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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (33 page)

BOOK: La canción de Kali
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—¿Un hombre? ¿Tiene alguna relación con ese...? ¿Cómo se llama...? ¿Dhavan?

Singh se encogió de hombros. Cayó agua sobre la alfombra.

—No lo sabemos. El... estilo del asesinato parece relacionado con los
goondas
. Con los Kapalikas, si lo prefiere. Quisiera que nos ayudara a identificar el cuerpo.

—¿Quién cree que puede ser?

De nuevo el encogimiento de hombros.

—¿Vendrá con nosotros, señor Luczak? Mi coche está esperando.

—No —dije—. Definitivamente no. No voy a dejar a Amrita. Olvídelo.

—Pero para poder identificarlo...

—Hágale una fotografía, inspector. Su departamento dispondrá de una cámara, ¿no? De no ser así esperaré a ver mañana las fotos en la primera plana de los periódicos. Parece que los de Calcuta disfrutan tanto viendo fotos de cadáveres como nosotros en Estados Unidos con las viñetas cómicas.

—¡Bobby! —exclamó Amrita. Su voz era sorda. Ambos estábamos agotados—. El inspector sólo intenta ayudar.

—Bah —repuse—. Mala suerte. No voy a dejarte otra vez.

Amrita cogió el bolso y el paraguas.

—Yo iré también.

Tanto Singh como yo nos quedamos mirándola fijamente.

—Los teléfonos no funcionan —dijo Amrita—. Nadie puede llamarnos. Han pasado veinticuatro horas y nadie ha pedido un rescate. No ha habido contacto de ningún tipo. Si eso ha de servir de ayuda hagámoslo ahora.

Los relámpagos iluminaron las ventanas cegadas con tablones y los dos leones de piedra, empapados por la lluvia, residuos de una época anterior, más inocente. Un camino trasero, que se prolongaba sinuoso entre oscuros y mojados edificios y montones de basuras que se deshacían con el aguacero, conducía a la entrada del depósito. Un alero en pésimas condiciones protegía las anchas puertas que llevaban hasta el depósito de Sassoon.

En la oficina exterior nos recibió un hombre con un traje completamente arrugado. Incluso allí se percibía el denso olor a formol que recordaba de mis clases de biología en el colegio. Unas lámparas de queroseno proyectaban sombras por detrás de los archivadores y de los grandes 'montones de expedientes que había sobre todos los escritorios. El hombre unió las yemas de los dedos ante mí, hizo la reverencia obligada y soltó una auténtica retahíla en bengalí al chorreante inspector.

—Dice que la señora Luczak puede quedarse aquí —tradujo Singh—. Nosotros estaremos en la habitación contigua.

Amrita asintió.

—También ha dicho que el depósito necesita un generador para las emergencias, inspector —tradujo Amrita a su vez—. E invitó a los políticos del Ayuntamiento a que levanten los traseros de sus asientos y vengan a olfatear las rosas. ¿Es así? Era más bien jerga.

—Es correcto —asintió Singh con una torva sonrisa.

Dijo algo al funcionario del depósito que hizo enrojecer al hombrecillo. Seguidamente, éste nos condujo a Singh y a mí a través de unas puertas batientes y por un corto corredor revestido de azulejos.

Una lámpara colgante iluminaba una zona que muy bien podía responder a la idea que Jack el Destripador tuviera de una sala de operaciones. Por doquier remaba la suciedad. Papeles, tazas y diversos detritus. Podían verse sobre bandejas y mesas manchadas cuchillos, escalpelos y sierras de cortar huesos. Un inmenso disco de luz, inoperante en esos momentos, y la brillante mesa de acero con desagües abiertos confirmaban el uso de la habitación. Todo ello y el cuerpo que había sobre la mesa.

