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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (19 page)

BOOK: La canción de Kali
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Singh asintió como si estuviera al corriente de la correspondencia del sindicato.

—¿Y usted piensa recoger el manuscrito mañana? —pregunto.

—Sí.

—¿Dónde ocurrirá eso?

—No lo sé. Aún no me lo han dicho.

—¿A qué hora?

—Tampoco me la han dicho.

—¿Se reunirá en esta ocasión con Das?

—No. Al menos no lo creo. No, estoy seguro de que no.

—¿Y por qué no?

—Bueno, todas las peticiones de reunirme con el gran hombre y así confirmar definitivamente su existencia, han tropezado con un muro de piedra.

—¿Un muro de piedra?

—Una respuesta negativa. Un rechazo sin contemplaciones.

—¡Ah! ¿Y no tiene usted otros planes para verlo más adelante?

—No. Yo así lo esperaba. No hay duda de que mi artículo necesitaría una entrevista. Pero, a decir verdad, inspector, estoy deseando recoger ese condenado manuscrito y abandonar Calcuta con mi mujer y mi hija mañana por la mañana, dejando que los expertos literarios diluciden si M. Das escribió el poema o no.

Singh hizo un ademán de asentimiento como si se tratara de una actitud del todo razonable. Luego garrapateó algo en un pequeño cuaderno de notas y apuró su tónica.

—Gracias, señor Luczak. Me ha ayudado usted mucho. Quiero excusarme de nuevo por haber interrumpido su tarde del sábado.

—No tiene importancia.

—¡Ah! —dijo—. Queda otra cosa.

—¿Sí?

—¿Le importaría que mañana, cuando vaya a recoger el supuesto manuscrito de Das, le sigan discretamente agentes de policía de las fuerzas metropolitanas? Tal vez ello podría ayudarnos en nuestra investigación.

—¿Vigilancia? —pregunté. Apuré el resto de mi vaso. Si ponía objeciones tal vez me perjudicara, y era casi seguro que de todas formas los policías me seguirían. Además, tener cerca a un policía contribuiría a calmar en parte la ansiedad que sentía ante aquella cita.

—Sus asociados no tienen por qué enterarse —agregó Singh.

Asentí. Personalmente me importaba un bledo si Chatterjee, Gupta y el sindicato en pleno se veían implicados.

—Muy bien —contesté—. Estoy de acuerdo si ello ha de ayudarle en su investigación. Yo, por mi parte, no tengo la menor idea de si Das está realmente vivo. Será para mí una satisfacción servir de alguna ayuda.

—¡Ah! Excelente. —El inspector Singh se levantó y, finalmente, nos estrechamos las manos—. Que tenga un buen viaje, señor Luczak. Le deseo suerte en su trabajo.

—Gracias, inspector.

La lluvia siguió cayendo durante todo el resto de la velada. Cualquier idea festiva que Amrita y yo hubiéramos podido tener sobre salir la noche del sábado se disipó a la vista de la miseria encenagada, monzónica e invasora que divisamos al correr las cortinas. El crepúsculo tropical fue una breve transición entre el día gris y lluvioso y la noche negra y lluviosa. Al otro lado de la plaza inundada podían verse algunas linternas encendidas bajo las lonas.

Victoria estaba cansada y un tanto pesada, de manera que muy pronto la acostamos en su cuna. Llamamos al servicio de habitaciones y esperamos una hora antes de que llegara la cena. Cuando finalmente apareció, constituyó en gran parte una lección para que en la vida volviera a pedir emparedados de rosbif frío en un país hindú. Supliqué a Amrita un poco de su excelente cena china.

A las nueve de la noche, mientras Amrita se duchaba antes de acostarse, llamaron a la puerta. Era un muchacho con las telas de la tienda de saris. El muchacho estaba empapado, pero el material se encontraba a salvo envuelto en una gran bolsa de plástico. Le di diez rupias, pero él insistió en que le cambiara el billete por otros dos de cinco rupias cada uno. El de diez rupias estaba ligeramente roto y por lo visto la moneda india perdía su valor cuando tenía algún defecto. Aquel intercambio me puso más bien de mal humor, y al aparecer Amrita con su bata de seda y anunciar, después de echar un vistazo al paquete, que se habían equivocado de tela, la gota colmó el vaso. La tienda le había enviado lo comprado por Kamakhya. Entonces pasamos veinte minutos largos intentando encontrar en la guía telefónica a nuestra Bharati, pero el nombre era tan común como el de Jones en Nueva York, y Amrita pensó que, después de todo, era posible que la familia de Kamakhya no tuviera teléfono.

—Al diablo con todo —exclamé.

—Para ti es fácil. No te pasaste una hora eligiendo las telas.

—Kamakhya te traerá probablemente lo tuyo.

