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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (29 page)

BOOK: La canción de Kali
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Corrí velozmente, sin ver nada, sin sentir nada, con los brazos extendidos y, de no haber encendido otra cerilla mientras corría, hubiera dado de cabeza en la pared que había enfrente. Aun así me golpeé contra ella y grité al tiempo que la llama se apagaba. Giré en redondo al tiempo que encendía otra cerilla. A mi derecha brillaban fríos unos ojos. Se oyó un ruido semejante al de un gato vomitando.

Retrocedí y tropecé contra la pared de madera. Si hubiera habido una cortina de cualquier tipo, cualquier cosa combustible, le habría prendido fuego. Era preferible morir entre las brillantes llamas de un edificio ardiendo que quedarme solo en la oscuridad con aquello.

Me deslicé siguiendo la pared hacia mi izquierda, encendiendo una cerilla tras otra hasta que sólo quedaron unas cuantas. Ya no eran visibles los ojos. Con la mano herida pude encontrar tablas, astillas y clavos, pero no una puerta. Y tampoco ventanas. Los arañazos sonaban por doquier, cartílago escarbando sobre piedra y madera. El vértigo había empeorado y amenazaba con hacerme caer al suelo.

Tenía que haber una salida.

Me detuve, levanté la cerilla que amenazaba ya con apagarse, tomé aliento y prendí fuego al resto de mi bloc. A la luz de la breve y brillante llama se hizo visible la silueta de una ventana en la pared, a un metro por encima de mi cabeza. Los cristales estaban intactos aunque habían sido pintados de negro. La luz se apagó cuando ya me rozaba los dedos.

Solté el bloc quemado, me agaché y salté. El marco de la ventana sobresalía de la pared y mis dedos encontraron un agarradero. Agité las piernas sobre el liso muro intentando encontrar un apoyo. Finalmente logré izarme sobre un codo en el estrecho alféizar y tocar con la mejilla los cristales ennegrecido. Mantuve el equilibrio, mientras los brazos me temblaban de manera incontrolable, disponiéndome a romper con el antebrazo los cristales pintados.

Algo me agarró por las piernas. Mi antebrazo descargó todo su peso sobre el dedo roto y de forma instintiva me eché hacia atrás, perdí el precario equilibrio y, deslizándome por la pared, caí sobre el duro suelo.

La oscuridad era absoluta. Me había incorporado sobre mis rodillas cuando sentí la presencia cerca de mí.

Cuatro manos se cerraron sobre mí.

Cuatro manos me levantaron con brusquedad y me llevaron.

«El alma no marcha inmediatamente después de la muerte sino que más bien observa el desarrollo de los acontecimientos a semejanza de un espectador imparcial.»

Sonaron voces lejanas. Una luz brilló a través de mis párpados, desapareciendo luego. Una lluvia fría cayó sobre mi cara y mis brazos.

«¿Lluvia?»

Se escucharon más voces, esta vez discutiendo. En alguna parte un pequeño motor de coche se puso en marcha, su tubo de escape escupió sonoramente. La grava crujía bajo los neumáticos. La frente me dolía, sentía latirme la mano izquierda de forma insoportable y la nariz me picaba.

«Esto no puede ser la muerte.»

El ruido de un motor de cuatro cilindros sonaba con fuerza. Intenté mirar en derredor y descubrí que no podía abrir el ojo derecho. Lo mantenía cerrado la sangre seca que brotara de mi ceja.

«La mano del ídolo.»

A través de la rendija del ojo izquierdo vi que me sostenían, o mejor diría me arrastraban, el hombre de caqui y otro Kapalika. Más hombres, entre ellos el calvo de blanco, hablaban acaloradamente bajo la lluvia.

«Puedes volver a dormirte.» ¡No!

