—¡Bobby! ¡Ah, Bobby! —exclamó—. Acaba de telefonear el inspector Singh. Viene a recogernos. Estará aquí dentro de un minuto. Nos llevarán al aeropuerto. La han encontrado, Bobby, la han encontrado.
Circulamos velozmente por la carretera VIP prácticamente desierta. Abundantes raudales de luz horizontal lo hacían resaltar todo en vigoroso relieve, y la sombra del coche mantenía nuestro paso proyectado sobre los campos húmedos.
—¿Está seguro de que se encuentra bien? —pregunté.
—Sí, sí —dijo Singh sin volverse, instalado en el asiento delantero—. Sólo hace veinticinco minutos que recibimos la llamada.
—¿Está seguro de que se trata de Victoria? —preguntó a su vez Amrita.
Los dos nos encontrábamos inclinados hacia delante apoyando los brazos en el respaldo de los asientos delanteros. Amrita doblaba una y otra vez de forma inconsciente el kleenex que tenía en las manos.
—El agente de seguridad así lo cree —dijo Singh—. Por ese motivo detuvo a la pareja que trataba de pasar con el bebé. No sabían por qué se los detenía. El jefe de seguridad les comunicó que existía una pequeña irregularidad en su visado de viaje. Creen que están esperando la llegada de un agente que les sellará sus visados.
—¿Y por qué no detenerlos, sencillamente? —pregunté.
—¿Por qué motivo? —preguntó Singh—. Hasta que la niña sea positivamente identificada no son culpables de otra cosa que de intentar volar a Londres.
—¿Quién descubrió a Victoria? —pregunto Amrita.
—El policía de seguridad del que les he hablado —dijo Singh bostezando—. Había visto su anuncio en el periódico.
Había un levísimo tono de desaprobación en la voz profunda de Singh.
Cogí la mano de Amrita y contemplamos el desfilar del paisaje ya familiar. Ambos intentábamos mentalmente hacer que el pequeño coche fuera más deprisa. Cuando un pastor bloqueó con sus ovejas el pavimento húmedo durante un largo momento, ambos le gritamos al conductor que tocara la bocina, que pasara entre ellas. Finalmente logramos cruzar, dejando atrás una destartalada carreta cargada de caña, hasta quedar solos de nuevo en el lado izquierdo del camino. Por la derecha circulaban veloces y llamativos camiones que se dirigían a la ciudad llevando a unos hombres de camisa blanca que nos saludaban agitando unos brazos morenos.
Me obligué a recostarme en mi asiento y aspiré hondo vanas veces. En cualquier otro momento aquella fascinante salida del sol hubiera sido maravillosa. Incluso los desiertos y ruinosos cobertizos de los campos encenagados parecían purificados por la bendición del sol. Mujeres provistas de altas jarras de bronce proyectaban sombras de tres metros sobre las verdes zanjas.
—¿Está seguro de que se encuentra bien? —pregunté de nuevo.
—Ya casi hemos llegado —dijo Singh.
Enfilamos por el camino, más allá de los taxis negros y amarillos, con su techos perlados de gotas de lluvia y sus conductores durmiendo atravesados en los asientos. Todavía no se había detenido del todo nuestro coche cuando ya abríamos las portezuelas.
—¿Por dónde?
Singh rodeó el coche y señaló. Nos dirigimos rápidamente a la terminal. Siguiendo nuestro avance precipitado e impaciente, Singh tuvo que saltar por encima de aquellos seres que envueltos en sábanas dormían sobre el sucio suelo de mosaico.
—Aquí —dijo abriendo una puerta sobre la que campeaba el rótulo «ÚNICAMENTE PARA PERSONAL AUTORIZADO», tanto en inglés como en bengalí. Una mujer intocable, acuclillada en el corredor, limpiaba el polvo y los papeles con un pequeño recogedor. Quince pasos nos condujeron hasta una gran sala dividida con mamparas y mostradores. Pude oír el repiquetear de teletipos y máquinas de escribir.
