—Sí —dijo Amrita cogiendo a la niña—. He consultado con la gente de BOAC y no tienen inconveniente alguno en que te duches.
Aquella tarde puede decirse que salimos a visitar la ciudad. Instalé a Victoria en la mochilita que utilizábamos para llevarla y nos lanzamos al calor, el ruido y la confusión. La humedad estaba próxima al cien por ciento, y el calor a los cuarenta grados. Disfrutamos de un pequeño almuerzo más que excelente en un lugar llamado Shah-en-Shah y luego tomamos un taxi para subir hasta Chowringhee, al Museo Indio.
Afuera campeaba un pequeño letrero proclamando: ¡TERMINANTEMENTE PROHIBIDO HACER EJERCICIOS DE YOGA EN LOS JARDINES! En el interior hacía mucho calor, las vitrinas estaban polvorientas y el edificio se encontraba sorprendentemente vacío, salvo por un grupo ruidoso y detestable de turistas alemanes. Me interesaron ligeramente las exhibiciones antropológicas del primer piso, pero lo que finalmente atrajo mi atención fue la muestra arqueológica.
—¿Qué es eso? —preguntó Amrita al verme inclinado sobre una vitrina.
En la etiqueta de la minúscula figurilla negra podía leerse: «Representación de la diosa Durga bajo su aspecto de Kali; alrededor de 80 a. de C.» Distaba mucho de resultar aterradora. No vi el menor rastro de lazo, cráneo o cabeza cortada. En una mano sostenía lo que parecía ser una rama, en otra una huevera invertida, en una tercera lo que podría haber sido un tridente pero que parecía más bien un cuchillo abierto de los del ejército suizo, y la última mano estaba extendida con la palma hacia arriba, ofreciendo un diminuto buñuelo amarillo. Y al igual que todas las otras estatuas de diosas que había visto en el museo, tenía la cintura alta, los senos firmes y las orejas alargadas. El rostro estaba ceñudo, sus muchos dientes eran agudos, si bien no pude distinguir caninos de vampiro o lengua colgante. Mucho más fiera me pareció una estatua en cuya etiqueta se leía «Durga» y que se erguía en una vitrina cercana. Aquella encarnación de Parvati, supuestamente más benigna, tenía diez brazos y en cada mano exhibía un arma más letal, si cabía, que la anterior.
—Tu amiga Kali no parece tan terrible —observó Amrita. Victoria se inclinaba en su mochila para ver mejor la vitrina.
—Esa cosa tiene dos mil años de antigüedad —contesté—. Tal vez desde entonces se haya ido volviendo más repugnante y sedienta de sangre.
—Es que algunas mujeres no saben envejecer —convino Amrita acercándose a la siguiente vitrina. A Victoria pareció encantarle un gran ídolo en bronce de Ganesha, el juguetón dios de la prosperidad de cabeza de elefante, y durante el resto del tiempo que pasamos en el museo nos dedicamos a practicar el juego de buscar tantas representaciones de Ganesha como fuera posible.
A Amrita le hubiera gustado visitar el Victoria Memorial Hall para ver artefactos del Raj, pero se estaba haciendo tarde y hubimos de contentarnos con pasar por delante en taxi y mostrar a la niña el imponente edificio blanco que tenía el mismo nombre que ella.
Entramos en el hotel bajo un aguacero torrencial. Nos cambiamos de ropa. Y cuando bajamos encontramos esperando ya el coche de Chatterjee. La lluvia había cesado.
Por primera vez en varios días me había puesto corbata, y mientras el coche se unía al resto de la circulación yo permanecía allí sentado, incómodo, aflojando el nudo y deseando que el cuello de la camisa fuese menos ceñido o el mío propio más delgado.
Tenía empapada por la espalda la camisa blanca de manga corta y, de repente, me di cuenta del aspecto tan desgastado y sucio que tenían mis fieles Wallabees. En conjunto me sentía arrugado, despeinado y empapado en sudor. Miré de soslayo a Amrita. Su aspecto era, como siempre, fresco y tranquilo. Vestía el traje de algodón blanco que se comprara en Londres y la gargantilla de lapislázuli que le había regalado antes de casarnos. Dadas las circunstancias su pelo debía de haber estado colgando en guedejas lacias; sin embargo le caía suelto y lustroso sobre los hombros.
Viajamos durante casi una hora, lo que me recordó que el área de Calcuta era mayor que la de la ciudad de Nueva York. La circulación era tan demencial y azarosa como siempre, pero el silencioso conductor de Chatterjee encontró el camino más rápido a través de la confusión. Mi preocupación por el tráfico no disminuyó con los grandes carteles blancos en bengalí, hindi e inglés que se alzaban en el centro de los diversos nudos de caótico tráfico que íbamos sorteando: ¡CONDUCID CON MÁS CUIDADO! ¡ESTE AÑO HA HABIDO EN ESTAS VÍAS PÚBLICAS ___ MUERTES!
