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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (23 page)

BOOK: La canción de Kali
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Está a cinco pasos de mí. Sus brazos se mueven semejantes a juncos sensuales agitados por una brisa inexistente. Todo su cuerpo se balancea con el ritmo musical del chapoteo del río y su pierna izquierda se alza, se alza hasta tocar el codo de su brazo doblado. Entonces su perfumada carne despide un aroma de mujer que me envuelve.

Quiero ir hacia ella pero no puedo moverme. Mi palpitante corazón llena mi pecho con el redoble del cántico. Mis caderas empiezan a moverse por impulso propio, empujando de manera involuntaria. Toda mi conciencia está centrada en la base de mi palpitante pene.

Kali hace girar su pierna izquierda y la baja.

Avanza hacia mí. Sus tobillos tintinean.

Unnala-nabhi-pamke-ruha
, canta el río, y yo lo entiendo perfectamente.

Sus cuatro brazos ondulan en silenciosa danza. Dedos engarfiados, yemas acariciadoras avanzan gráciles hacia mí. Sus senos se agitan con fuerza.

Victoria al rostro de la Hija de la Montaña.

Da otro paso hacia delante. Sus dedos se agitan, me acarician la mejilla, descansan ligeros sobre mi hombro. Tiene la cabeza echada hacia atrás, los ojos entornados por la pasión. Contemplo la perfección de sus rasgos, las mejillas sonrosadas y la boca trémula...

¿Kamakhya?

Iva yenavabhati Sambhur' api

Jayati purusayitayas tadananam

'Saila-kanyayah

Kali, con el paso siguiente, me rodea con sus brazos. Su largo cabello se desparrama sobre sus hombros, semejante a un riachuelo por una colina suave. Su piel, de un brillo mate, está ligeramente perfumada, y el sudor brilla en el tierno valle entre sus senos. Dos manos me sujetan por la parte superior de los brazos mientras una tercera acaricia dulcemente mi mejilla. La otra mano se mueve hacia arriba abarcando con delicadeza mis testículos. Sus dedos ahusados se mueven a lo largo de mi rígido pene, curvándose ligeramente alrededor del glande.

Soy Sambhu-Siva apareciendo como Visnú

El loto y su tallo surgen de mi ombligo.

No puedo ahogar un gemido. Mi erección toca la cúspide de su vientre. Mira hacia abajo y entonces sus bellos ojos me contemplan licenciosos entre las abundantes pestañas. La tensa suavidad de un
mons veneris
se frota contra mí, retrocede, vuelve de nuevo.

Finalmente puedo moverme. Mis brazos la rodean de inmediato mientras ella me cerca. Los suaves senos se aplastan contra mí. Sus manos se deslizan arriba y abajo por mi espalda. Levanta la pierna derecha, la enrolla alrededor de mi cadera, se guía con los dedos y me monta. Sus tobillos se enlazan por debajo de mis nalgas apretadas.

Kali, Kali, balo, bhai.

El cántico inunda el mundo con el ritmo de nuestro movimiento. Su calor me escalda. Abre la boca húmeda sobre mi cuello, la desliza hasta encontrar mi lengua. La agarro, la alzo. Los senos se mueven contra mi pecho en un mar de sudor. Mis pies se están arqueando, mis pantorrillas hacen un esfuerzo supremo para penetrar más profundamente en Kali.

El universo se centra en un círculo de fuego que crece en mí, aumenta y explota a través de mí.

Yo soy Siva

Kali, Kali balo bhai

Kali bai aré gaté nai

Yo soy un Dios.

—¡Jesús!

Me senté de repente en la cama. Las sábanas estaban empapadas de sudor y el pantalón de mi pijama mojado por la mancha cada vez mayor de una eyaculación.

—¡Oh, Dios mío!

Me cogí la dolorida cabeza entre las manos. Amrita no estaba. La luz del sol penetraba a raudales a través de las cortinas. El despertador de viaje marcaba las diez y cuarenta y ocho.

—Mil veces mierda.

