—¡Rápido!
Krishna me cogió por el brazo y empezamos a vadear la apestosa zanja. Me aparté del muro e intenté avanzar entre aquella viscosa basura. Agitábamos los brazos para mantener el equilibrio, pero era como vadear hundidos en el barro hasta la cintura.
De repente, detrás de nosotros alguien sacó un tablón ardiendo por la ventana de la que habíamos saltado. El hombre lo dejó caer deliberadamente sobre la basura del callejón. Rebotó una vez y prendió fuego a algunos trapos grasientos antes de apagarse. Krishna y yo nos quedamos inmóviles. Apenas si seríamos unas sombras entre todos los montones de basura que nos rodeaban, pero uno de los Kapalikas señaló en nuestra dirección y gritó algo a los otros dos.
No sé si aquel hombre del cuchillo saltó o lo empujaron, pero gritó al caer al callejón con nosotros. La antorcha empezaba a apagarse en medio de la humedad y los desechos humanos, pero, a pesar de todo, los trapos ardiendo daban luz suficiente para mostrar centenares de peludas formas que se deslizaban, algunas tan grandes como gatos, encorvadas hacia nosotros a través de toda aquella porquería, huyendo del humo...
Sentí que se me erizaba la piel por la repugnancia. Jamás había pensado que tal reacción fuera físicamente posible. Krishna retrocedió de un salto por donde habíamos llegado. El Kapalika se alzó como un buceador emergiendo a la superficie de una piscina. Sus brazos se agitaron y en la mano derecha centelleó el acero. Ya casi se había apagado completamente el fuego y Krishna era apenas una sombra cuando se acercó al otro hombre. Sus gruñidos eran casi inaudibles ante el creciente chillido de las ratas que huían. Unos cuerpos gordos y húmedos me rozaron el brazo desnudo, y entonces vomité, de forma incontenible, sobre montones de hedionda oscuridad.
Arriba los dos Kapalikas se inclinaban tratando de ver, pero de nuevo en el callejón reinaba la oscuridad más absoluta. Creí ver a Krishna y al otro hombre girando con desmañado esfuerzo, dos torpes danzarines a cámara lenta. Saltaron chispas al golpear repetidamente la mano del Kapalika que sostenía el cuchillo contra el muro de mampostería. Entonces creí ver a Krishna detrás del otro hombre, tirándole del negro pelo, obligándolo a meter la cara en la gelatinosa masa. Intenté penetrar la oscuridad y me pareció vislumbrar la rodilla de Krishna contra la espalda arqueada del Kapalika, empujándolo cada vez más y más hondo... pero de repente Krishna apareció junto a mí, y tirando de mí me alejó de la ventana.
Los dos Kapalikas desaparecieron del rectángulo iluminado sobre nuestras cabezas. Nuestros propios movimientos tenían una lentitud de pesadilla. De vez en cuando uno de nosotros quedaba inmovilizado y tenía que recurrir al cuerpo del otro como palanca para liberarse.
Había recorrido la mayor parte de la callejuela cuando una repentina idea me hizo sentir de nuevo ansias de vomitar. Delante de nosotros no se veían luces. ¿Qué pasaría si estuviéramos siguiendo un camino equivocado, hacia un muro de ladrillo o un callejón sin salida?
Pero no fue así. Otras cinco brazadas más y el callejón torció bruscamente hacia la derecha, y el nivel de inmundicias bajó. Otros quince pasos más y llegamos afuera. Salimos tambaleantes a una calle húmeda y desierta. Las ratas nos rozaban los tobillos saltando por el pánico, desaparecían chapoteando por las alcantarillas llenas de agua de lluvia. Miré a izquierda y derecha pero no pude descubrir ni rastro de los dos Kapalikas restantes.
—Deprisa, señor Luczak —siseó Krishna. Atravesamos corriendo la calle, y moviéndonos rápidamente sobre las torcidas losas de las aceras nos hundimos en las oscuras sombras bajo las marquesinas metálicas. Fuimos pasando de una tienda a otra. De vez en cuando había bultos dormidos en los húmedos portales, pero nadie gritaba, nadie intentaba detenernos.
Doblamos una esquina y luego acortamos por otro callejón hasta una calle bastante más ancha, donde un camión desaparecía en ese momento de la vista. En aquel lugar había farolas, y de numerosas ventanas salía un resplandor de luz eléctrica. Sobre nuestras cabezas ondeaba una bandera roja a impulso de la brisa. Podía oír el ruido de la circulación que llegaba de las calles cercanas.
Nos detuvimos un minuto en la oscura entrada de una tienda que tenía echados cierres y persiana. Ambos estábamos jadeando, encogidos por el dolor del esfuerzo, pero el afilado rostro de Krishna tenía la máscara de gozo jubiloso y sanguinario que ya había advertido aquella primera noche en el autocar. Empezó a hablar, volvió a tomar aliento y se enderezó.