—Bueno, tendrá que hacerlo mañana si nos vamos el lunes a primera hora.

Apagamos la luz en seguida. Victoria se despertó una vez con unos ligeros sollozos, en uno de esos sueños de bebé en los que agitaba desesperada las piernas y los brazos, y la paseé durante un rato por la habitación, hasta que se quedó dormida, babeándome satisfecha sobre el hombro. Durante el par de horas que siguieron la habitación parecía alternativamente muy calurosa y luego helada. Las paredes resonaban debido a diversos ruidos mecánicos. Parecía como si en aquel lugar hubiera un sinfín de montaplatos subiendo trabajosamente con cadenas y poleas. Dos puertas más allá, en el corredor, un grupo árabe voceaba y reía, sin pensar por un instante en entrar en su habitación y cerrar la puerta.

Hacia las once y media abandoné las húmedas sábanas y me acerqué a la ventana. En la calle oscura seguía cayendo la lluvia. No había circulación.

Abrí mi maleta. Sólo había traído conmigo dos libros. Un ejemplar encuadernado de mi más reciente publicación y un Penguin en rústica de poesía de M. Das que comprara en una librería de Londres. Tomé asiento en una butaca cerca de la puerta y encendí la lámpara de lectura.

Confieso que fue mi libro el primero que abrí. Se abrió por el poema que le daba título,
Winter Spirits
. Intenté evocar sus imágenes, pero la figura, en su día diáfana, de la anciana deambulando por su granja de Vermont y contactando con los fantasmas familiares en unos parajes en los que la nieve se amontonaba en los campos, no sintonizaba con la sofocante noche de Calcuta y el ruido de la inmisericorde lluvia monzónica golpeando contra los cristales. Cogí el otro libro.

Al punto quedé cautivado por la poesía de Das. Con el trabajo corto que más disfruté al principio del libro fue «Family Picnic», con su festiva, aunque nunca condescendiente, percepción de la necesidad de soportar con paciencia las excentricidades de los familiares de uno. Únicamente una referencia de pasada a «...las aguas azules infestadas de tiburones de la bahía de Bengala / limpias de velamen o humo de lejanos vapores» y una rápida descripción de un «...templo Mahabalipuram / su piedra arenisca desgastada por los años y los rezos / ahora ya un lugar de juego de esquinas suavizadas / para las rodillas trepadoras de niños y las fotos instantáneas del tío Nani» situaban el escenario en la India oriental.

Llegué al «El canto de la madre Teresa» con un nuevo enfoque. Ahora ya resultaban menos patentes para mí los ecos académicos de la influencia de Tagore sobre el prometedor tema, y en cambio más evidentes las referencias directas, tales como «...muerte en la calle / muerte en la acera / el desesperanzado desamparo entre el que ella se movía / el lamento de un cálido infante pidiendo ayuda / contra el aliento helado de una ciudad que se ha quedado seca». Me pregunté si el relato épico de Das sobre la joven monja que había oído la llamada mientras viajaba hacia otra misión, que había acudido a Calcuta para ayudar a la multitud sufriente, aunque sólo fuera para facilitarles un lugar en el que morir en paz, sería alguna vez reconocido como el clásico de la compasión que a mi juicio era.

Di vuelta al libro para ver la fotografía de M. Das.

Me tranquilizó. La despejada frente y los ojos tristes y límpidos me recordaban a las fotos de Jawaharlal Nehru. El rostro de Das tenía la misma elegancia y dignidad patriarcales. Tan sólo la boca, con aquellos labios tal vez demasiado gruesos, de comisuras curvadas hacia arriba, sugerían la sensualidad y el leve egocentrismo tan necesarios en un poeta. Fantaseé diciéndome que ahora entendía de quién había heredado Kamakhya Bharati su sensual belleza.

Cuando apagué la luz y me acosté de nuevo junto a Amrita, me sentía capaz de afrontar mejor el día que se avecinaba. Afuera la lluvia seguía descargándose furiosa sobre la arrebujada ciudad.

10

Calcuta, señor de nervios,
¿Por qué quieres destruirme totalmente?
Tengo un caballo y un eterno permiso de extranjero. Voy a mi propia ciudad.

PRANABENDU DAS GUPTA

Era una extraña mezcolanza de gentes las que se disponían a acudir a la cita para recoger el manuscrito el domingo por la mañana.

Gupta había telefoneado a las ocho cuarenta y cinco. Hacía ya dos horas que nosotros nos habíamos levantado.

Durante el desayuno en el jardín del café Amrita había anunciado su firme decisión de acompañarme en aquel viaje, y fui incapaz de disuadirla. En realidad me sentí aliviado ante la idea.

Gupta inició la conversación telefónica con el estilo inimitable de todas las comunicaciones telefónicas indias.

—¿Diga?

—¿Oiga? ¿Señor Luczak?

