Tú, Calcuta, vendes en el mercado cordones para estrangular.
TUSHAR ROY
Aquella noche soñé con corredores y cuevas. Luego el sueño cambió de localización hasta un almacén de venta al por mayor de muebles, cerca de Southside de Chicago, donde estuve trabajando durante mi segundo año de preuniversitario. El almacén estaba cerrado, pero yo seguía deambulando a través de la interminable serie de salas de exposición abarrotadas de muebles. Se olía a tejido Herculon y a pulimento de madera barato. Eché a correr regateando entre el apretado género. De repente había recordado que Amrita y Victoria estaban todavía en el almacén, en alguna parte, y que si no las encontraba pronto todos quedaríamos encerrados durante la noche. No quería que se quedaran solas allí, atrapadas en la oscuridad, esperándome. Corrí de una sala a otra gritando sus nombres.
Sonó el teléfono. Eché mano a nuestro despertador de viaje que estaba sobre la mesilla de noche, pero siguió sonando. Eran las ocho y cinco de la mañana. Y el que sonaba era el teléfono, como en un principio había pensado. Amrita acudió desde el cuarto de baño y contestó. Dormité durante su conversación.
El ruido del agua de la ducha me despertó de nuevo.
—¿Quién era?
—El señor Chatterjee. —Amrita cerró el grifo—. No podrás recoger el manuscrito de Das hasta mañana. Se excusa por el retraso. Aparte de eso, todo está en orden.
—Humm. Otro día, maldición.
—Estamos invitados a tomar el té a las cuatro.
—Humm, ¿dónde?
—En casa de Michael Leonard Chatterjee. Enviará su coche. ¿Quieres bajar a desayunar con tu hija y conmigo?
—Mmm. —Me cubrí la cara con la otra almohada y volví a dormirme.
Parecía que hubiesen pasado tan sólo cinco minutos cuando Amrita entró por la puerta llevando en brazos a Victoria. La seguía un camarero vestido de blanco con una bandeja. El reloj de la mesilla marcaba las diez y veintiocho.
—Gracias —dijo Amrita. Dejó a la niña sobre la alfombra y dio varias rupias de propina al camarero. Victoria batió palmas y echó la cabeza hacia atrás para ver cómo se iba el camarero. Amrita cogió la bandeja, se la puso en equilibrio inestable sobre una mano, y aplicándose un dedo debajo de la barbilla ejecutó una galana reverencia en mi honor.
—
Namastey
y buenos días, sahib. La dirección le desea un día apacible y maravilloso aunque, ¡ay!, ya haya pasado la mayor parte. Sí, sí, sí.
Me incorporé en la cama y Amrita, después de sacudir la sábana con una servilleta, me colocó la bandeja sobre las piernas. Luego, haciendo una nueva reverencia, alargó la mano con la palma hacia arriba. Dejé caer sobre ella una ramita de perejil.
—Puedes quedarte el cambio —le dije.
—¡Ah, gracias, muchas gracias, muy generoso sahib —canturreó mientras iba retrocediendo de espaldas sin dejar de hacer obsequiosas reverencias. Victoria se metió tres dedos en la boca y se quedó mirándonos asombrada.
—Creí que hoy irías a la caza de saris —comenté. Amrita corrió las pesadas cortinas y el crudo reflejo gris me hizo parpadear—. ¡Santo Cielo! —exclamé— ¿Es realmente la luz del sol? ¿En Calcuta?
—Kamakhya y yo ya hemos ido de compras. Una tienda muy agradable. Y unos precios absolutamente razonables.
—¿No encontraste nada?
—Sí, claro. Más tarde traerán los paquetes. Las dos compramos metros y más metros. Probablemente me gasté todo tu anticipo.
—Maldición. —Bajé la vista e hice una mueca.
—¿Qué pasa, Bobby? ¿Está frío el café?
—No, está bueno. En realidad muy bueno. Acabo de darme cuenta de que he perdido otra vez la ocasión de ver a Kamakhya. ¡Maldición!
