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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (25 page)

BOOK: La canción de Kali
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Sobre el destartalado tablero superior de una mesa había un libro, aunque su título no resultaba legible con aquella luz enfermiza. No tuve que leer la portada para saber de qué libro se trataba.

Era
Winter Spirits
, mi volumen de poesía.

La puerta se abría sobre un corredor tan angosto y oscuro que casi me hizo sonreír al recordar la casa de los horrores del viejo parque de Riverview.

Mis hombros rozaron la agrietada pintura de ambos lados. La atmósfera estaba cargada de olor a madera podrida y a moho, y me traía el recuerdo de aquellas ocasiones en que de niño me escurría por debajo de la celosía del porche delantero de casa para jugar en el suelo húmedo y la oscuridad que reinaba allí. No habría entrado en el angosto vestíbulo de no haber sido por el leve destello visible de la lámpara de petróleo.

Al entrar me dio en la cara la cortina de gasa negra que colgaba del interior. La aparté fácilmente, y se arrugó al tacto como una telaraña abandonada.

Si el ejemplar de mi libro estaba destinado a intrigarme lo logró. Si lo que intentaba era que me sintiera cómodo había fracasado plenamente.

Permanecí en pie a cierta distancia de la mesa. De nuevo mi mano aferraba la piedra, pero eso parecía algo lastimoso, la reacción de un niño. Volvió a mi memoria la casa de los horrores del parque de Riverview y esta vez sonreí a pesar mío. Si algo saltara sobre mí en aquella oscuridad entre cortinas, maldito si no se iba a encontrar con la cara llena de granito.

—¡Eh! —Las negras cortinas absorbieron mi llamada del mismo modo que lo hacían con la luz. La llama danzó con el movimiento del aire—. ¡Un, dos, tres, aunque te escondas te encontraré! ¡El juego ha terminado! ¡Déjate ver! —Una parte de mí estaba a punto de prorrumpir en carcajadas ante lo absurdo de la situación. Pero la otra parte ansiaba gritar.

—¡Muy bien, empecemos con la representación! —Y avanzando cogí la silla y me senté a la mesa. Dejé la piedra sobre mi libro como un rústico pisapapeles. Luego enlacé las manos y permanecí sentado, quieto y erguido, como un colegial en su primer día de clase. Pasaron varios minutos. No penetró ruido alguno. Hacía tanto calor que el sudor me goteaba de la barbilla formando pequeños círculos en el polvo de la mesa. Esperé.

De repente la llama osciló a causa de un imperceptible movimiento de aire.

Alguien se acercaba a través de las cortinas negras.

Una silueta alta apartó la gasa, se detuvo un instante entre las sombras y luego arrastró vacilante los pies hasta la luz.

Lo primero que vi fueron los ojos, unos ojos húmedos, inteligentes, templados por el tiempo y un conocimiento excesivo de los sufrimientos humanos. No cabía duda. Eran los ojos de un poeta. Estaba ante M. Das. Se acercó más y yo me aferré al borde de la mesa con un movimiento convulsivo.

Estaba viendo algo salido de la tumba.

Aquella figura llevaba harapos grises que tal vez fueran restos de un sudario. Los dientes brillaban en una involuntaria mueca sonriente, los labios habían desaparecido salvo por unos andrajosos pólipos de carne pulposa. Casi no tenía nariz, reducida a una membrana húmeda y palpitante de tejido en carne viva que no ocultaba las dos aberturas en la calavera. La frente que un día fuera impresionante se había librado de los estragos de la parte inferior de la cara, pero en el cuero cabelludo podían verse irregulares manchas escamosas y algunos mechones de pelo blanco formando extraños ángulos. La oreja izquierda era una masa informe.

M. Das cogió la otra silla para sentarse y observé que en la mano derecha le faltaban dos dedos desde el segundo nudillo.

Lo que le quedaba de la mano lo llevaba envuelto en un trapo que no llegaba a ocultar las zonas putrefactas de la muñeca que descubrían claramente músculo y tendones.