—¡Ah! —exclamó el inspector acercándose más. Me hizo un ademán impaciente para que me reuniera con él. El funcionario del depósito sacó la lámpara de su gancho en la pared y la colgó de la barra de la luz curva de la sala de operaciones. La luz oscilante proyectó intrincados dibujos sobre el reluciente metal.

Cuando era pequeño mis padres compraron la Enciclopedia Ilustrada Compton. Mi sección favorita era el capítulo sobre el cuerpo humano. Tenía transparencias superpuestas. Se empezaba con el cuerpo completo, incluida la epidermis y, a medida que se pasaban las delicadas páginas, se iba profundizando en los misterios del interior repleto del cuerpo. Todo estaba muy claro. Codificado con colores y provisto de las oportunas referencias.

El cuerpo que tenía ante mí en ese momento aparecía en la segunda página, MÚSCULOS Y TENDONES. Habían sajado la piel del cuello hacia abajo, desollándolo a continuación. La piel aparecía arrebujada debajo del cuerpo, semejante a una capa húmeda y arrugada. Pero allí no había referencia clara alguna de los músculos, tan sólo un ser humano con el aspecto de carne cruda, con unos fluidos grasientos que captaban la luz. Gruesas y blancas fibras desaparecían entre rosadas estrías de carne viva. Y tendones amarillentos se prolongaban como sangrientas correas.

Singh y el otro hombre se quedaron mirándome. Si esperaban exclamaciones de horror o tal vez que vomitara, quedaron decepcionados. Me aclaré la garganta.

—¿Han empezado ya la autopsia?

Singh tradujo la breve respuesta del otro.

—No, señor Luczak. Hace dos horas que llegó en este mismo estado.

Fue entonces cuando reaccioné.

—¡Dios mío! ¿Por qué alguien habría de matar a un ser humano y luego desollarlo?

Singh hizo un ademán negativo con la cabeza.

—Cuando lo encontraron no estaba muerto. Estaba en la calle de Sudder. Según los testigos, corriendo y lanzando alaridos. Cayó. Poco después cesaron los chillidos. Finalmente alguien llamó a un furgón de la policía.

Retrocedí dos pasos de manera involuntaria. Podía oír el eco de la voz de mi madre desde el rellano del tercer piso en la calle de Pulaski. «Ven aquí ahora mismo, Robert Luczak, antes de que te desuelle vivo.» Era posible.

—¿Lo conoce? —preguntó Singh con tono impaciente.

Hizo una seña para que alumbraran mejor. El cadáver tenía la cabeza echada hacia atrás, congelado en su agonía final por un
rigor mortis
prematuro.

—No —siseé con las mandíbulas apretadas—. Espere. —Me obligué a adentrarme en el reducido círculo de luz. El rostro estaba incólume, salvo por los rasgos contraídos. El reconocimiento fue como un golpe brutal.

—Sí que lo conoce —dijo Singh.

—Sí.

Había mencionado su nombre. Santo Dios, había mencionado su nombre mientras hablaba con Das.

—¿Es Krishna?

—No —dije alejándome de la mesa iluminada. Había mencionado su nombre—. Es que le faltan las gafas. Llevaba gafas. Su nombre es Jayaprakesh Muktanandaji.

Amrita y yo dormimos hasta las nueve de la mañana. Sin sueños. El estruendo de la lluvia a través de la ventana abierta los ahuyentaba. La electricidad y el aire acondicionado debieron de volver al amanecer, pero ni siquiera nos enteramos.

A las once Singh envió un coche para que nos trasladara al cuartel general de la policía. Allí nos pasarían cualquier llamada que pudiera recibirse en el hotel. La oficina de la policía era otra habitación oscura y cavernosa en otro edificio oscuro y laberíntico. Las, mesas desaparecían bajo grandes montañas de expedientes y documentos amarillentos que casi ocultaban por completo a hombres sin rostros encorvados sobre unas máquinas de escribir que parecían proceder de la época de la reina Victoria. Amrita y yo pasamos varias horas repasando inmensos álbumes de fotografías. Después de centenares de rostros femeninos empecé a preguntarme si sería capaz de reconocer a Kamakhya Bahrati, si es que llegaba a verla. Sí lo haría.