—Sobrevivirás —dijo Amrita, colocando a Victoria sobre la cama para cambiarla.
El café era bueno y había más en un pequeño recipiente de metal. Levanté la tapadera de la bandeja y me encontré con dos huevos, tostadas con mantequilla y... maravilla de maravillas..., tres lonchas de bacon auténtico.
—¡Fantástico! —exclamé—. Gracias, pequeña.
—Bueno, no tiene importancia —dijo Amrita—. Naturalmente hacía horas que la cocina estaba cerrada, pero les dije que era para el famoso poeta que ocupa la habitación 612. El poeta que se pasa fuera la mayor parte de la noche intercambiando historias de guerra con los muchachos y finalmente vuelve a casa riéndose lo bastante alto para despertar a su mujer y su hijita.
—Lo siento.
—¿En qué consistió la reunión de anoche? Farfullabas en sueños hasta que te di un codazo.
—Lo siento, lo siento, lo siento.
Ajustó el nuevo pañal de Victoria, tiró el viejo y volvió para sentarse en el borde de la cama.
—En serio, Bobby, ¿qué revelaciones hizo el «misterioso extranjero» de Krishna? ¿Era de verdad?
Le ofrecí un bocado de una tostada. Sacudió negativamente la cabeza, pero luego, cogiéndola, le dio un mordisco.
—¿Quieres de veras oír la historia? —le pregunté.
Amrita asintió. Tomé un sorbo de café y decidí no darle una sinopsis sucinta, sino que empecé hablando en tono ligeramente sarcástico. Haciendo pausas ocasionales para dar mi opinión sobre determinadas partes de la historia, sacudiendo la cabeza o haciendo breves observaciones, logré condensar el monólogo de tres horas de Muktanandaji en menos de veinte minutos.
—¡Dios mío! —exclamó Amrita cuando hube terminado. Parecía inquieta, incluso trastornada.
—Bueno, sea como fuere, resultó una endemoniada manera de terminar mi primer día en el hermoso centro de Calcuta —dije.
—¿No te sentiste atemorizado, Bobby?
—¡Santo Cielo, no! ¿Por qué habría de estarlo, pequeña? Lo único que me preocupaba era regresar al hotel conservando todavía la cartera sobre mi persona.
—Sí, pero... —Amrita calló, se acercó a Victoria, le puso de nuevo en la mano un sonajero que se le había caído y volvió junto a la cama—. Me refiero a que, aunque sólo sea porque pasaste la noche con un loco, Robert, hubiera querido... hubiera querido estar allí para traducir.
—Y yo también —convine con toda sinceridad—. Por lo que a mí respecta, Muktanandaji hubiera podido pasarse toda la noche repitiendo una y otra vez en bengalí la «Arenga de Gettysburg» mientras que Krishna urdía esa historia de fantasmas.
—Entonces, ¿no crees que el muchacho estuviera diciendo la verdad?
—¿La verdad? —repetí. La miré con el entrecejo fruncido—. ¿Qué quieres decir? ¿Cadáveres a los que devuelven la vida? ¿Poetas muertos resucitando del cieno del río? M. Das desapareció hace ocho años, cariño. Sería un muerto viviente muy baqueteado, ¿no crees?
—No, no quise decir eso —repuso Amrita. Sonrió, pero era una sonrisa fatigada. Comprendí que nunca debí haberla llevado conmigo hasta allí. Me había sentido tan preocupado por tener a alguien que me tradujera, alguien que me ayudara con aquella cultura... «Mierda, mierda»—. Sólo pensé que acaso el muchacho tal vez creyera que estaba diciendo la verdad —siguió diciendo Amrita—. Pudo haber intentado unirse a los Kapalikas o como quiera que los llamen. Pudo haber visto «algo» que no comprendiese.