Tomó asiento pesadamente. La maciza cabeza osciló como si el delgado cuello no fuera capaz de soportarla, mientras los harapos sobre el pecho hundido subían y bajaban rápidamente. La habitación quedó invadida por el sonido de nuestras entrecortadas respiraciones.

—Lepra. —Musité la palabra pero tuve la sensación de que la había voceado. La pequeña llama osciló frenéticamente, amenazando con apagarse. Los claros ojos castaños me miraron a través de la lámpara de petróleo y entonces pude ver que tenía corroída parte de los párpados—. ¡Dios mío! —susurré—. ¡Oh, Santo Dios! ¿Qué le han hecho? ¿Lepra?

—Ssssíí.

No puedo explicar de forma adecuada la calidad de su voz. Los destrozados labios emitían algunos sonidos imposibles, y otros los lograba tan sólo con un seseo sibilante al tropezar la lengua con los dientes descubiertos. Lo que no sé es cómo siquiera lograba hablar. Todo ello resultaba aún más demencial por el hecho de que todavía podía apreciarse el acento de Oxford y una elegante sintaxis en aquellas frases trabajosamente hilvanadas. La saliva humedecía los dientes descubiertos y se estampaba contra la lámpara, pero las palabras eran inteligibles. Yo no podía moverme y tampoco apartar la mirada.

—Ssssíí —dijo el poeta M. Das—. Lepra. Pero ahora se la llama la «Enfermedad de Hansen», señor Luczak. —Ssse la llama, ssseñor Lussak.

—Sí, claro. Lo siento. —Sacudí la cabeza, parpadeé, pero seguía sin poder apartar la mirada. Me di cuenta de que seguía aferrado con fuerza al borde de la mesa. En cierto modo la madera astillada me mantenía en contacto con la realidad—. ¡Dios mío! ¿Cómo pudo ocurrir? —repetí con voz sorda—. ¿Puedo ayudarle en algo?

—He leído su libro, señor Luczak —siseó Mr. Das—. Es usted un poeta sentimental.

—¿Cómo obtuvo un ejemplar? —«Domínate, idiota»—. Quiero decir: ¿por qué cree que mi poesía es sentimental?

Das parpadeó lentamente. Los destrozados párpados bajaban como deshilachados visillos, y en ningún momento llegaban a cubrir el blanco de los ojos. Oculta la mirada inteligente, resultaba mil veces más horrible la aparición que tenía ante mí. Resistí el impulso de echar a correr y contuve el aliento hasta que volvió a mirarme.

Das logró que su voz sonara ilusionada.

—¿Nieva mucho realmente en Vermont, señor Luczak?

—¿Cómo? Ah, quiere decir... sí. Sí. No siempre, pero algunos inviernos... sobre todo en las montañas. Señalan los límites de las carreteras con estacas y pequeñas banderolas naranjas.

Estaba parloteando, pero hacía eso o tendría que meterme el puño en la boca para ahogar otros sonidos.

—Ahhh —suspiró Das, y el sonido era como el aire que exhalara alguna criatura marina moribunda—. Me hubiera gustado haber visto eso. Ssssíí.

—He leído su poema, señor Das.

—¿Ssssíí?

—Me refiero al poema de Kali. Claro que usted ya lo sabe. Fue quien me lo envió.

—Ssssíí.

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué, señor Luczak?

—¿Por qué lo envía fuera del país para su publicación? ¿Por qué me lo ha entregado a mí?

—Tiene que publicarse. —Por primera vez la extraña voz de Das reflejaba emoción—. ¿No le ha gustado?

—No, no me ha gustado —dije—. No me gusta en absoluto. Pero hay algunas partes que son... memorables. Terribles y memorables.

—Ssssíí.

—¿Por qué lo escribió?

M. Das cerró de nuevo los ojos. La espantosa cabeza se inclinó hacia adelante y por un segundo pensé que se había quedado dormido. Las lesiones en su cuero cabelludo brillaban con un tono gris verdoso a la luz de la lámpara.