—Ahora le dejaré, señor Luczak —dijo.
Me quedé mirándolo. Tenía unidas las yemas de los dedos y, tras una ligera inclinación, dio media vuelta para alelarse. Sus sandalias chapoteaban suavemente en los charcos.
—¡Espere! —grité. No se detuvo—. Sólo un minuto. ¡Eh! —Prácticamente había desaparecido ya entre las sombras.
Di un paso hacia delante bajo el pálido círculo de la luz de la farola.
—¡Deténgase! ¡Deténgase, Sanjay!
Se detuvo. Luego, volviéndose, avanzó dos pasos lentos en mi dirección. Sus largos dedos parecieron crisparse.
—¿Qué ha dicho, señor Luczak?
—Sanjay —repetí, pero esta vez en un susurro—. Estoy en lo cierto, ¿verdad?
Permaneció allí plantado, un basilisco con una demencial corona de pelo oscuro enmarcando su terrible mirada. Entonces apareció la sonrisa y se amplió hasta algo mucho peor que la mueca de un tiburón. Era la expresión de un vampiro hambriento.
—Estoy en lo cierto, ¿verdad, Sanjay? —Callé para recobrar el aliento. No tenía ni idea de lo que debería decir a continuación. Pero tenía que decir algo, cualquier cosa, para mantenerle a raya—. ¿Cuál es su juego, Sanjay? ¿Qué coño está pasando?
Permaneció inmóvil durante varios segundos, y yo casi esperé un ataque silencioso, sus largos dedos buscando mi garganta. En lugar de ello echó hacia atrás la cabeza y rompió a reír.
—Sí, sí, sí —dijo—. Hay muchos juegos, señor Luczak. Éste todavía no ha terminado. Adiós, señor Luczak.
Y dando media vuelta desapareció en la oscuridad.
Calcuta es una terrible losa en mi corazón.
SUNIL GANGOPADHYAY
Si hubiera encontrado antes un taxi...
Si hubiese ido directamente al hotel...
Me costó casi una hora regresar al hotel. Al principio deambulé de calle en calle, ocultándome entre las sombras, quedándome inmóvil cuando veía a alguien caminando hacia mí. En una ocasión corrí a través de un patio desierto para alcanzar una calle más ancha de la que me llegaban los ruidos de la circulación.
Un hombre surgió de un portal en sombras ante mí. Di un grito, un salto hacia atrás y levanté los puños con un ademán instintivo. Volví a chillar cuando mi meñique intentó doblarse con el resto de la mano izquierda. El hombre, un viejo harapiento con un pañuelo rojo alrededor de la frente, retrocedió vacilante mientras balbuceaba «Baba», y lanzó su propio alarido de miedo. Ambos abandonamos el patio en distintas direcciones.
Salí a una avenida por la que circulaban camiones y coches particulares sorteando a los ciclistas, y la mayor bendición de todas, un autobús del servicio público avanzando lentamente calle abajo. En mi anhelo por abordarlo golpeé el flanco del vehículo. El conductor se me quedó mirando mientras yo le soltaba un montón de monedas. Con las
paisas
necesarias y el dinero americano que dejé allí cubriría con toda seguridad su salario de varios días.
El autobús iba atestado y yo me escurrí entre los pasajeros que iban de pie para hacerme con el lugar menos visible desde la calle. No había agarraderas. Me aferré a una barra de metal y seguí colgado de ella mientras el traqueteante autobús cambiaba de marchas y avanzaba como un caracol de parada en parada. Durante un rato caí en un estado de sopor. La sobrecarga de las últimas horas me había dejado bloqueado a toda sensación, salvo al deseo de permanecer allí plantado y encontrarme a salvo... Habíamos dejado atrás muchas manzanas antes de que me diera cuenta de que a mi alrededor se había abierto un gran espacio y que todo el mundo me miraba.
«¿No habéis visto nunca antes a un americano?», me dije, mirándolos a mi vez. Luego eché un vistazo a mi aspecto. Mi ropa estaba empapada y apestaba a la innombrable porquería en la que había estado zambullido. Tenía al menos dos desgarrones en la camisa y nadie hubiera sido capaz de pensar que alguna vez había sido blanca. Llevaba heces adheridas a los brazos desnudos y el antebrazo derecho todavía hedía a mi propio vómito. El meñique de la mano izquierda presentaba un ángulo inverosímil. Por la forma en que me dolían la frente y las sienes debía de tener una enorme herida, y las cejas, párpados y mejillas aparecían también adornadas con sangre seca. No cabía la menor duda de que mi pelo y expresión tenían un aspecto más demencial que el de Krishna en sus peores momentos.
—Hey —dije con un desmayado gesto de la mano.