Vi de inmediato a la pareja india, acurrucada en el rincón más alejado. La joven apretaba contra su pecho al bebé. Eran forasteros, casi unos niños ellos mismos. El hombre era bajo y de mirada huidiza. Levantaba continuamente la mano derecha para atusarse lo que pensaba que era un bigote. La muchacha era todavía más joven que el hombre, y su aspecto era corriente hasta el punto de resultar vulgar. El turbante que llevaba no conseguía ocultar el pelo ralo y tampoco el borroso lunar carmesí en el centro de su frente.
Pero al detenernos a unos seis metros de ellos Amrita y yo sólo tuvimos ojos para el bulto fuertemente envuelto que la mujer mecía agitadamente. La cara de la niña no era visible. Sólo podíamos captar un pálido atisbo de mejilla.
Nos acercamos más. Sentí un fuerte dolor en el diafragma que me subía hasta el pecho. No hice caso. El inspector Singh hizo una seña al agente de policía uniformado, que se cuadró. Luego el policía dijo bruscamente algo al joven, que al punto se levantó del banco y se dirigió nervioso al mostrador. Al ponerse en pie, la muchacha se apartó para dejarle pasar y pudimos ver la cara del bebé entre los numerosos pliegues del chal.
Era Victoria. Dormida, pálida hasta el punto de que su piel parecía traslúcida, pero sin duda alguna era Victoria.
Entonces Amrita lanzó un grito y todos se pusieron en movimiento a la vez. Al parecer el joven había intentado huir, porque el guardia de seguridad y otro hombre que se encontraba detrás del mostrador lo sujetaban por los brazos. La muchacha se deslizó por el banco hasta el mismo rincón apretando al bebé contra su pecho mientras empezaba a acunarlo rápidamente y a farfullar algo que parecía una canción de cuna. Amrita, el inspector y yo nos adelantamos rápidamente para cortarle toda salida, pero ella se limitó a volverse de cara a la verde pared y empezó a gimotear con fuerza.
Entonces Singh intentó detener a Amrita, pero ella dio tres rápidos pasos, tiró con fuerza del pelo de la mujer, haciéndola apartar la cabeza, y le arrebató del regazo a Victoria con un solo movimiento del brazo izquierdo.
Todo el mundo gritaba. Sin saber por qué retrocedí varios pasos mientras Amrita, levantando en alto a nuestra hija, empezó a quitarle el sucio chal púrpura.
El primer grito de Amrita se escuchó sobre todo aquel ruido y se hizo el silencio en la sala. Yo seguí retrocediendo hasta tropezar con un mostrador. Al empezar los alaridos de Amrita, giré como a cámara lenta dejando caer la cabeza y los puños cerrados sobre el frío mostrador.
—Auuu —clamé. Era un lamento suave que me remontaba a mi primera infancia—. Auuu —repetí—. Auuu, no, por favor.
Apreté con fuerza la mejilla contra el mostrador y me tapé los oídos con los puños, pero pude percibir con toda claridad los gritos de Amrita cuando éstos se convirtieron en sollozos.
Todavía guardo en alguna parte el informe, copia del que Singh enviara a Delhi. Al igual que todo en India el papel es barato y basto. La tipografía es débil, hasta parece casi transparente, como una boba idea infantil de un mensaje secreto. No importa. No necesito ver el informe para recordarlo palabra por palabra.