—Tiene que publicarse —musitó con voz ronca—. ¿Me ayudará?

Vacilé. No estaba seguro de que la última frase fuese una pregunta.

—Muy bien —dije finalmente—. Dígame por qué lo escribió. Qué está haciendo aquí.

Das me devolvió la mirada y con su eléctrico contacto me comunicó de alguna manera que no estábamos solos. Miré de soslayo pero sólo vi oscuridad. Con aquel terrible calor el sudor me caía por las mejillas.

—¿Cómo llegó...? —Vacilé—. ¿Cómo llegó a...?

—A ser un leproso.

—Sí.

—Lo fui durante muchos años, señor Luczak. Yo desconocía los síntomas. Las manchas escamosas en las manos. El dolor seguido de insensibilidad. Incluso mientras firmaba autógrafos durante las giras y dirigía seminarios en la universidad perdía la sensación en las manos y las mejillas. Sabía la verdad mucho antes de que aparecieran las llagas abiertas, mucho antes de la semana en que viajara al este para el funeral de mi padre.

—¡Pero ahora tienen medicamentos! —exclamé—. Usted tenía que saberlo, con toda seguridad... ¡Medicinas! Ahora pueden curarse.

—No, señor Luczak. Ahora no puede curarse. Incluso aquellos que creen en tales medicinas aseguran que únicamente pueden controlarse los síntomas, en ocasiones detenerlos. Pero yo era seguidor de la filosofía de la salud de Gandhi. Cuando llegaron las erupciones y los dolores ayuné, seguí dietas, me administré enemas y purifiqué tanto mi cuerpo como mi mente. Durante años lo hice. No sirvió de nada. Y yo sabía que así sería.

Aspiré hondo y me limpié las palmas de las manos en los pantalones.

—Bien, si sabía eso...

—Escuche, por favor —musitó el poeta.— No disponemos de mucho tiempo. Le contaré una historia: corría el verano de 1969... ahora para mí un siglo distinto, un mundo diferente. Mi padre había sido incinerado en la pequeña aldea en la que yo naciera. Hacía semanas que las úlceras sanguinolentas eran visibles. Dije a mis hermanos que se trataba de una alergia. Busqué la soledad. No sabía qué hacer.

»El largo viaje de regreso a Calcuta me dio tiempo para reflexionar. ¿Ha visto alguna vez un lazareto en su país, señor Luczak?

—No.

—Más le vale. Ssssííí. Podía irme al extranjero. Tenía dinero. Los médicos en naciones tan ilustradas como la suya rara vez se encuentran con casos avanzados de la enfermedad de Hansen, señor Luczak. En realidad la lepra no existe en la mayoría de las naciones modernas, ¿comprende? Es una enfermedad de suciedad, inmundicias y condiciones antihigiénicas, olvidada por Occidente desde la Edad Media. Pero en India no está olvidada. No está olvidada, ni mucho menos, en mi amada India. ¿Sabía usted, señor Luczak, que hay medio millón de leprosos tan sólo en Bengala?

—No —contesté.

—No. Yo tampoco lo sabía. Pero eso me han dicho. La mayoría mueren por otras causas antes de que progrese la enfermedad, ¿comprende? Pero ¿por dónde iba mi historia? Ah, sí, llegué al anochecer a la estación de Howrah. Para entonces ya había decidido el camino a tomar. Pensé en ir al extranjero en busca de ayuda médica. Y también consideré soportar años de dolor mientras la enfermedad siguiera su lenta invasión.

»Había pensado en someterme a la humillación y aislamiento que semejante tratamiento exigiría. Lo pensé, señor Luczak, pero lo rechacé. Y una vez que hube tomado mi decisión se apoderó de mí una gran tranquilidad. Aquella noche me sentí profundamente en paz conmigo mismo y con el universo mientras observaba las luces de la estación de Howrah por la ventanilla de mi vagón de primera clase.