Fui al cuarto de baño, tiré el pijama en una bolsa de ropa sucia y me froté con fuerza bajo una enérgica ducha. Al cerrar los grifos quince minutos después todavía me temblaban las manos y las piernas. El corazón me latía con tal fuerza que en la periferia de mi visión veía danzar puntos diminutos.

Me vestí rápidamente y tomé cuatro aspirinas. Sobre mis pálidas mejillas apuntaba una oscura barba, pero decidí no afeitarme. Salí del cuarto de baño en el preciso momento en que Amrita volvía con Victoria.

—¿Dónde rayos estabais? —pregunté con voz cortante.

Amrita se detuvo rígida, al tiempo que se desvanecía lentamente su sonrisa de salutación. Victoria me miró como si fuera un extraño.

—¿Y bien?

Amrita se irguió. Su voz era normal.

—Volví a la tienda de saris para que me dieran la dirección de Kamakhya. Intenté telefonear tres veces pero no había línea. Ya que nos quedamos otro día quise cambiar las telas. ¿No viste mi nota?

—Se suponía que ahora ya tendríamos casi que estar en Londres. ¿Qué diablos ha ocurrido? —Mi voz era áspera, pero el enfado empezaba ya a desvanecerse.

—¿Qué quieres decir, Bobby? ¿Quieres explicármelo?

—Quiero saber qué ha ocurrido con el jodido despertador, el taxi que habíamos avisado y el vuelo de la BOAC. Eso es lo que quiero decir.

Amrita avanzó enérgica para dejar a la niña. Luego dirigiéndose a la ventana corrió de golpe las cortinas y se cruzó de brazos.

—El «jodido despertador» sonó a las cuatro. «Yo» me levanté. «Tú» no quisiste despertarte, incluso después de haberte sacudido. Finalmente, cuando hube logrado que te sentaras, «tú» dijiste: «Quedémonos otro día.» Y todo ello porque «tú» te pasaste toda la noche leyendo.

—¿Dije eso? —Sacudí la cabeza y me senté en el borde de la cama. Todavía sentía los efectos de la más horrible resaca del mundo, que amenazaba con hacerme vomitar. «Resaca ¿de qué?»—. ¿Dije eso?


Dijiste eso.
—El tono de Amrita era frío. En todos nuestros años de matrimonio había soltado muy pocos tacos delante de ella.

—Maldición. Lo siento. No estaba despierto. Ese condenado manuscrito...

—Dijiste que esperarías a leerlo en el avión.

—Sí.

Amrita descruzó los brazos y se acercó al espejo para arreglarse un mechón de pelo suelto. Sus labios volvían a recuperar el color.

—Está bien, Bobby. No me importa quedarme otro día.

Sentí el apremio en mi garganta. Mi voz me pareció extraña.

—Maldición, a mí sí que me importa. Tú y Victoria no seguiréis aquí un día más. ¿A qué hora hay vuelo de Air India para Delhi?

—A las nueve y media de la mañana y a la una de la tarde. ¿Por qué?

—Tomaréis el vuelo de la una y en Delhi el nocturno de Pam Am.

—Bobby, eso significa... ¿Qué insinúas con «tomaréis»? ¿Por qué no vienes tú? Ya tienes el manuscrito.

—Vosotras dos os vais. Hoy mismo. Tengo algo pendiente de terminar relacionado con este apestoso artículo. Un día más será suficiente.

—Ya sabes, Bobby, que no me gusta viajar sola con Victoria...

—Lo sé, pequeña, pero no hay más remedio. Volvamos a hacer tu equipaje.

—No lo había deshecho.

—Formidable. Prepara a Victoria y reúne las maletas. Yo voy abajo a buscar un taxi y un mozo.

La besé en la mejilla. Habitualmente, cualquier intento por mi parte de mostrarme dictatorial hubiera provocado una discusión, pero Amrita advirtió algo en el tono de mi voz.