La conexión sonaba como si estuviéramos utilizando dos latas y vanos kilómetros de cordón. Se escuchaban crujidos y chirridos.

—Soy Gupta.

—¿Cómo está usted, señor Gupta?

—Muy bien. Oiga, ¿señor Luczak? ¿Me oye?

—Sí.

—Hola. Ya se han hecho los preparativos... ¿Me oye? ¿Señor Luczak? ¿Está usted ahí?

—Sí. Estoy aquí.

—¡Hola! Se han hecho los preparativos. Acudirá solo cuando nos reunamos con usted en su hotel a las diez y media de esta mañana.

—Lo siento, señor Gupta. Mi mujer me acompañará. Hemos decidido que...

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué dice?

—Digo que me acompañarán mi mujer y mi hija. ¿A dónde iremos?

—No, no, no. Así ha sido acordado. Tiene que venir solo.

—Sí, sí, sí —dije yo—. Me acompaña mi familia o no voy. A decir verdad, señor Gupta, estoy más bien harto de esta estupidez a lo James Bond. He recorrido veinte mil kilómetros para recoger una obra literaria, no para andar escondiéndome solo por Calcuta. ¿Dónde será la reunión?

—No, no. Sería mejor que fuera solo, señor Luczak.

—¿Y por qué? Si es algo peligroso necesito saberlo.

—No. Claro que no es peligroso.

—¿Dónde tendrá lugar la reunión, señor Gupta? Le aseguro que no tengo tiempo para estas tonterías. Si vuelvo a casa con las manos vacías escribiré mi artículo como sea, pero probablemente ustedes tendrán noticias de los abogados de mi revista.

Era una amenaza carente de base, pero se hizo un silencio roto tan sólo por los silbidos, crujidos y ruidos sordos propios de la línea telefónica.

—¿Hola? ¿Señor Luczak?

—Sí.

—De acuerdo. Su mujer será muy bien recibida. Naturalmente. Nos reuniremos con el representante de M. Das en la casa de Tagore...

—¿En la casa de Tagore?

—Sí, sí. Es un museo, ¿sabe?

—Maravilloso —exclamé—. Quería ver la casa de Tagore. Excelente.

—Así pues el señor Chatterjee y yo estaremos en su hotel a las diez y media. ¿Oiga, señor Luczak?

—¿Sí?

—Adiós, señor Luczak.

Gupta y Chatterjee no aparecieron hasta pasadas las once, pero cuando nosotros bajamos Krishna se encontraba en el vestíbulo. Vestía la misma camisa sucia y los mismos pantalones arrugados.

Se mostró inmensamente alborozado al vernos, haciendo una reverencia a Amrita, alborotando el fino pelo de Victoria y estrechándome la mano por dos veces. Explicó que había acudido para informarme que «nuestro mutuo amigo, el señor Muktanandaji» había utilizado mi más que valioso regalo para regresar a su aldea de Anguda.

—Creí que había dicho que no podía volver a su casa.

—¡Aahh! —exclamó Krishna encogiéndose de hombros.

—Bien, supongo que tanto él como Thomas Wolfe estaban equivocados —repuse. Krishna se me quedó mirando un segundo y luego rompió a reír de forma tan estridente que Victoria se puso a llorar.

—¿Ha recibido el poema de Das? —preguntó cuando se calmaron tanto su risa como el llanto de Victoria.

—No, ahora mismo vamos a recogerlo —contestó Amrita.

—Aahh —dijo Krishna sonriendo, y vi como centelleaban sus ojos.

—¿Le gustaría acompañarnos? Tal vez le guste ver qué clase de manuscrito puede crear el cadáver de un ahogado.

—¡Bobby! —me reprendió Amrita.

Krishna se limitó a asentir, pero su sonrisa era más semejante que nunca a la de un tiburón.

Gupta y Chatterjee no se mostraron ni mucho menos complacidos ante lo nutrido de nuestro grupo. No tuve el valor de decirles que también nos acompañarían un número indeterminado de lo mejorcito de Calcuta.

—Señor Gupta, le presento a Amrita, mi mujer. —Se intercambiaron cortesías en hindi—. Y éste, caballeros, es nuestro... nuestro guía, el señor M. T. Krishna. También nos acompañará.

Los dos caballeros asintieron envarados, pero Krishna resplandecía.

—¡Ya nos conocemos! ¿No me recuerda, señor Chatterjee?

Michael Leonard Chatterjee frunció el ceño y se ajustó las gafas.

—¡Ah! Ya veo que no. ¿Y usted, señor Gupta? Bien, fue hace varios años, a mi regreso del hermoso país del señor Luczak. Presenté una solicitud de socio al Sindicato de Escritores.

—¡Ah sí! —dijo Chatterjee, aunque era evidente que no lo recordaba en absoluto.

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