—Sí, es posible —asentí—. No lo sé. El chico estaba hecho un desastre... los ojos enrojecidos, una tez lamentable y un montón de tics nerviosos. Por lo que yo sé incluso es posible que consuma drogas. Tuve sospechas de que Krishna añadía o cambiaba muchísimas cosas. Era como una de esas comedias vulgares en las que el extranjero lanza un gruñido y el intérprete parlotea durante diez minutos. ¿Entiendes lo qué quiero decir? Incluso es posible que hubiera intentado entrar a formar parte de esa sociedad secreta y ellos hubieran practicado triquiñuelas fantasmales para impresionarlo. Pero yo me atrevería a apostar a que se trató de una maniobra de Krishna para sacarme dinero.
Amrita cogió la bandeja y la dejó sobre el tocador. Estuvo arreglando de diversas formas la taza y los cubiertos de plata. No me miraba.
—¿Por qué dices eso? ¿Acaso te lo pidieron?
Aparté la sábana y me acerqué a la ventana. Por el centro de la calle circulaba un tranvía, soltando y recogiendo pasajeros sin detenerse siquiera. En el cielo todavía quedaban nubes bajas, pero había suficiente luz de sol para proyectar sombras sobre el agrietado pavimento.
—No —repuse—. No de forma descarada. Pero Krishna acabó la velada con un breve e ingenioso epílogo, explicando muy
sotto voce
que su amigo tenía que encontrar una manera de salir de la ciudad para irse a Delhi o a cualquiera otra parte, posiblemente a Sudáfrica. Dejó muy claro que unos cuantos centenares de dólares americanos serían bien recibidos.
—¿Pidió dinero? —El acento británico de Amrita en las vocales era más acentuado que de costumbre.
—No. No de forma explícita...
—¿Cuánto les diste?
No parecía enfadada, solamente curiosa.
Acercándome a mi maleta empecé a sacar ropa interior y calcetines limpios. Una vez más comprendí que el principal argumento contra el matrimonio, el argumento absolutamente irrefutable contra el hecho de vivir con una persona durante años, era la destrucción de la ilusión de libre albedrío, debido al constante reconocimiento de la esposa de lo absolutamente predecible que es uno.
—Veinte dólares —dije—. Era el cheque de viaje más pequeño que tenía. Te dejé a ti casi toda la moneda india.
—Veinte dólares —musitó Amrita—. Al cambio actual serán unas ciento ochenta rupias. ¿Lo extendiste a nombre de Muktanandaji?
—No, lo dejé en blanco.
—Le va a resultar muy difícil llegar hasta Sudáfrica con ciento ochenta rupias— comentó Amrita con suavidad.
—Maldición. Me importa un bledo si esos dos se van a comprar «nieve». O lo utilizan para iniciar una cuenta de caridad, el Fondo-salvad-a-Muktanandaji-de-la-ira-de-los-Kapalikas. Deducible de los impuestos. ¿Qué te parece?
Amrita no dijo palabra.
—Míralo de este modo —proseguí—: Hoy en día no se puede tomar a una canguro, ir a Exeter a ver una mala película y luego a McDonald's por veinte pavos. Su historia es mucho más entretenida que algunas de las películas que hemos ido a ver en Boston. ¿Cómo se llamaba aquel estúpido film infantil que nos costó cinco dólares ver con Dan y Barb antes de que emprendiéramos viaje?
—
La guerra de las galaxias
—dijo Amrita—. ¿Crees que podrás introducir aunque sea parte de esa historia en el artículo de
Harper's?
Me até el cinturón del albornoz.
—Desde luego, la cita y la casa-café. Intentaré demostrar lo irreales y absurdos que eran algunos de los personajes en mi... ¿cómo lo llamó Morrow...? mi búsqueda de M. Das. Pero seré incapaz de utilizar los desvaríos de Muktanandaji. Al menos no muchos. Los mencionaré, pero toda esa historia de los Kapalikas es demasiado horripilante. Ese galimatías de la diosa asesina se terminó con la última de las películas de serie B. Comprobaré esa historia de la banda, pues tal vez los Kapalikas sean una especie de mafia de Calcuta, pero maldito si el resto no es demasiado estúpido para que un estupendo poeta lo introduzca en un artículo serio. No es que sea morboso, es...