No hubo más que un descubrimiento. Tras escudriñar atentamente una fotografía oscura y borrosa de un hombre corpulento con la gris indumentaria de preso, lo identifiqué con reservas como el Kapalika vestido de caqui que me rompiera el dedo meñique.

—Pero no está seguro —dijo Singh.

—No. Era más viejo, más corpulento, con el pelo más largo.

Singh gruñó y entregó a alguien la fotografía y le dio instrucciones. No me dijo cómo se llamaba el hombre o por qué había estado en la cárcel. «El sonido de plástico quebradizo al romperse.»

A primera hora de la tarde volvimos al hotel y quedamos asombrados al enterarnos de que había habido un centenar de llamadas al número de teléfono de la policía que figuraba en los anuncios que hicimos publicar. Ninguna de aquellas llamadas había facilitado información veraz o digna de consideración. Las pocas que aseguraban haber visto a la niña estaban siendo comprobadas, pero el sargento se mostraba pesimista. La mayoría de las llamadas eran de personas dispuestas a vendernos una criatura por la recompensa.

Las últimas horas de aquel miércoles me han sido borradas de la memoria. Recuerdo imágenes con toda claridad, pero no siento que exista relación entre unas y otras. Algunas no me resulta posible distinguirlas de los sueños que me han atormentado desde aquellos días.

Alrededor de las ocho de la tarde me levanté, di un beso a Amrita que dormitaba y salí del hotel. De repente había visto con claridad la solución a todo aquello. Me adentraría en la ciudad, buscaría a los Kapalikas, les diría que lo sentía, que haría cuanto quisieran, y entonces me devolverían a mi niña. Así de sencillo.

Si eso fallaba, buscaría a la diosa Kali y mataría a aquella zorra.

Recuerdo haber caminado a lo largo de muchas manzanas, pero en un momento dado viajaba en taxi observando las caras que desfilaban por las aceras, seguro de que la siguiente sería la de Kamakhya, o la de Krishna, tal vez la de Das.

Luego el taxi aparcó bajo una palmera, y esperó; esperó mientras yo trepaba por una puntiaguda verja de hierro y saltaba, medio agazapado, a un sendero bordeado de flores. La casa estaba a oscuras. Zarandeé las persianas. Golpee las puertas.

—¡Chatterjee! —vociferé.

La casa estaba a oscuras.

En otro momento caminaba por la orilla de un río. Con las últimas luces crepusculares veía sobre mí el puente de Howrah antes de que llegara la oscuridad absoluta. Las calles adoquinadas daban paso a senderos embarrados y barrios bajos. A mi alrededor danzaban unos niños. Les arrojé toda la calderilla que llevaba. Recuerdo que una vez miré hacia atrás y ya no fueron aquellos niños lo que vi, sino varios hombres que me seguían. Sus bocas se movían pero yo no oía nada. Formaron un semicírculo y empezaron a acercarse a mí con cautela, con los brazos.

—¿Kapalikas? —pregunté esperanzado. Creo que lo dije—. ¿Son ustedes Kapalikas? ¿Kali? ¿Kapalikas?

Los hombres vacilaron y se miraron los unos a los otros intentando darse valor. Miré sus harapos y sus cuerpos enflaquecidos por el hambre, los músculos tensos para el ataque, y supe que no se trataba de Kapalikas. Eran
thugees
. O
goondas
. Tan sólo hombres míseros y hambrientos dispuestos a matar por el dinero del extranjero.

—¡Muy bien! —grité entonces. Sonreía. No podía dejar de sonreír, aunque sentía que algo cortante se hundía en mí mientras sonreía. Los últimos días, la noche, Victoria... todo se estaba comprimiendo en un apretado nudo de puro gozo ante aquello.