—Muy bien —dijo—. Pero más vale que te des prisa. En India no puedes reservar billetes por teléfono, ¿sabes? Tienes que llegar pronto y ponerte en la cola.

—Sí. Vuelvo en seguida.

—¿El señor Gupta? —El teléfono del vestíbulo funcionaba.

—¿Oiga? Sí. ¿Oiga?

—Soy Robert Luczak, señor Gupta.

—Sí, señor Luczak. ¿Oiga?

—Escuche, señor Gupta, quiero que me prepare una entrevista con M. Das. Un encuentro privado. Sólo él y yo.

—¿Cómo? ¿Cómo? Eso no es posible. ¿Oiga?

—Más vale que sea posible, señor Gupta. Póngase en contacto con quien sea necesario y dígale a Das que quiero reunirme hoy con él.

—No, señor Luczak, usted no lo entiende. M. Das no ha permitido a nadie que...

—Sí, ya he oído todo eso. Pero estoy seguro de que se reunirá conmigo. Espero que lo comprenda y actúe rápidamente, señor Gupta.

—Lo siento mucho pero...

—Escuche, señor, le voy a explicar la situación. Dentro de unos minutos mi mujer se irá con la pequeña de Calcuta. Yo tomaré el vuelo de mañana. Si he de irme sin ver a Das, sepa que de todos modos escribiré un artículo para
Harper's
. ¿Le gustaría saber lo que se dirá en ese artículo?

—Señor Luczak, tiene que entender que nos es imposible concertar una entrevista entre usted y M. Das. ¿Me oye?

—En mi artículo se dirá que, por alguna razón sólo conocida por ellos, los miembros del Sindicato de Escritores Bengalíes han intentado perpetrar el mayor fraude literario desde el engaño Clifford Irving. Por algún motivo sólo conocido por ellos ese grupo ha aceptado dinero a cambio de un manuscrito que aseguran que es el trabajo de un hombre que ha estado muerto durante ocho años. Y lo que es más...

—¡Eso es absolutamente falso, señor Luczak! Falso y punible. Presentaremos una querella. No tienen pruebas de esos alegatos.

—Y lo que es más, ese grupo ha utilizado el nombre de un gran poeta para dedicar un canto pornográfico a una demoníaca diosa local. En Calcuta, fuentes autorizadas sugieren que el Sindicato de Escritores puede haberlo hecho debido a los contactos que mantiene con un grupo llamado los Kapalikas... un culto fuera de la ley involucrado en el mundo del crimen de la ciudad y del que se dice que ofrece sacrificios humanos a su demencial diosa. ¿Qué le parece, señor Gupta? ¡Oiga! ¿Señor Gupta? ¡Oiga!

—¿Sí, señor Luczak?

—¿Qué le parece, señor Gupta? ¿Sigo adelante con ello o entrevisto a M. Das?

—Se organizará. Vuelva a llamar dentro de tres horas.

—¡Ah...! ¿Señor Gupta?

—Sí.

—Ya he enviado una copia de mi... bueno... de mi primer artículo a mi editor en Nueva York con instrucciones de no abrirlo a menos que se demore mi viaje de regreso a casa. Confío en que no será necesario utilizar esa versión. Preferiría con mucho la historia de Das.

—No será necesario, señor Luczak.

Todos los taxis de ida y vuelta al aeropuerto de Dum-Dum eran conducidos por veteranos de la guerra indo-pakistaní del 71. Nuestro chófer tenía una cicatriz a lo largo de toda la mejilla derecha y un gran parche negro cubriéndole el ojo, lo que me llevó a especular ociosamente sobre la visión monocular y la percepción profunda mientras íbamos sorteando la densa circulación de la carretera VIP.

Llovía de nuevo. Todo tenía el color del barro... las nubes, la carretera, los chamizos arracimados unos contra otros y las lejanas fábricas. Tan sólo las rayas rojas y blancas pintadas alrededor de alguna ocasional higuera de Bengala jumo a la carretera daba colorido a la escena. Cerca de los límites de la ciudad estaban construyendo nuevos edificios de apartamentos.