La lluvia, el dolor de la mano y un picor intolerable impedían que me deslizara de nuevo por el tenebroso conducto hacia la inconsciencia. Uno de los hombres que me sujetaban volvió la cara hacia mí, por lo que cerré rápidamente el ojo, no sin avistar antes una gran camioneta verde, sin ventanas en la parte trasera y con la puerta del conductor abollada. La reconocí angustiado.

Los hombres seguían discutiendo, alzando las voces de un modo estridente. Yo escuchaba, y fue como si de repente conociese a fondo el bengalí. Supe sin el menor género de duda que estaban discutiendo sobre qué hacer con mi cuerpo una vez que hubieran cumplido las órdenes que el hombre calvo les había dado respecto a mí.

Finalmente, el hombre de caqui gruñó, y junto con el otro Kapalika me condujeron al fondo de la camioneta. Los empeines de mis pies se arrastraron sobre la grava. Me dejaron caer de bruces en aquel interior sin ventilación. Mi cabeza golpeó contra una de las paredes y luego contra el suelo metálico. Me arriesgué a abrir el ojo lo suficiente para ver que el hombre corpulento y el otro Kapalika subían a la parte trasera del vehículo conmigo, mientras que otro más se instalaba en el asiento junto al conductor. El chófer se volvió y preguntó algo. El hombre corpulento me atizó un fuerte puntapié en el costado. Me quedé sin respiración, pero no hice el menor movimiento. El Kapalika rió y dijo algo que empezaba con «Nay».

«Con éste son dos los que te debo gordinflón hijo de puta.»

La ira sirvió de catalizador. Estaba al rojo vivo y contribuyó a despejarme la mente y disipar la niebla de terror que me embargaba. Aun así no se me ocurrió en absoluto qué hacer cuando la camioneta empezó a moverse y llegó hasta mi oído, crujiendo, el sonido de la grava a través de las planchas metálicas del suelo. Aquélla era la situación que había visto en miles de películas en las que el protagonista dominaba a sus secuestradores al cabo de una feroz lucha.

Yo no podía luchar contra ellos.

Dudaba incluso de poder sentarme sin ayuda. Y no toda mi debilidad procedía de la droga que habían puesto en el té. Ya me habían lastimado. No quería que me hicieran sufrir más. Mi única arma posible era seguir fingiendo que estaba inconsciente y lograr con ello disponer de unos cuantos minutos antes de que me atacaran de nuevo.

«Me rompió el dedo.» Nunca antes había tenido un hueso roto. Ni siquiera de niño. Era algo de lo que me sentía vagamente orgulloso, algo sí como un historial sin tacha de asistencia a la escuela. Y ahora ese sudoroso hijo de puta me había roto el dedo con la misma indiferencia con que yo hubiera podido hacer girar el interruptor del televisor. Esa misma insensible indiferencia fue la que me convenció de que aquellos hombres no iban a arrojarme en cualquier parte y dejar que me las arreglara por mi cuenta para volver al hotel.

«Toda violencia es un ejercicio de poder, señor Luczak.»

Les hubiera suplicado que me dejaran ir de no haberme contenido un miedo mucho más intenso. Me sentía paralizado por la sombría incertidumbre de lo que se proponían hacer a continuación. Pero en alguna parte, subyacente en la vorágine aterrada de mis pensamientos, estaba la certeza de que mientras centraran su furia en mí dejarían tranquilas a Amrita y Victoria. De manera que no hice nada y tampoco dije nada. Nada salvo permanecer tumbado en la sofocante oscuridad, oliendo el hedor de orines y vómito del interior del vehículo, escuchando la cháchara y los ruidos nasales de los cuatro Kapalikas y bendiciendo cada precioso segundo que pasaba sin que me maltrataran.

La camioneta cambió de marcha y corrió veloz por una zona asfaltada. A veces se escuchaba el eco del fuerte ruido del tubo de escape, como si circuláramos entre edificios. De vez en cuando se oían bocinazos de camiones, y en una ocasión me arriesgué a echar una mirada y pude ver los reflejos rectangulares de faros sobre las paredes interiores del vehículo. Un segundo después el Kapalika de caqui me dijo algo en bengalí con voz queda y tono burlón. El corazón empezó a latirme con fuerza.