—¡Muy bien! —vociferé—. ¡Venid! ¡Venid! Por favor.

Abrí ampliamente los brazos. Los habría abrazado. Los habría sujetado en un abrazo sudoroso y férreo mientras gozoso desgarraba con mis dientes sus tensas gargantas.

Creo que lo habría hecho. No lo sé. Los hombres se miraron unos a otros y retrocedieron, perdiéndose entre las tinieblas de los senderos.

Casi rompí a llorar cuando desaparecieron.

No sé si fue antes o después de mi encuentro con aquellos hombres cuando me encontré en un templo pequeño, en los muelles. Había una chapucera estatua de una vaca negra, arrodillada, con una corbata de lazo blanca. Unos viejos se encontraban en cuclillas y escupían a la brumosa penumbra y me miraban horrorizados.

Un vetusto espantajo señalaba insistentemente mis pies, farfullando de un modo ininteligible. Creo que quería que me quitara los zapatos.

—A la mierda con todo —dije en un tono razonable—. No tiene importancia. Díganles tan sólo que han ganado, ¿de acuerdo? Díganles que haré lo que quieran. ¿Vale? Lo prometo. De veras que lo prometo. Lo juro por Dios. Palabra de explorador.

Creo que entonces empecé a llorar. Al menos observé a través de un prisma de lágrimas que un viejo al que le faltaban la mayoría de los dientes delanteros me dirigía una vacua sonrisa, dándome palmaditas en el hombro mientras se balanceaba adelante y atrás sobre sus flacas piernas.

Aparecí en un gran descampado, poblado de chozas y neumáticos viejos, bajo la lluvia, y durante kilómetros vadeé el barrizal hacia las altas chimeneas y las llamas que a cielo abierto proyectaban sobre todo aquello una tonalidad roja, mientras se alejaban de mí por mucho que me esforzara en acortar la distancia. Creo que aquél era un lugar auténtico. No lo sé. Hace ya mucho tiempo que ése ha venido siendo el paisaje de mis sueños.

Encontré a la chiquilla con los primeros albores del amanecer. Estaba tumbada en la calle, en el sendero embarrado que allí hacía las veces de calle. No tendría más de cinco años. Tenía enmarañado el largo pelo negro y se acurrucaba bajo una fina colcha todavía empapada por el aguacero nocturno. Algo en su sueño tranquilo me atrajo hacia ella. Hinqué una rodilla en el suelo enlodado. Las gentes y las bicicletas empezaban ya a moverse, dando un rodeo para sortearnos en el angosto sendero.

La niña tenía los ojos fuertemente cerrados, como en estado de concentración, y la boca ligeramente abierta. Apretaba el pequeño puño contra la mejilla. Pronto tendría que despertarse, ocuparse de la fogata, servir a los hombres, cuidar de los niños más pequeños y afrontar el fin de una infancia que apenas había conocido. Pronto se convertiría en propiedad de otro hombre que no fuera su padre y ese día recibiría la tradicional bendición hindú: «Esperamos que tengas ocho hijos.» Pero por el momento sólo tenía que dormir, con el puñito apretado, la mejilla morena contra el suelo, los ojos fuertemente cerrados contra la luz matinal.

Sacudí la cabeza y miré en derredor. Estaba a punto de amanecer. La lluvia había limpiado en parte la atmósfera y se aspiraba el aroma dolorosamente perfecto a flores frescas y tierra húmeda. Recuerdo claramente el recorrido en rickshaw de vuelta al hotel. Los sonidos y los colores eran tan nítidos que prácticamente asaltaban mis sentidos. También tenía la mente clara. Si hubiera ocurrido algo mientras yo había estado fuera... Si Amrita me hubiera necesitado...

No era más que el alba, pero Amrita se reunió conmigo en el vestíbulo. Se retorcía las manos de alegría y tenía los ojos llenos de lágrimas, por vez primera desde que empezara todo aquello.

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