22.7.77 C.M.P.D./D.D.A.S.S. 2671067
EL AGENTE DE SEGURIDAD JAGMOAN (YASHPAL, D.D.A. SEC. SERV. 1113) ENCAUSÓ A LA PAREJA IDENTIFICADA CON DOCUMENTOS COMO CHOWDURY, SUGATA Y DEVI EN VIAJE DE PLACER CON INFANTE A LONDRES, G.B., A LAS 4H28M DEL 21.7.77. AGENTE SEGURIDAD JAGMOAN DETUVO A LA PAREJA EN SECCIÓN B-11 ADUANAS ANTE POSIBLE RECONOCIMIENTO DICHO INFANTE COMO EL INFANTE NORTEAMERICANO LUCZAK, DESAPARECIDO Y DADO POR SECUESTRADO EL 18.7.77 [RE: C.M.P.D., CASO NO. 117, DT, 18.7.77 (S.R. 507) SINGH.] ACUDIERON EL INSPECTOR YASHWAN SINGH (C.M.P.D. 26774) Y LOS LUCZAK (ROBERT C. Y AMRITA D.) A CONFIRMAR IDENTIDAD INFANTE A LAS 0.5:41/ 21.7.77. INFANTE IDENTIFICADO SIN LUGAR A DUDAS COMO VICTORIA CAROLYN LUCZAK NACIDA EL 22.1.77. SEGÚN POSTERIOR EXAMEN REALIZADO POR LA MADRE DE LA NIÑA SE DESCUBRIÓ QUE LA CRIATURA VICTORIA C. LUCZAK HABÍA MUERTO HACÍA VARIAS HORAS. EN CONSECUENCIA SE DETUVO A LA PAREJA IDENTIFICADA COMO SUGATA Y DEVI CHOWDURY SIENDO TRASLADADOS A A.C.M.P.D.H.Q. CHOWRINGHEE COMO SOSPECHOSOS DE ASESINATO E INTENTO DE SACAR BIENES ROBADOS A TRAVÉS DE FRONTERAS INTERNACIONALES. EL INFORME DE LA AUTOPSIA (RE: LUCZAK-C.M.P.D./ M.E. 2671067/21.7.77) CONFIRMABA LA MUERTE DEL INFANTE LUCZAK DENTRO DE UN LAPSO NO SUPERIOR A CINCO (5) HORAS Y NO INFERIOR A (2) HORAS Y QUE EL CUERPO DEL SUSODICHO INFANTE HABÍA SIDO UTILIZADO DE RECIPIENTE PARA TRANSPORTE MERCANCÍA ROBADA. SE ADJUNTA LISTA Y VALORES CALCULADOS:
RUBÍES (6) R.S. 1.115.000
ZAFIROS (4) R.S. 762.000
ÓPALOS (4) R.S. 136.000
AMATISTAS (2) R.S. 742.000
TURMALINAS (5) R.S. 380.000
PARA MÁS DETALLES DIRIGIRSE A SINGH (YASHWAN C.M.P.D. 26774). FIN DEL INFORME.
Calcuta me ha asesinado.
KABITA SINHA
Calcuta no quería dejarnos ir. Durante dos días más la ciudad nos retuvo en sus fétidas garras.
Amrita y yo no queríamos dejar sola a Victoria con ellos.
Incluso durante la autopsia policial y los preparativos de la funeraria, permanecimos en habitaciones contiguas.
Singh nos informó que tendríamos que quedarnos en Calcuta durante algunas semanas, al menos hasta el término de la vista judicial. Le dije que no nos quedaríamos. Cada uno de nosotros prestó declaración ante un hastiado funcionario.
Llegó el representante de la embajada americana en Nueva Delhi. Era una especie de pequeño conejo oficioso llamado Don Warden. Su idea de cómo tratar con los mal predispuestos burócratas indios consistía en presentarles excusas y explicarnos a nosotros hasta qué punto habíamos complicado las cosas al insistir en llevarnos a casa el cuerpo de nuestra hija tan precipitadamente.
El sábado nos dirigimos al aeropuerto por última vez. Warden, Amrita y yo nos apretujamos en el asiento trasero de un viejo Chevrolet alquilado. Llovía con fuerza y en el interior del vehículo cerrado hacía calor y una gran humedad. Yo ni me daba cuenta. Sólo tenía ojos para la pequeña ambulancia blanca que íbamos siguiendo. Pese a la densa circulación no utilizaba las luces de emergencia. No había prisa.