Entonces nos detuvimos. Los frenos chirriaron y el otro Kapalika que viajaba en el interior con nosotros gritó algo furioso al tiempo que salía impulsado hacia delante. Nuestro conductor lanzó un juramento a la vez que daba frenéticos bocinazos. Pude oír voces que desde fuera le contestaban a gritos. Se oyó el chasquido de un látigo seguido del mugido furioso de un buey. Nuestro conductor lanzó una retahíla de obscenidades sin dejar de tocar la bocina.

Un instante después oí abrirse las portezuelas de la parte delantera de la camioneta y los Kapalikas allí sentados saltaron al suelo para seguir gritando a lo que al parecer era un obstáculo en nuestro camino. Continuaron los juramentos. El tercer Kapalika, deslizándose hacia delante, bajó a su vez y se unió al grupo. Así que en el interior del vehículo sólo quedaba conmigo el hombre de caqui.

«Ésta es mi oportunidad.»

El convencimiento de que tenía que actuar no fue suficiente para que lo hiciera. Sabía que tenía que correr hacia las portezuelas abiertas y apartar de un golpe al hombre de caqui que se encontraba en cuclillas junto a mí. «Haz algo.» Pero pese al convencimiento de que ésa era mi última oportunidad de actuar por sorpresa, mi última oportunidad de huida, era incapaz de entrar en acción. Únicamente el permanecer allí tumbado me parecía garantía suficiente de unos cuantos minutos más sin enfrentamientos. Sin volver a sentir dolor. Sin que me mataran. De repente la portezuela trasera se abrió de golpe. El hombre corpulento, impulsado violentamente de costado, cayó desmañado al suelo del vehículo. Una mano me agarró por el brazo y quedé sentado. Mis piernas colgaban fuera y el dolor me hizo parpadear mientras intentaba abrir el ojo derecho bajo la sangre reseca.

—¡Vamos! ¡En pie! ¡Deprisa! —Era la voz de Krishna. Era la cara de Krishna inclinada sobre mí, con el pelo agitado, mostrando los agudos dientes en una sonrisa demencial y jubilosa. Fue el delgado brazo derecho de Krishna el que me hizo ponerme en pie y me sostuvo con firmeza cuando estuve a punto de caer de bruces.


¡Nakin!
—vociferó el Kapalika saltando desde el fondo de la camioneta. Era dos veces más grande que Krishna y tenía el rostro contraído por la furia—.
¡Muté!

Se disparó la mano izquierda de Krishna con el característico ademán para detener la circulación. El canto de la palma, rígido como un ladrillo, se dirigió hacia la cara del hombre que avanzaba. La nariz del Kapalika quedó aplastada como una fruta madura. Con un chillido saltó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra la portezuela trasera del vehículo, y cayó de rodillas inclinado hacia delante. Sin dejar de mantenerme en pie con el brazo derecho Krishna proyectó su pierna izquierda rápidamente hacia arriba, en un arco rígido que se interrumpió al entrar en contacto la espinilla con la garganta del hombre corpulento, justamente en el ángulo formado con la mandíbula.

Hubo un ruido como si se rompiera un plástico fino y bruscamente se alzó el alarido del Kapalika.

—¡Vamos! ¡Deprisa! —Krishna tiró de mí enderezándome , al balancearme de costado. Corrí lo más rápido que pude, intentando mantenerme en equilibrio sobre unas piernas que parecían estar saturadas de novocaína. Miré por encima del hombro al individuo caído, a la camioneta, con todas sus portezuelas abiertas como alas rotas, y al carro de bueyes que se encontraba delante, bloqueando el cruce y la angosta calle. Los tres Kapalikas se quedaron de una pieza junto a la carreta. Durante varios segundos nos contemplaron estupefactos y luego echaron a correr hacia nosotros gritando y agitando los brazos. Un hombre esgrimía ya en la mano lo que parecía un largo cuchillo. La carreta de bueyes se alejó traqueteando en la oscuridad.

