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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (11 page)

BOOK: La canción de Kali
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»Yo no había oído grito alguno.

»
Kali, Kali, balo bhai
—entonamos—.
Kali bai aré gaté nai
.

»Los Kapalikas desfilaron. Un hombre de negro nos condujo hasta una puerta en la oscuridad. En la antesala nos calzamos las sandalias y abandonamos el edificio. Sanjay y yo pudimos encontrar nuestro camino hasta la calle de Strand a través de un laberinto de callejas. Allí alquilamos un
rickshaw
y regresamos a nuestra habitación. Era muy tarde.

»—¿Qué quiso decir ella? —pregunté cuando nuestras dos linternas estuvieron encendidas y nos encontramos en nuestros
charpoys
, debajo de las mantas—. ¿Qué clase de ofrenda?

»—¡Idiota! —Estaba temblando tan inconteniblemente como yo. Su hamaca se sacudía—. Para mañana a la medianoche tenemos que llevarle un cuerpo. Un cuerpo humano. Un cuerpo muerto.»

7

Calcuta, Calcuta, eres un campo de
obsesión nocturna, crueldad infinita,
Variada comente serpentina en la que floto hasta quién sabe dónde.

SUNILKUMAR NANDI

Krishna dejó de traducir. Su voz había ido enronqueciéndose cada vez más hasta llegar a croar, lo que ligaba a la perfección con sus ojos de sapo. Hube de hacer un esfuerzo para apartar la vista de Muktanandaji. Me di cuenta de que había estado tan absorto que me había olvidado de la presencia de Krishna. Y en aquel momento sentí exactamente la misma irritación contra él por haber callado que la que hubiera podido experimentar ante una grabación que se hubiera parado de repente o un televisor que empezara a fallar en el momento menos oportuno.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Krishna ladeó la cabeza y yo me volví para mirar. El barbudo propietario se dirigía hacia nosotros. Increíblemente, el inmenso salón se había quedado vacío sin que me diera cuenta. Las sillas estaban colocadas sobre todas las demás mesas. Los ventiladores habían cesado en sus lentas revoluciones. Consulté mi reloj. Eran las once treinta y cinco de la noche.

El propietario, si es que lo era, rezongó algo a Krishna y a Muktanandaji.

Krishna agitó la mano con gesto cansado y el hombre repitió algo en voz más alta y petulante.

—¿Qué pasa? —insistí.

—Tiene que cerrar —graznó Krishna—. Es por el gasto de electricidad.

Eché una ojeada a las escasas bombillas de luz difusa que todavía seguían encendidas y estuve a punto de echarme a reír.

—Podemos acabar con esto mañana —dijo Krishna. Muktanandaji se había quitado las gafas y se frotaba fatigado los ojos.

—Al diablo con eso —contesté.

Conté los pocos billetes de moneda india que llevara conmigo y alargué al viejo un billete de veinte rupias. Siguió allí plantado, farfullando algo para sí. Le di diez rupias más. Se rascó las pobladas mejillas y arrastrando los pies se dirigió de nuevo a su mostrador. Me había desprendido de menos de tres dólares.

—Adelante —dije.

«Sanjay confiaba en que encontraríamos dos cadáveres antes de la medianoche. Al fin y al cabo esto era Calcuta. Mientras nos dirigíamos hacia el centro de la ciudad preguntamos a los transportistas hariján de animales muertos, si alguna vez llevaban en sus camiones cadáveres humanos. Nos contestaron que no, que la corporación municipal de la ciudad contrataba a otros hombres, hombres pobres pero de casta para que por las mañanas fueran a retirar los cuerpos que indefectiblemente se amontonaban en las aceras. Y ello tan sólo en los sectores de la ciudad céntricos y comerciales. Más allá, donde empezaban los
chawls
, no existía contrato alguno. Se abandonaban los cuerpos a las familias o a los perros.

»—¿Adonde llevan los cuerpos después de recogerlos? —preguntó Sanjay.

»—Al depósito de cadáveres de Sassoon —contestaron.

»Aquella mañana, a las diez y media, después de desayunar pasta frita en el Maidan, Sanjay y yo fuimos al depósito de cadáveres de Sassoon.

»El depósito ocupaba todo el primer piso y dos sótanos a distinto nivel de un edificio situado en la vieja zona inglesa de la ciudad. Todavía permanecían allí unos leones de piedra vigilando los peldaños delanteros, pero la puerta estaba cerrada a cal y canto y asegurada con tablones, y era evidente que hacía muchos años que no se utilizaba. Todo el movimiento tenía lugar por la entrada trasera, por la que los camiones llegaban y se iban.

»El depósito estaba atiborrado. Cuerpos ensabanados yacían sobre carretillas por los corredores, e incluso a las puertas de las oficinas. Había un olor muy fuerte. Aquello me sorprendió. Un hombre con una pizarra en la mano y vistiendo un uniforme blanco manchado de amarillo salió de una de las oficinas y nos sonrió.