»¿Cree usted en Dios, señor Luczak? Yo no creía. Y tampoco ahora... No creo en ningún dios de luz. Hay otros... Pero ¿por dónde iba? Ya. Bajé del vagón con un estado de ánimo tranquilo. Mi decisión me permitía evitar, no sólo el dolor de ser un inválido, sino también el dolor de marcharme. O al menos eso creí.

»Allí mismo, en la estación de ferrocarril, di todo mi equipaje a un sorprendido mendigo. Ah, sí, tiene que perdonarme por la forma en que le hice llegar ayer el manuscrito, señor Luczak. La ironía es uno de los pocos placeres que me quedan. Aunque me hubiera gustado verlo. ¿Dónde estábamos? Salí de la estación y caminé por esa maravillosa construcción que llamamos el puente de Howrah. ¿Lo ha visto? Sí, claro que lo ha visto. Soy un estúpido. Siempre me ha parecido una maravillosa pieza de ingeniería abstracta, señor Luczak, y que muy pocos aprecian en todo su valor la obra de arte que en verdad es. Aquella noche el puente estaba relativamente solitario... únicamente lo atravesaban algunos centenares de personas.

»Me detuve en el centro. No dudé por mucho tiempo, porque no deseaba tener tiempo para pensar. Debo confesar que compuse un breve soneto, podría decirse que un poema de despedida. Yo también fui una vez un poeta sentimental.

»Salté. Desde el mismo centro. Desde una altura de más de treinta metros sobre las oscuras aguas del Hooghly. Parecía como si la caída no fuera a terminar nunca. Si hubiera estado al corriente de la interminable espera entre la ejecución y la culminación de semejante suicidio, habría planeado algo diferente, se lo aseguro.

»Desde esa altura el agua adquiere exactamente la consistencia del cemento, señor Luczak. Cuando llegué abajo el impacto fue como una flor abriéndose en mi cráneo. Algo crujió en mi espalda y en mi cuello, ruidosamente. Como cuando se rompe una rama gruesa.

»Luego mi cuerpo se hundió. Y digo "mi cuerpo" porque yo entonces morí, señor Luczak. Sobre eso no hay duda alguna. Pero ocurrió un fenómeno extraño. Nuestro espíritu no desaparece de inmediato después de la muerte, sino que más bien observa el desarrollo de los acontecimientos como pudiera hacerlo un espectador indiferente. ¿De qué otra forma podría describir la sensación de ver el descoyuntado cuerpo de uno hundirse en el cieno del lecho del Hooghly? ¿De ver a los peces hurgando en los ojos y en las partes blandas de uno? ¿De ver todo eso sin sentir preocupación u horror, tan sólo un interés muy ligero? Esa es la experiencia, señor Luczak. Tal es el temido acto de morir, tan banal como todos los demás actos necesarios que conforman nuestra lastimosa existencia.

»No sé cuánto tiempo permaneció allí mi cuerpo, hundido en el cieno del río, antes de que la marea, o tal vez la estela de un barco, lo arrojara exánime a la orilla. Me encontraron unos niños. Me empujaron con palos y rieron cuando éstos penetraron en mi carne. Luego llegaron los Kapalikas. Me llevaron consigo —tiernamente, aunque tales distinciones significaban poco para mí en aquel entonces— hasta uno de sus muchos templos.

»Me desperté en brazos de Kali. Es la única deidad que desafía tanto a la muerte como al tiempo. Entonces me hizo resucitar, señor Luczak, pero únicamente para sus propios propósitos. Como puede ver, la Madre Oscura no consideró oportuno suprimir el azote de mi aflicción cuando devolvió el aliento a mi cuerpo.

—¿Cuáles eran esos propósitos, señor Das? —pregunté.

La mueca sin labios del poeta era una imitación cruel de una sonrisa.

—Bien, sin duda es evidente a qué fin he de dedicar mis humildes poderes —dijo Das—. Soy el poeta de la diosa Kali. Pese a lo indigno que soy, le sirvo de poeta, sacerdote y avatar.

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