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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (32 page)

BOOK: La canción de Kali
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Fue transcurriendo el día. Amrita hizo que nos llevaran el almuerzo. Ninguno de los dos comió. Tomé dos largas duchas, dejando abierta la puerta para poder oír a Amrita o el teléfono. Mi cuerpo apestaba todavía a la porquería de la noche anterior. Estaba tan agotado que me sentía desconectado de mi cuerpo. Mis pensamientos giraban sin cesar como una cinta interminable.

«Si no me hubiera ido.»

«Si no hubiera subido al coche.»

«Si hubiera regresado más pronto.»

Cerré el grifo y golpeé con el puño los azulejos.

Singh regresó a las tres de la tarde con otros dos agentes de la policía metropolitana. Uno de ellos no hablaba inglés. El otro, en alguna parte, había adquirido un acento
cockney
. Su informe no aportó ayuda alguna.

En la Universidad no había ningún profesor llamado M. T. Krishna. Durante la última década cinco maestros habían dado clases en ella. Dos estaban jubilados. Los otros dos estaban en la cincuentena. Uno de ellos era mujer.

No figuraba ningún Krishna afiliado a la Fundación Educativa de los Estados Unidos en India. En realidad no había oficina de tal fundación en Calcuta. La rama más próxima se encontraba en Madras. Se había consultado telefónicamente, pero en Madras nadie tenía información alguna sobre un tal Krishna o Sanjay. No se había enviado a nadie a recibirnos al aeropuerto de Calcuta. La fundación no tenía la menor idea de que yo me encontrara en el país.

En la Universidad de Calcuta había muchos estudiantes llamados Sanjay. Hasta el momento ninguno de los que habían sido interrogados por la policía respondían a la descripción que yo les había facilitado. Los agentes seguían intentándolo, pero podían pasar varías semanas antes de que se hubieran puesto en contacto con todos los Sanjay matriculados. Había que tener en cuenta que estaban disfrutando de las vacaciones de mitad de curso.

Se había confirmado que un tal Jayaprakesh Muktanandaji había estudiado en la Universidad, pero durante el curso anterior no se había matriculado. Sin embargo, un camarero del café de la Universidad había visto a Muktanandaji hacía sólo dos días.

—Eso ha sido después de que lo encontrara allí —dije.

Así parecía. Muktanandaji había enseñado a su amigo el camarero un billete de tren que había comprado. Había comentado que se iba a casa, a su aldea de Anguda. Desde entonces el camarero no había vuelto a ver al joven. Singh había telefoneado al Comisario de Jamshedpur, quien a su vez telegrafió al jefe provincial de policía de Durgalapur. Este último iba a desplazarse a Anguda para buscar a Muktanandaji y llevarlo consigo a Durgalapur para interrogarle. Tendríamos noticias suyas hacia la última hora del miércoles.

—¿Mañana?

—Sí, señor Luczak. Es una aldea remota.

En la guía telefónica de Calcuta figuraban muchas familias Barahti. Ninguna de las que habían sido visitadas tenía una hija en la veintena llamada Kamakhya. Después de todo el nombre era muy poco corriente.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

—Luego se lo explicaré —dijo Singh.

Se había entrado en contacto con confidentes de los bajos fondos
goondas
. Hasta el momento no se había recibido información útil alguna, pero seguían los contactos. Al parecer la policía estaba interrogando a miembros del Sindicato de Mendigos.

Al oír aquello el estómago se me contrajo.

—¿Y qué pasa con los Kapalikas? —pregunté.

—¿Qué dice? —preguntó el otro inspector. Singh murmuró algo en bengalí y luego se volvió de nuevo hacia mí.

—Tiene que comprender, señor Luczak, que la Sociedad Kapalika sigue siendo, al menos técnicamente, un mito.

—Tonterías —repliqué—. No es mito el que alguien intentara matarme anoche. Y no es mito el que nuestra pequeña haya desaparecido.

—No —convino Singh—. Pero aún no tenemos pruebas evidentes de que los
thugees, goondas
o los llamados Kapalikas estén involucrados. Y la cuestión se complica todavía más con el hecho de que elementos criminales diversos recurran a menudo a una forma corrupta de misticismo tántrico, invocando con frecuencia a deidades locales, en este caso Kali, a fin de impresionar a sus iniciados o aterrar al pueblo llano.

—Hum —dije.

Amrita se cruzó de brazos y contempló a los tres hombres.

—¿De manera que no pueden darnos ninguna noticia alentadora? —preguntó.

Singh lanzó una mirada a los otros dos.

—No, no hemos progresado.

Amrita asintió con la cabeza y cogió el teléfono.

—Sí. Hola. Les hablo desde la habitación seiscientos doce. ¿Haría el favor de ponerme en comunicación con la embajada americana en Nueva Delhi? Sí, es muy importante. Gracias.

Los tres hombres parpadearon. Los acompañé a la puerta mientras Amrita esperaba al teléfono. En el vestíbulo los otros dos policías se alejaron mientras yo retenía un momento a Singh.

—¿Por qué es tan poco corriente el nombre de Kamakhya Bahrati?

