inidentificables de unos carros que despedían volutas de humo que irritaban los ojos. Miles de personas sudando y dando empellones, muchos miles más en cuclillas, durmiendo, cocinando... viviendo allí. Y una cacofonía de ruidos tan ensordecedora que uno no podía oírse a sí mismo gritar, y mucho menos pensar. Aquello era la estación de ferrocarril de Howrah.

—¡Madre de Dios! —exclamé.

A escasa distancia de mi cabeza una hélice de avión incrustada en una viga removía lentamente el aire. Docenas de ventiladores similares unían su estruendo a aquel océano de ruidos.

—¿Qué? —gritó Amrita. Victoria se apretó contra el pecho de su madre.

BOOK: La canción de Kali
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