»—¿Puedo ayudarles?

»Yo no supe qué decir, pero Sanjay empezó a hablar de inmediato, convincente.

»—Somos de Varanasi. Hemos venido a Calcuta porque dos de nuestros parientes, a los que desafortunadamente han desposeído de sus tierras en Bengala Occidental, han venido recientemente a la ciudad en busca de otro trabajo. Lo triste es que al parecer se pusieron enfermos y murieron en las calles antes de haber encontrado un empleo respetable. La mujer de nuestro pobre primo segundo nos informó de ello por carta antes de volver con su familia Tamil Nadu. La zorra no se tomó el menor interés por recoger el cuerpo de su marido o de nuestro otro pariente, pero ahora hemos venido nosotros, a pesar del gran gasto, para llevarlos de nuevo a Varanasi para su adecuada cremación.

»—¡Ahh! —El empleado hizo una mueca—. ¡Esas condenadas mujeres del Sur! No tienen ni idea de cómo comportarse decentemente. Son como animales.

»Asentí con la cabeza. ¡Era tan fácil!

»—¿Hombre o mujer? ¿Viejo, joven o niño? —preguntó el hombre del depósito con tono aburrido.

»—¿Cómo dice?

»—El otro pariente. Supongo que la mujer que se fue estaba casada con un hombre, pero ¿de qué sexo era el otro miembro de la familia? ¿Y la edad de cada uno? Y también, ¿qué día vendrán a recogerlo? En primer lugar, ¿sexo?

»—Hombre —dijo Sanjay.

»—Mujer —afirmé yo al mismo tiempo.

»El empleado se detuvo en el momento en que nos conducía a otra sala. Sanjay me echó una mirada que levantaba ampollas.

»—Mil perdones —dijo Sanjay con voz tranquila—. Kamila, la pobre prima de Jayaprakesh, es ciertamente mujer. Yo sólo puedo pensar en mi propio primo, Samar. Jayaprakesh y yo sólo estamos emparentados por matrimonio, naturalmente.

»—¡Ah! —dijo el empleado, pero sus ojos se achicaron al tiempo que su mirada se clavaba en cada uno de nosotros—. ¿No serán por casualidad, estudiantes de la universidad?

»—No. —Sanjay sonrió—. Yo trabajo en la tienda de alfombras de mi padre, en Varanasi. Jayaprakesh ayuda a su tío a trabajar la tierra. Yo tengo cierta educación. Jayaprakesh no ha recibido ninguna. ¿Por qué lo pregunta?

»—Por nada, por nada —repuso el empleado. Me miró y yo sentí miedo de que pudiera oír los latidos de mi pulso—. Es sólo que, a veces, los estudiantes de medicina de nuestra universidad... huumm... pierden seres queridos en la calle. Síganme, por favor.

»Las salas del sótano eran grandes, húmedas, enfriadas mediante ronroneantes climatizadores. Regueros de agua habían dejado sus huellas por las paredes y los suelos. Los cuerpos yacían desnudos sobre camillas y mesas. Su distribución no seguía orden alguno, salvo por una rudimentaria separación según edad y sexo. Pasamos por la sala de los niños, que estaba abarrotada.

»Sanjay dio como fecha del fallecimiento de nuestros primos la semana anterior. Por lo visto nuestro primo Samar estaba en la cuarentena.

»En la primera sala en la que entramos había unos veinte hombres. Todos ellos en diversos estados de descomposición. En aquella sala no hacía demasiado frío. El agua caía abiertamente sobre los cadáveres en un vano esfuerzo por enfriarlos. Tanto Sanjay como yo nos tapamos la boca y la nariz con los faldones de la camisa. Nos lloraban los ojos.

»—Malditos cortes de luz —rezongó el empleado—. Durante estos últimos días es continuo. ¿Y bien? —Acercándose, levantó las sábanas de algunos cuerpos cubiertos. Extendió las manos como si ofreciera la venta de un novillo.

»—No. —Sanjay examinó con gesto tétrico la primera cara. Se acercó a otro—. No. No. Un momento... no. Resulta difícil de decir.

»—Huumm.

»Sanjay pasó de mesa en mesa, de camilla en camilla. Las terribles caras lo miraban a su vez, los ojos velados, las mandíbulas desencajadas, algunos mostrando lenguas hinchadas.

»—No —repetía Sanjay—. No.

»—Éstos son todos los que llegaron durante esa semana. ¿Está seguro de que no ha equivocado la fecha?

»El empleado del depósito no intentó disimular su hastío y escepticismo.

»Sanjay asintió y yo me pregunté a qué estaba jugando. "¡Identifica a alguno y salgamos de aquí!"

»—Espere —exclamó—. ¿Qué me dice de aquel del rincón?