Podría decirse que eran nuevos por los andamies de bambú que los rodeaban y las excavadoras aparcadas cerca, entre el barro, pero las construcciones tenían un aspecto tan ruinoso y viejo como las ruinas más viejas del centro de la ciudad. Más allá de las excavadoras podían verse apretujados cobertizos ocupados por formas acurrucadas. ¿Se trataba de las familias de los trabajadores de la construcción o eran los nuevos inquilinos, a la espera de ocupar los edificios? Lo más probable era que las chabolas constituyeran sencillamente el núcleo de un nuevo
chawl
, el creciente reborde de seiscientos kilómetros cuadrados de sórdidos barrios bajos.

A nuestra izquierda estaba el cartel blanco que yo avistara de noche. Por nuestro lado se leía:

CALCUTA LES DESEA

BUEN VIAJE

BUENA SALUD.

Una mujer provista de sartenes y un gran jarro de bronce sobre la cabeza permanecía en cuclillas, en el barro, junto al letrero.

El aeropuerto estaba atestado, aunque no como la noche en que llegamos. El vuelo a Delhi estaba ya completo pero acababa de haber una cancelación. Sí, el vuelo de Pan Am partiría de Nueva Delhi a las siete de la tarde. Sería posible obtener billete.

Registramos el equipaje y vagamos por la terminal. No había asientos vacíos, y nos costó un buen rato encontrar un rincón tranquilo para cambiar los pañales de Victoria. Luego fuimos a una pequeña cafetería para tomar un refresco.

Apenas hablamos. Amrita parecía sumida en sus propios pensamientos, y a mí me seguía doliendo la cabeza de una manera terrible. De vez en cuando recordaba fragmentos de mi sueño y sentía retorcerse los músculos de mi vientre por la tensión y la turbación.

—En el caso que ocurra lo peor y no alcances el enlace nocturno de Pan Am, puedes pasar la noche con tu tía en Nueva Delhi.

—Sí.

—O quedarte en un buen hotel cerca del aeropuerto.

—Sí. Podría hacer eso.

Un grupo belga en gira turística se apretujó en la cafetería. Uno de ellos, una mujer increíblemente fea, que lucía unos pantalones de malla abiertos, llevaba una gran estatua de escayola de Ganesha, el dios con cabeza de elefante. Todos reían con gran alboroto.

—Cuando llegues a Boston llama a Dan y Barb —le dije.

—Muy bien.

—Yo espero llegar un día después que tú. Oye, ¿telefonearás a tus padres desde Heathrow?

—En realidad no me importaría quedarme otro día, Bobby. Puedes necesitar ayuda... con la traducción. Se trata del manuscrito, ¿verdad?

Hice un gesto negativo.

—Demasiado tarde, pequeña. Ya han cargado tu equipaje. Supongo que podrías pasarte sin los trajes, pero ¿qué me dices de los pañales?

Amrita no sonrió.

—En serio —dije cogiéndole la mano—. Únicamente tengo que hacer un trabajo de seguimiento con Gupta y esos payasos. Maldición, todavía no tengo material suficiente para un artículo. Con un día bastará.

Amrita asintió dando unos golpecitos sobre mi anillo.

—Muy bien, pero ten cuidado. Bebe sólo agua embotellada. Y si aparece Kamakhya para cambiar mi tela, asegúrate de que no te da nada más que el material...

Hice una mueca sonriente.

—Sí.

—¿Por qué no dejaste entrar a la camarera, Bobby?

—¿Qué?

—Para limpiar la habitación. Poco antes de que nos fuéramos le dijiste que esperara a mañana.

—El manuscrito Das —me apresuré a explicar—. No quiero a nadie husmeando por allí.

Amrita hizo un ademán de asentimiento. Apuré mi Fanta caliente, observé a un pequeño geco escurrirse por la pared e intenté no pensar en la automática calibre 25 que había dejado en el armario de la habitación del hotel.

BOOK: La canción de Kali
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