En los recuadros aparecían unos números, clavados en los paneles como solían verse en los viejos campos de béisbol. La cifra más alta que vimos durante aquel recorrido fue de veintiocho. Me pregunté ocioso si aquello incluía todo aquel sector de la carretera o tan sólo aquellos escasos palmos cuadrados de asfalto.
En ocasiones descendíamos raudos por una carretera bordeada a ambos lados por grandes
chawls
, esos increíbles barrios bajos de tejados de hojalata, paredes de sacos de arpillera y calles enlodadas que se extendían a lo largo de kilómetros al final de los cuales se alzaban grises monolitos de fábricas eructando llamas y humos sin filtrar hacia las nubes monzónicas. Comprendí que amplias convicciones filosóficas tales como la ecología y el control de la contaminación eran lujos reservados para nuestras avanzadas naciones industriales. El aire de Calcuta, ya edulcorado por las aguas de los albañales, por la incineración de excrementos de vaca, los millones de toneladas de basuras y las innumerables fogatas que ardían eternamente, resultaba casi irrespirable al añadírsele humo de los coches y porquería industrial.
Las propias factorías eran inmensos armatostes de ladrillo gastado, hierro herrumbroso, maleza rampante y ventanas rotas... imágenes de algún torvo futuro, cuando la era industrial hubiera seguido el mismo camino del dinosaurio tras haber dejado diseminadas por el paisaje sus inútiles carcasas. Sin embargo, entre las ruinas más deterioradas se alzaba humo, y entre las negras fauces de los edificios más oscuros se veía el ir y venir de harapientas figuras humanas. Me resultaba casi imposible imaginarme viviendo en alguna de aquellas chozas sin pavimento o trabajando en una de aquellas horrendas fábricas.
Amrita debía de estar pensando algo semejante porque íbamos en silencio, cada uno de nosotros contemplando aquel panorama de desesperanza humana a través de las ventanillas del coche.
Y luego, en cuestión de minutos, atravesamos un puente sobre una ancha extensión cubierta de raíles de ferrocarril, cruzamos un barrio intermedio con pequeñas tiendas y, de repente, nos encontramos en una zona antigua, de aspecto acomodado, con calles bordeadas de árboles y grandes mansiones rodeadas de muros y puertas cerradas. La débil luz del sol brillaba sobre la multitud de añicos de vidrio que cubrían el borde superior de los muros. En uno de aquellos lugares había un hueco de un metro de ancho en la parte superior de un alto muro, pero la obra de albañilería, del color del barro, presentaba grandes manchas oscuras. En la verja de hierro forjado podían verse pequeños carteles con la advertencia «Cuidado con el perro» en al menos tres idiomas.
No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que aquello había sido un barrio residencial británico, tan apartado del estruendo infernal de la ciudad y de sus nativos como le había sido posible a la clase gobernante inglesa. Incluso allí era patente el deterioro, las numerosas paredes sucias, tejas rotas y ventanas cerradas toscamente con tablas, pero era un deterioro controlado, una acción protectora frente a la creciente entropía que parecía imperar por doquier en Calcuta. Y aquella sensación de disolución parecía mitigada en cierto modo por las alegres flores y otros evidentes intentos de jardinería que podían percibirse a través de las altas verjas de la entrada.
Nos detuvimos delante de una de aquellas verjas. El chofer bajó del coche y abrió un candado con una llave que llevaba colgando de una cadena sujeta a su cinturón. El camino circular estaba bordeado de arbustos floridos y árboles de ramas desmayadas.
Nos recibió Michael Leonard Chatterjee.
—¡Ah, señores Luczak! ¡Bienvenidos!
Su mujer se encontraba asimismo de pie en la puerta junto a un niño que apenas andaba y que en un principio pensé que era su hijo, aunque pronto comprendí que debía tratarse de su nieto. La señora Chatterjee era ya sesentona y calculé que su marido debía de tener algunos años más que ella. Chatterjee era uno de esos caballeros de rostro liso, siempre en proceso de quedarse calvo, que llega a los cincuenta y se detiene en esa edad hasta bien entrados los sesenta.
Charlamos en la entrada durante un momento. Dedicaron las alabanzas de rigor a Victoria y nosotros cumplimentamos a su nieto. Nos mostraron rápidamente la casa antes de hacernos atravesar otra puerta y conducirnos a un gran patio que daba a una calle lateral.
Estaba interesado en su casa. Era la primera ocasión que tenía de saber cómo vivía una familia india de la clase alta. La primera impresión fue de amalgama. Habitaciones amplias, de techos altos, con la pintura de las tiznadas paredes resquebrajada. Un soberbio aparador de nogal cubierto de arañazos sobre el que campeaba una mangosta disecada de polvorientos ojos de cristal y piel apolillada. Una valiosa alfombra de Cachemira tejida a mano tendida sobre un linóleo agrietado. Una gran cocina, que un día fuera moderna pero que en aquellos momentos estaba prácticamente abarrotada de botellas cubiertas de polvo, cajones viejos, sartenes herrumbrosas y una pequeña chimenea de carbón de leña plantada en el mismo centro de la habitación. El humo había ensuciado el techo que un día fuera blanco.