Las mujeres se cubrieron la cara con el san y todo aquel gentío siguió retrocediendo hasta que el conductor les gritó que no le acorralaran.
Entonces tuve una idea. ¿Dónde diablos estaba? Por lo que yo sabía aquél podía ser muy bien el expreso nocturno a Nueva Delhi. En todo caso existían grandes posibilidades de que estuviera yendo en dirección equivocada.
—¿Habla alguien inglés? —pregunté.
Los asustados pasajeros seguían apretujándose lejos de mí. Inclinándome, miré a través de las ventanillas enrejadas. Al cabo de algunas manzanas vi la fachada iluminada con neón de una especie de hotel o café. Delante de él había aparcados taxis negros y amarillos.
—¡Pare! —grité—. ¡Bajaré aquí! —Me abrí paso entre el gentío, que se apartaba de buena gana. El conductor se detuvo en mitad de la calle con un chirrido de frenos. No había puerta que abrir. La muchedumbre se apartó para dejarme pasar.
Discutí con los taxistas durante varios minutos antes de recordar que todavía tenía mi cartera. Los tres taxistas, después de echarme un vistazo, decidieron que no valía la pena perder su tiempo. Entonces decidí sacar la cartera y enarbolar un billete de veinte dólares. De súbito los tres se pusieron a sonreír, a hacer reverencias y a abrir las portezuelas de sus taxis para mí. Me instalé en el primero, dije «Gran Hotel Oberoi» y cerré los ojos. Nos lanzamos con gran estruendo por las calles relucientes a causa de la lluvia.
Minutos después me di cuenta de que todavía llevaba mi reloj de pulsera. Resultaba difícil leer la esfera pero lo logré cuando pasamos por un cruce bien iluminado. Marcaba las once y veintiocho minutos... ¿Sería posible? ¿Sólo habían transcurrido dos horas desde que el coche me llevara junto a Das? Desde ese momento había transcurrido toda una vida. Di unos golpecitos sobre el cristal, pero la otra mano seguía latiendo sin cesar.
—¡Deprisa! —dije al taxista.
—¡
Atcha
!—repuso feliz.
Ninguno de los dos había entendido al otro.
El ayudante del director se me quedó mirando horrorizado cuando entré en el vestíbulo. Levantó la mano.
—¡Señor Luczak!
Le hice un ademán de salutación y entré en el ascensor. Empezaban a desvanecerse la adrenalina y la insensata euforia, siendo sustituidas por náuseas, fatiga y dolor. Me recosté en la pared del ascensor, sujetándome la mano izquierda. ¿Qué le diría a Amrita? Mis ideas discurrían perezosas y decidí contarle sencillamente que me habían atracado. Algún día le contaría el resto de la historia. Tal vez.
Era medianoche, pero en el vestíbulo superior había gente. Nuestra puerta estaba abierta y parecía como si se estuviera celebrando una reunión. Entonces vi el correaje Sam Browne de dos policías y la barba y el turbante familiares del inspector Singh. «Amrita había llamado a la policía. Le dije que estaría de vuelta en treinta minutos.»
Varias personas se volvieron y el inspector Singh se acercó a mí. Empecé a inventar detalles sobre el atraco, nada serio, para evitar que tuviéramos que quedarnos en Calcuta un solo día más, y saludé casi con cordialidad al policía.
—¡Inspector! ¿Quién ha dicho que nunca hay un policía cerca cuando se le necesita?
Singh no dijo palabra. Y entonces mi mente exhausta captó la escena. Otros huéspedes del hotel pululaban por allí, mirando hacia la puerta abierta de nuestra habitación. «La puerta abierta.» Olvidándome del inspector corrí a la habitación. No sé lo qué esperaba encontrar pero los latidos de mi corazón se calmaron cuando vi a Arnrita sentada en la cama hablando con un agente que tomaba notas.
El alivio hizo que me desplomara contra la puerta. Todo estaba en orden. Luego Amrita me miró; y ante la pálida y controlada calma de su rostro absolutamente inexpresivo pude darme cuenta de que no todo estaba en orden ni mucho menos. Acaso jamás volviera a estarlo.
—Se han llevado a Victoria —dijo Amrita—. Han secuestrado a nuestra niña.
—¿Por qué la dejaste entrar? Te advertí que no dejaras entrar a nadie. ¿Por qué la dejaste entrar?
Había realizado ya por tres veces la misma pregunta. Y Amrita había contestado las tres. Me había deslizado hasta el suelo, donde me encontraba sentado con la espalda contra la pared. Tenía los antebrazos apoyados sobre las rodillas alzadas, y el dedo roto se destacaba blanquecino. Amrita se encontraba sentada, erguida en la cama con una mano sobre la otra. El inspector Singh había tomado asiento en una silla cercana de recto respaldo y nos observaba a ambos. La puerta que daba al vestíbulo estaba cerrada.