»El cadáver yacía solo, sobre una mesa de acero, como si alguien lo hubiera dejado caer allí en un descuido. Tenía las rodillas y los antebrazos medio levantados y los puños apretados. Era casi calvo y tenía la cara vuelta hacia la húmeda pared, como avergonzado de su fláccida desnudez.

»—Demasiado viejo —farfulló el empleado, pero mi amigo había avanzado rápidamente hasta el rincón. Se inclinó para mirarle la cara. El blanco puño levantado del cadáver rozó la camisa subida y el estómago desnudo de Sanjay.

»—¡Primo Samar! —exclamó Sanjay con un sollozo apenas contenido. Cogió aquella mano rígida.

»—No, no, no —dijo el hombre del depósito. Se sonó con el faldón de su manchada túnica—. Éste no llegó hasta ayer. Demasiado reciente.

»—Sin embargo, es el pobre primo Samar —repuso Sanjay con voz entrecortada. Me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

»El empleado del depósito se encogió de hombros y consultó sus anotaciones. Hubo de buscar entre un montón de impresos.

»—Sin identificación. Lo trajeron el martes por la mañana. Le encontraron desnudo en la calle Sudder... Apropiado, ¿verdad? Posible causa de la muerte: cuello roto a causa de una caída o por estrangulamiento. Posiblemente le robaron la ropa. Edad calculada: sesenta y cinco.

»—El primo Samar tenía cuarenta y nueve —afirmó Sanjay. Se limpió los ojos y se llevó de nuevo la camisa a la nariz. El empleado volvió a encogerse de hombros.

»—¿Por qué no buscas a la prima Kamila, Jayaprakesh? —sugirió Sanjay—. Haré los preparativos para el traslado del primo Samar.

»—No, no —dijo el hombre del depósito.

»—¿No? —preguntamos al unísono Sanjay y yo.

»—No. —El hombre frunció el ceño mirando sus anotaciones—. No podrán transportar este cuerpo hasta que sea identificado.

»—¡Pero si acabo de identificarlo! Es el primo Samar —protestó Sanjay, sin soltar el huesudo puño del cadáver.

»— No, no. Me refiero a identificado "oficialmente". Y ha de hacerse en la oficina de correos.

»—¿En la oficina de correos? —pregunté.

»—Sí, sí, sí. El ayuntamiento de la ciudad tiene allí su Oficina de Personas Desaparecidas y Cuerpos sin Reclamar. Tercer piso. Una vez pasada la prueba de identificación hay que pagar doscientas rupias. Doscientas rupias por cada persona querida identificada, naturalmente.

»—¡Ay de mí! —se lamentó Sanjay—. ¿Doscientas rupias a santo de qué?

»—Por la identificación y el certificado oficial, naturalmente. Entonces tendrá que ir a las oficinas del ayuntamiento en la calle de Waterloo. Pero sólo abren al público los sábados.

»—¡Eso es dentro de tres días! —exclamé.

»—¿Por qué hemos de ir allí? —preguntó Sanjay.

»—Para pagar quinientas rupias, el importe de la recogida, naturalmente. Por el servicio de transporte. —El empleado suspiró—. De manera que antes de entregar el cuerpo he de tener en mis manos el certificado de identificación, el recibo del pago de la recogida y, naturalmente, una copia de su Licencia para el transporte de Personas Fallecidas.

»—Aaah. —Sanjay soltó la mano del primo Samar—. ¿Y dónde nos pueden dar tal licencia?

»—En la Oficina de Licencias que se encuentra en las Oficinas Administrativas del Estado, cerca de Raj Bhavan.

»—Claro —dijo Sanjay—. Y eso cuesta...

»—Ochocientas rupias por cada persona fallecida que desee trasladar. Hay una tarifa de grupo para más de cinco.

»—¿Eso es cuanto necesitamos? —preguntó Sanjay, y el tono cortante de su voz era el que con frecuencia le oía antes de golpear la pared o echar a patadas a los niños birmanos que pululaban por el patio y las escaleras.

»—Sí, sí —asintió el empleado—. Salvo por el certificado de defunción. Eso puedo hacerlo yo.

»—¡Aghhh! —jadeó Sanjay—. ¿Y el precio?

»—Tan sólo cincuenta rupias —dijo sonriente el empleado—. Y luego está la cuestión del alquiler.

»—¿Del alquiler? —repetí hablando a través de la camisa.

»—Sí. Como pueden ver estamos desbordados. Hay que pagar quince rupias diarias por el espacio que ocupan. —Consultó su listado—. El alquiler de su primo Samar sube a ciento cinco rupias.

»—¡Pero si sólo ha estado un día! —exclamé.

»—Verdad, verdad. Pero me temo que tendremos que cargarles toda la semana, dado que hubo que prestarle atenciones especiales por... por su... ah... su avanzado estado. ¿Buscamos ahora a su prima Kamila?

»—¡Esto nos costará casi dos mil rupias! —explotó finalmente Sanjay—. ¡Por cada cuerpo!

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