—Estaremos más cómodos fuera —sugirió Chatterjee, y abrió la puerta para dar paso a Amrita.
Las losas todavía se veían húmedas a causa del último aguacero, pero los asientos cubiertos de almohadones estaban secos y en una mesa se encontraba preparado el té. Se nos unió la hija de Chatterjee, una joven entrada en carnes y con unos ojos preciosos, el tiempo suficiente para cruzar unas palabras en hindi con Amrita. Luego se despidió y se fue, llevándose a su hijo. Chatterjee parecía asombrado ante las habilidades lingüísticas de Amrita, y le preguntó algo en francés. Amrita le contestó sin la menor vacilación y ambos rieron. Cambió a lo que luego me enteré que era tamil y Amrita respondió correctamente. Empezaron a intercambiar bromas en ruso común. Yo saboreaba el té y sonreía a la señora Chatterjee. Ella me sonrió a su vez y me ofreció un emparedado de pepino. Seguimos sonriéndonos mutuamente durante unos minutos más de farsa trilingüe y luego Victoria empezó a ponerse nerviosa. Amrita me cogió a la niña de los brazos y Chatterjee se volvió hacia mí.
—¿Le apetece un poco más de té, señor Luczak?
—No, gracias. Ya está bien.
—¿Tal vez algo más fuerte?
—Bueno...
Chatterjee chascó los dedos y al punto apareció un sirviente. Segundos después volvía con una bandeja llena de botellas y vasos.
—¿Bebe escocés, señor Luczak?
«Es como si me preguntara si el Papa es católico», me dije.
—Sí.
Amrita me había advertido que casi todo el escocés indio era un brebaje atroz, pero un sorbo me reveló que la botella de Chatterjee contenía un whisky realmente superior, seguramente de doce años, seguramente importado.
—Excelente.
—Es The Glenlivet —dijo—. Sin mezcla. Lo encuentro más genuino que los
blended premiums
.
Durante unos minutos conversamos sobre poesía y poetas. Intenté orientar la conversación hacia M. Das, pero Chatterjee se mostraba reacio a hablar sobre el poeta desaparecido, salvo para mencionar que Gupta se había ocupado de los detalles para la entrega del manuscrito al día siguiente. Empezamos a hablar de lo difícil que le resultaba a un escritor serio ganarse bien la vida en cualquiera de nuestros países. Tuve la impresión de que el dinero de Chatterjee era de origen familiar y que tenía otros intereses, inversiones e ingresos.
Como cabía esperar, la conversación se orientó hacia la política. Chatterjee se mostró en extremo elocuente refiriéndose a la sensación de alivio que el país había experimentado al haber resultado derrotada la señora Gandhi en las últimas elecciones. El resurgimiento de la democracia en la India revestía un gran interés para mí y de algún modo esperaba poder hablar de ello en mi artículo sobre Das.
—Era una auténtica tirana, señor Luczak. La supuesta «Emergencia» era tan sólo una añagaza para ocultar el feo rostro de su tiranía.
—¿Así que usted opina que nunca volverá a formar parte de la política nacional?
—¡Jamás! Jamás, señor Luczak.
—Pero yo pensaba que aún seguía disfrutando de un vigoroso soporte político, y que el Partido del Congreso sigue siendo una mayoría potencial para el caso de que llegue a fracasar la actual coalición.
—No, no —aseguró Chatterjee agitando la mano con ademán disuasorio—. Usted no lo entiende. Tanto la señora Gandhi como su hijo están acabados. Dentro de un año estarán en la cárcel. Recuerde lo que le digo. Su hijo es ya objeto de investigación por diversos escándalos y atrocidades. Y cuando se descubra la verdad tendrá mucha suerte si no le ejecutan.
Asentí con la cabeza.
—He oído que ha enajenado a mucha gente con sus drásticos programas de control de la población.
—Era un cerdo —dijo Chatterjee sin el menor asomo de emoción—. Un cerdo arrogante, ignorante y dictatorial. Sus programas eran poco más que intentos de genocidio. Su presa eran los pobres y los ignorantes, aun cuando él mismo fuera, esencialmente, un analfabeto. Incluso su madre estaba asustada ante ese monstruo. Si hoy día tuviera que encontrarse entre la multitud, le despedazarían con sus propias manos. Y a mí me complacería tomar parte. ¿Más té, señor Luczak?
Un coche pasó por la tranquila calle lateral más allá de la verja de hierro. Cayeron unas cuantas gotas sobre las anchas hojas de la higuera de Bengala bajo la cual nos encontrábamos.
—¿Sus impresiones sobre Calcuta, señor Luczak?
La repentina pregunta de Chatterjee me pilló desprevenido. Tomé un sorbo de escocés y dejé que su calor me confortara un segundo antes de contestar.
—Calcuta es fascinante, señor Chatterjee. Es una ciudad demasiado compleja para poder calibrarla tan sólo en dos días. Es una lástima que no dispongamos de más tiempo para explorarla.
—Es usted muy diplomático, señor Luczak. Lo que quiere decir es que encuentra a Calcuta aterradora. Ya ha ofendido su sensibilidad, ¿no es así?