Singh se alisó el bigote.

—Kamakhya no es... un nombre corriente en Bengala.

—¿Y por qué?

—Es un nombre religioso. Un aspecto de... de Parvati.

—Quiere decir de Kali.

—Sí.

—¿Y por qué es tan poco común, inspector? Hay muchos Ramas y Krishnas.

—Sí —repuso Singh sacudiéndose la ceniza del puño de su camisa. Centelleó el brazalete de acero que llevaba en la muñeca—. Sí, pero el nombre de Kamakhya, o su variante Kamaksi, está asociado con un aspecto escasamente atractivo de Kali adorado en un tiempo en el gran templo de Assam. Algunas de sus ceremonias eran en extremo malsanas. Hace algunos años que el culto fue declarado ilegal. El templo está abandonado.

Asentí. Aquellas noticias distaban mucho de sorprenderme. Volví a la habitación y esperé con calma a que Amrita terminara su llamada. Y durante todo ese tiempo iba creciendo en mi interior una risa demencial, mientras bramidos de furia se agolpaban en espera de que les diera salida.

Alrededor de las cinco de la tarde de aquel día interminable bajé al vestíbulo. Se había ido apoderando de mí una sensación de claustrofobia que me hacía difícil respirar. Pero en el vestíbulo la cosa no fue mejor. Compré un cigarro en la tienda de regalos, pero el empleado no apartaba los ojos de mí y la mirada compasiva del ayudante del director me parecía casi de resentimiento. Imaginé que una pareja musulmana que se encontraba en el vestíbulo hablaba en voz baja de mí, y luego varios camareros salieron del Café del Jardín para señalarme y mirar en mi dirección.

Me retiré presuroso al sexto piso, subiendo a toda marcha las escaleras para quemar energías. La costumbre inglesa de llamar primer piso al segundo me dio un tramo suplementario de ejercicio. Cuando llegué al vestíbulo de nuestro piso jadeaba y sudaba intensamente. Amrita corrió hacia mí.

—¿Alguna noticia? —pregunté.

—Acabo de recordar algo importante —dijo intentando recobrar el aliento.

—¿Y qué es?

—¡Abe Bronstein! Krishna nos mencionó a Abe Bronstein cuando aquella primera noche salíamos del aeropuerto. Krishna debe de tener alguna relación con la fundación o con alguien.

Amrita fue a hablar con el sargento de policía que se encontraba en la 614 mientras que yo hacía una llamada telefónica a Estados Unidos. Aun cuando el policía en la centralita hizo todo lo posible por aligerar las cosas, pasaron treinta minutos antes de que nos dieran línea transatlántica. Algo en mí estuvo a punto de derrumbarse al escuchar el familiar gruñido desde Nueva York.

—¡Buenos días, Bobby! ¿Desde dónde diablos llamas? Parece como si lo estuvieras haciendo desde la luna con una emisora de radioaficionado.

—Escucha, Abe. Por favor, escucha.

Le conté lo más rápido que pude la desaparición de Victoria.

—Uf, mierda —gimió Abe—. Mierda, mierda, mierda.

Incluso a través de los quince mil kilómetros de mala conexión pude sentir el dolor en su voz.

—Escucha, Abe, ¿puedes oírme? Uno de los sospechosos en todo este asunto es un tipo llamado Krishna... M. T. Krishna... pero creemos que su verdadero nombre es Sanjay, no sabemos qué más. El jueves pasado fue a recibirnos al aeropuerto. ¿Puedes oírme? Bien, ese Krishna dijo que trabajaba para la Fundación Educativa de Estados Unidos y acudió a recibirnos como un favor a su jefe. Ni Amrita ni yo podemos recordar cuál dijo que era el nombre de su jefe. Pero también mencionó tu nombre, Abe. Mencionó específicamente tu nombre. ¿Me oyes?

—Shah —dijo Abe entre ecos sordos.

—¿Cómo?

—Shah. A. B. Shah. Le envié un cable cuando salisteis y le pedí que os echara una mano si lo necesitabais.

—Shah —repetí, anotándolo rápidamente—. Formidable. ¿Dónde podemos ponernos en contacto con él, Abe? ¿Figura en la guía de Calcuta?

—No, Bobby, no vive en Calcuta. Shah es un editor del
Times of India
, pero también trabaja como asesor cultural para la fundación en Nueva Delhi. Lo conocí hace varios años, cuando enseñaba en Columbia. Pero jamás oí hablar de ese Krishna hijo de puta.

—Gracias, Abe, has sido de una gran ayuda.

—Maldición, Bobby, lo siento muchísimo. ¿Cómo lo soporta Amrita?

—Fantásticamente. Es una roca, Abe.

—Aaahh. Todo saldrá bien, Bobby. Tienes que creerlo. Rescatarán a Victoria. Estará perfectamente.

—Sí.

—Manténme informado de la marcha de las cosas. Estaré en casa de mi madre. Tienes el número, ¿verdad? Dime si puedo ayudar en algo. Maldición. Todo irá bien, Bobby.

—Adiós, Abe. Y gracias.