—¿Perverso?
—No, a la revista no le importaría que mostrara algo de perversión saludable. La palabra es «trillado».
—¡Dios nos libre de los lugares comunes! ¿No es eso?
—Lo captaste, pequeña.
—Muy bien, Bobby. Y ahora ¿qué haremos?
—Huumm, buena pregunta —dije.
Estaba jugando al escondite con Victoria. Ambos utilizábamos una porción de sábana para escondernos. Y los dos reíamos al levantar yo una especie de cortina entre ambos. Luego Victoria se tapaba los ojos con los dedos y yo miraba en derredor, asombrado, intentando descubrirla. Aquello encantaba a la niña.
—Creo que me daré una ducha —dije—. Luego iremos a que tú y esta pequeñaja cojáis el vuelo de la tarde para Londres. No hay necesidad de que traduzcas nada, salvo los farfullos del mozo de equipajes. Estoy harto de soltar pasta para alimentar a todo ese exceso de bocas que nos rodea. No existe motivo alguno para que te quedes un solo día más, aun cuando yo tenga que esperar a que Chatterjee ultime su representación. Hoy es sábado. Puedes quedarte un tiempo en Londres, pasar una noche con tus padres, y podemos llegar a Nueva York más o menos al mismo tiempo... digamos el martes por la noche.
—Lo siento, Bobby. Pero eso resulta imposible por varias razones.
—Tonterías —afirmé—. No existe la palabra imposible. —Victoria y yo nos habíamos descubierto mutuamente y reíamos—. Expónme tus objeciones y yo las iré rebatiendo una a una.
—En primer lugar estamos invitados al té por todo lo alto de los Chatterjee...
—Les presentaré tus excusas. ¿La siguiente?
—Segundo. Todavía no ha llegado el material de la tienda de saris.
—Lo llevaré conmigo. ¿Qué más?
—Victoria y yo te echaremos de menos. ¿Verdad que sí, preciosa?
Victoria apañó su atención del juego lo justo para mirar cortésmente a su madre con la boca abierta. A continuación cambió las reglas, cubriéndose la cabeza con la sábana.
—Lo siento, tercer intento —repuse—. Quedas fuera. Os echaré de menos, niñas, pero tal vez cuando os hayáis ido podré arreglármelas con Kamakhya. Creo que hay un vuelo a Londres a las dos de esta tarde. De no ser así me quedaré en el aeropuerto con vosotras esperando el siguiente.
Amrita recogió algunos juguetes de la niña y los guardó en un cajón.
—Existe un cuarto problema.
—Vamos, suéltalo.
—BOAC y Pan Am han cancelado todos los vuelos desde Calcuta salvo el de las seis cuarenta y cinco de la madrugada de BOAC en escala procedente de Thailandia. El hombre dijo que se debía a problemas de equipaje. Telefoneé anoche porque estaba aburrida.
—Mierda. No estarás bromeando, ¿verdad? Maldición. —Victoria se dio cuenta del cambio de tono y dejó caer la sábana. Su carita se contrajo con los pucheros—. Tiene que haber alguna manera de salir de este apestoso agujero de mierda que es... perdóname, pequeñaja, que es esta ciudad.
—Sí, claro. Todos los vuelos interiores de Air India salen con normalidad. En Delhi podemos cambiar a Pan Am, o a cualquier otra compañía internacional allí o en Bombay. Pero hemos perdido el vuelo matinal de hoy a Nueva Delhi y las escalas de todos los demás son horrendas. Preferiría esperarte, Bobby. No quiero viajar sin ti por este país. Ya tuve suficiente de pequeña.
—De acuerdo, cariño. —La rodeé con el brazo—. Muy bien, entonces podremos intentarlo con el vuelo matinal de la BOAC el lunes. El de las seis y media de la mañana. ¿Te parece bien que siga con mi plan de ducharme?