—¡Corra! —gritó Krishna.

Tiró de mí, rasgándome la camisa. Estuve a punto de caer, y alcé los brazos al inclinarme hacia delante, pero Krishna, agarrándome por la espalda de la camisa rota, tiró de mí.

Corrimos hacia la izquierda y entramos en un callejón oscuro como boca de lobo, y torciendo de nuevo a la izquierda llegamos a un patio iluminado por un farol. Una vieja levantó la cabeza sorprendida cuando cruzamos la puerta abierta. Krishna apartó con presteza una cortina de abalorios y, saltando por entre los bultos que dormían en el suelo de una estancia a oscuras, salimos a la parte de atrás.

Se oyeron detrás de nosotros voces y gritos mientras cruzábamos un nuevo patio. Los tres Kapalikas aparecieron en el oscuro umbral en el preciso momento en que nos metíamos por otra brecha más angosta entre dos edificios. Allí la basura nos llegaba a los tobillos y fuimos brincando y chapoteando. Incluso allí había figuras silenciosas, envueltas en sábanas, en cuclillas, acurrucadas lejos del agua que todavía caía de los aleros, formando charcos en el suelo. De hecho Krishna saltó por encima de las huesudas rodillas de una forma en cuclillas que parecía más un cadáver que un hombre.

Yo no podía mantener su ritmo y, después de subir corriendo dos tramos de una escalera de madera, caí finalmente de rodillas en un oscuro descansillo, boqueante y sin aliento. Abajo, en el patio, los Kapalikas hablaban a gritos.

Krishna me empujó a través de una puerta abierta. En la habitación había una docena de personas en cuclillas alrededor de una fogata o acurrucados contra las agrietadas paredes. En el centro de la habitación se había hundido parte del techo, y la escayola y el cemento desprendidos habían formado una pequeña pila sobre la que habían encendido su hoguera. Las paredes y el derruido techo estaban manchados de humo.

Krishna siseó una frase rápida en la que me pareció oír la palabra «Kali». Nadie nos miró. Los ojos mortecinos siguieron contemplando las llamas bajas.

Se oyeron pisadas en las escaleras. Un hombre gritó. Krishna me agarró fuertemente por el codo y me condujo a una pequeñísima habitación, vacía salvo por varias vasijas de bronce y una pequeña estatua de Ganesha. Una ventana abierta daba a un angosto callejón entre unos edificios.

Krishna subió a la ventana y saltó. Yo salí al alféizar y vacilé. La calleja no tendría más de metro y medio de ancho. Y había al menos seis metros de caída a la nada, a la oscuridad. Hasta mí llegó un ruido ahogado desde donde aterrizara Krishna, pero nada más. Estaba convencido de que me resultaría imposible lanzarme a aquel pozo oscuro.

De repente pude oír a los Kapalikas gritando en la entrada de la otra habitación. Una mujer chilló. Me protegí la mano izquierda y salté.

La basura debía de tener más de dos metros de profundidad. Me hundí en ella hasta los muslos y caí de costado sobre algo blando y repugnante. Chillaron las ratas, escurriéndose a lo largo de los muros. No veía nada. Mis piernas producían sonidos suaves y susurrantes mientras intentaba avanzar por aquel estrecho espacio. Empecé a agitarme, dominado por el pánico, a medida que me sumergía hasta la cintura en aquella masa envolvente y putrefacta.

—¡Chist!

Krishna me agarró por los hombros y me obligó a permanecer quieto. Sobre nuestras cabezas, el débil rectángulo de luz se oscureció al asomarse un hombre. Este volvió a desaparecer en la habitación.

BOOK: La canción de Kali
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