En el aeropuerto se produjo una última demora. Warden apareció acompañado de un funcionario del aeropuerto. Estaban estrechándose las manos.
—¿Qué pasa? —pregunté.
El funcionario indio se sacudió la manchada camisa blanca y nos espetó varias frases en indostaní en un tono irritado.
—¿Qué?
Amrita tradujo. Estaba tan exhausta que no levantó la cabeza y su voz apenas era audible.
—Dice que el ataúd que hemos comprado no puede ser embarcado en el avión —dijo tristemente—. El ataúd metálico de la compañía aérea está aquí, pero la documentación necesaria para el traslado no ha sido firmada por las correspondientes autoridades. Dice que el lunes podemos ir al Ayuntamiento a retirar los documentos necesarios.
Me puse en pie.
—¿Warden?
El representante de la embajada se encogió de hombros.
—Tenemos que respetar sus leyes y valores culturales —repuso—. No me canso de insistir en que todo sería mucho más fácil si ustedes aceptaran realizar la cremación del cuerpo aquí, en India.
«Kali es la diosa de todos los lugares de cremación.»
—Vengan —dije.
Conduje de nuevo a los dos hombres hasta la oficina contigua a la habitación donde yacía Victoria. El funcionario indio parecía aburrido e impaciente. Cogí a Warden por el brazo y lo llevé hasta un rincón de la habitación.
—Voy a ir a la habitación contigua y trasladaré el cuerpo de mi hija al ataúd reglamentario, señor Warden —afirmé con calma—. Si entra usted en la habitación o me pone cualquier tipo de impedimento le mataré. ¿Lo ha comprendido bien?
Warden parpadeó repetidamente y asintió. Luego, acercándome al funcionario, le expliqué la situación. Lo hice con la más absoluta tranquilidad, puntuando mis palabras con suaves golpecitos de los dedos sobre su pecho. Me miró a los ojos y vio algo que le indujo a permanecer callado e inmóvil mientras yo acababa de hablar y atravesaba la puerta batiente hacia la habitación en penumbra en la que Victoria esperaba.
La habitación era alargada y estaba prácticamente vacía, salvo por algunos montones de cajas y equipajes sin reclamar. En un extremo de la sala se encontraba el ataúd de acero de la compañía aérea, abierto ya sobre un mostrador contiguo a una cinta transportadora de equipajes. Y en el otro extremo de la sala, sobre un banco junto a la plataforma de embarque, estaba el ataúd gris que habíamos comprado en Calcuta. Me acerqué a él y, sin vacilar, rompí los sellos.
La noche en que Victoria nació, cierta parte del ritual organizado hizo que me sintiera nervioso durante semanas. Se me había dicho que en el hospital de Exeter alentaban a los nuevos padres a que llevaran a los recién nacidos desde la sala de partos hasta la habitación contigua para proceder a la medición y pesaje obligatorios antes de devolver el bebé a su madre en la sala de recuperación. Durante algún tiempo me había sentido preocupado por aquello. Temía que pudiera dejarla caer. Era una reacción absurda, pero incluso después de la excitación y el júbilo del nacimiento, sentí mi corazón latir nervioso cuando el médico retiró a Victoria del estómago de Amrita y me preguntó si quería llevar a mi pequeña hasta la otra sala. Recuerdo haber asentido sonriente pero con una sensación de terror. Recuerdo haber sostenido con confianza y gozo crecientes su cabecita en el hueco de mi mano, levantando aquel pequeño bulto todavía húmedo por el parto y, sujetándolo sobre el pecho y el hombro, recorrer los treinta pasos desde la sala de partos a la habitación contigua. Era como si Victoria me estuviera ayudando. Recuerdo haber sonreído estúpidamente al tener de súbito plena conciencia de que llevaba en brazos a mi hija. Sigue siendo el recuerdo más feliz de mi vida.