Amrita no sólo había informado a Singh, sino que se había puesto en contacto telefónico con los tres periódicos más importantes de Calcuta. Dio instrucciones en un hindi perentorio.

—Deberíamos haber hecho esto antes —dijo cuando dejó el teléfono—. Ahora no aparecerá hasta la edición de mañana. —Amrita había reservado media página en cada uno de los periódicos. Unos mensajeros recogerían copias de la fotografía que habíamos facilitado a la policía. Había una recompensa de diez mil dólares por cualquier información que pudiera ayudar a resolver el caso. Y una recompensa de cincuenta mil dólares por la devolución de Victoria sana y salva. No se harían preguntas.

—¡Dios mío! —exclamé alelado—. ¿De dónde sacaremos cincuenta mil dólares?

Amrita miró por la ventana el caos nocturno de la calle.

—Hubiera ofrecido el doble —dijo—. Pero entonces sería casi un millón de rupias. Esta cantidad resulta en cierto modo más creíble, más incitante para los codiciosos.

Sacudí la cabeza. No me sentía capaz de pensar en nada. Llamé rápidamente a Singh y le di la información sobre Shah. Prometió ocuparse de ello inmediatamente.

Dormité durante una hora más o menos. No tenía intención de hacerlo, pero en un instante me encontraba sentado en la silla junto a la ventana, viendo desvanecerse la pálida luz del crepúsculo, y un minuto después alcé violentamente la cabeza y era de noche y una fuerte lluvia martilleaba los cristales. Uno de los teléfonos que había instalado la policía estaba sonando. Amrita acudió corriendo desde el vestíbulo, pero yo llegué antes.

—¿Señor Luczak? —Era el inspector Singh—. Pude ponerme en contacto con el señor Shah en su casa de Nueva Delhi.

—¿Y?

—En efecto, recibió un cable de su señor Bronstein. El señor Shah siente un gran respeto por su amigo y de inmediato envió a uno de sus subordinados de la fundación, un joven llamado R.L. Dhavan, para que viajara hasta aquí con el fin de ofrecerle sus servicios como guía e intérprete.

—¿Que lo envió? ¿Quiere decir desde Delhi a Calcuta?

—Exactamente.

—Entonces, ¿dónde está?

—Eso es lo que el señor Shah empezaba a preguntarse. Lo que todos nos preguntábamos. Pedimos una descripción minuciosa del aspecto de ese caballero y de cómo iba vestido la última vez que fue visto.

—¿Y?

—Y al parecer, señor Luczak, el señor Dhavan ha estado todo el tiempo entre nosotros. Su cuerpo se encontró metido en un baúl en la estación de Howrah el jueves pasado por la tarde.

Poco después de las diez de la noche hubo un corte de electricidad. En el exterior, la tormenta monzónica había adquirido un grado de ferocidad que yo jamás había conocido. A breves intervalos los relámpagos cortaban la noche e iluminaban mejor la habitación que las dos velas que un mozo nos trajera. Las calles quedaron anegadas a los pocos minutos de iniciarse el diluvio y el aterrador aguacero empeoraba a cada hora que pasaba. No se veían luces más arriba, en Chowringhee. Me preguntaba cómo sobrevivirían en noches como aquéllas los millones de personas agazapadas en sus chozas de arpillera y todas las gentes sin chozas que pernoctaban en las calles.

«Victoria está allí fuera, en alguna parte.»

Gemí en voz alta recorriendo la habitación. Descolgué un teléfono y luego otro para llamar a Singh. No había línea.

El ayudante del director subió para explicárselo al somnoliento policía que se encontraba en la habitación contigua y para presentarnos sus excusas. Miles de teléfonos de la zona se encontraban en la misma situación. Había enviado a un mensajero a la compañía telefónica, pero las oficinas estaban cerradas. Nadie sabía cuándo se reanudaría el servicio. A veces tardaba días.

Una vez que el empleado se hubo ido saqué toda nuestra ropa del armario y la colgué en la barra de la ducha, en el cuarto de baño.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó Amrita. Su voz era confusa. Llevaba más de cuarenta horas sin dormir. Tenía los ojos sombríos y tristes.

No dije palabra, pero saqué la pesada barra de madera que sirviera para colgar las perchas. Medía más de un metro de largo y la sentía entre las manos agradablemente sólida. La coloqué en vertical, detrás de un silla y cerca de la puerta. Fuera estalló un relámpago y por un segundo captó la anegada escena con claridad meridiana.

A las once menos diez llamaron con fuerza a la puerta.

Amrita despertó sobresaltada en su asiento mientras que yo me puse en pie agarrando la barra.

—¿Quién es?

—El inspector Singh.

El sij llevaba casco y un chorreante impermeable negro. En el vestíbulo había otros dos policías empapados.

—Nos gustaría que nos acompañara para algo muy importante, señor Luczak.

—¿Que les acompañe adonde, inspector?

Singh sacudió el agua de su casco.

—Al depósito de cadáveres de Sassoon. —Ante la involuntaria exclamación de Amrita añadió presuroso—: Ha habido un asesinato. Un hombre.

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