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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (36 page)

BOOK: La canción de Kali
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Roy Bennet, un pequeño y taciturno profesor de biología a quien conociera en el colegio, me invitó en abril a su club de tiro. Durante años yo me había mostrado favorable a las leyes sobre control de armas y aborrecía la idea de manejarlas, pero hacia finales de aquel curso en el colegio pasaba la mayoría de los sábados en la sala de tiro con Bennet. Allí incluso los niños parecían expertos en adoptar la postura clásica de los brazos extendidos y las piernas separadas, que yo sólo había visto en las películas. Cuando alguien tenía que retirar un blanco, todos desmontaban cortésmente sus armas y se apartaban de la línea de tiro con una sonrisa. Muchos de los blancos tenían la forma de cuerpos humanos.

Cuando sugerí que me gustaría comprar mi propia arma, Roy sonrió con el tranquilo gozo de un misionero que ha logrado el éxito, y me sugirió que, para empezar, estaría bien una pistola del calibre veintidós. Mostré mi asentimiento y al día siguiente me gasté una pequeña fortuna en una clásica Luger de 7,65 mm. La mujer que me la vendió dijo que aquella arma había sido el orgullo y la alegría de su difunto marido. En el precio incluyó un hermoso estuche.

Nunca llegué a dominar la posición con las dos manos pero llegué a demostrar una habilidad razonable en agujerear el blanco a veinte metros. No tenía la menor idea de lo que los otros pensaban o sentían mientras se entrenaban durante aquellas largas veladas, pero yo, cada vez que alzaba aquel engrasado y equilibrado instrumento, sentía todo el poder de su vibrante energía recorrerme como un trago de whisky fuerte. La lenta y cuidadosa presión sobre el gatillo, la ensordecedora explosión y el golpe del retroceso a lo largo de mi brazo rígido me producían algo semejante al éxtasis.

Llevé conmigo la Luger a Exeter un fin de semana, después de la recuperación de Amrita. Cierta noche bajó a una hora tardía y me encontró dando vueltas entre las manos el arma recién engrasada y cargada. No dijo palabra pero se me quedó mirando durante un largo momento antes de volver a subir. A la mañana siguiente ninguno de nosotros lo mencionó.

—En India ha salido un libro nuevo. Hace furor. Creo que se trata de un poema épico. Trata sobre Kali, una de sus diosas tulelares —dijo el vendedor de la librería.

Había ido a Nueva York para asistir a una fiesta en Doubleday, atraído más por la oferta de unas cuantas copas que por cualquiera otra cosa. Me encontraba en la terraza, pensando en si debería tomar mi cuarto escocés, cuando oí al vendedor hablando con dos distribuidores. Me acerqué a él y cogiéndole por el brazo le conduje al rincón más alejado de la terraza. El hombre acababa de volver de una feria comercial en Nueva Delhi. No sabía quién era yo. Le expliqué que era un poeta interesado en la literatura india contemporánea.

—Sí, bueno, me temo que no puedo decirle mucho sobre ese libro —dijo—. Lo mencioné porque maldito si no resulta extraño que se venda tan bien allí. En realidad no es más que un largo poema. Supongo que ha tomado por sorpresa a los intelectuales indios. Por descontado nosotros no estaríamos interesados. La poesía nunca se vende bien y mucho menos si se trata...

—¿Qué título tiene? —pregunté.

—Es curioso, pero eso sí que lo recuerdo —dijo—.
Kalisambvha
o
Kalisavha
, o algo parecido. Lo recordé porque había trabajado con una joven que se llamaba Kelly Summers y me di cuenta de que...

—¿Quién es el autor?

—¿El autor? Lo siento, no lo recuerdo. Sólo recuerdo el libro por la gran presentación que organizó el editor, pero en mi memoria todo es muy vago, ¿sabe? No se veía más que aquella cubierta azul en todas las librerías de los hoteles de Delhi. ¿Ha estado en la India?

—¿Das?

—¿Qué?

—¿El nombre del autor era Das? —insistí.

—No, no era Das —contestó—. Al menos no lo creo. Me parece que era algo indio y difícil de pronunciar.

—¿Sería Sanjay su patronímico? —pregunté una vez más.

—Lo siento pero no tengo ni idea —di]o el vendedor. Empezaba a mostrarse irritado—. Oiga, ¿importa mucho?

—No. No importa nada.

Lo dejé y me acerqué a la baranda de la terraza. Dos horas después aún seguía allí al alzarse la luna sobre los dientes de sierra de la ciudad.

Mediado julio recibí la fotografía.

Antes siquiera de ver el matasellos supe que la carta era de India. El endeble sobre despedía el olor de aquella tierra. Llevaba matasellos de Calcuta. Me detuve al final de nuestro camino, bajo las hojas del inmenso abedul, y abrí el sobre.

Lo primero que vi fue la nota al dorso de la foto. Decía:
«Das está vivo»
, nada más. La foto era en blanco y negro, con grano. Apenas podía distinguir a las personas que se encontraban en primer plano debido a la mala calidad del flash, y las que se encontraban al fondo no eran más que siluetas. Sin embargo, a Das se lo reconocía de inmediato. Tenía la cara cubierta de costras y la nariz deformada, pero la lepra no era ni mucho menos tan evidente como cuando lo conocí. Llevaba una camisa blanca y tenía la mano extendida como explicando algo a los estudiantes.

Los ocho hombres de la foto se encontraban todos sentados sobre cojines alrededor de una mesa baja. La pintura de la pared que había detrás de Das estaba desconchada, y sobre la mesa se veían algunas tazas sucias. Las caras de otros dos hombres aparecían claramente iluminadas, pero no los conocía. Dirigí la mirada a la silueta de un hombre sentado a la derecha de Das. Estaba demasiado oscura para distinguir los rasgos, pero mostraba el perfil suficiente para poder apreciar el pico de rapaz que tenía como nariz y el tieso pelo semejante a un nimbo negro.

El sobre sólo contenía la fotografía.

«Das está vivo.»
¿Qué se suponía que debía deducir de ello? ¿Que la zorra de su diosa había resucitado una vez más a Das? Miré de nuevo la foto y me puse en pie tamborileando con los dedos sobre ella. No había forma de saber cuándo se había tomado aquella fotografía. ¿Era Krishna aquella figura entre las sombras? Algo en la agresividad de la cabeza encorvada hacia delante y también del cuerpo me inducían a afirmarlo.

«Das está vivo.»

Salí del camino y entré en el bosque. La maleza me rozaba los tobillos. En mi interior había un vacío en continuo movimiento que amenazaba con convertirse en un negro abismo. Sabía que una vez que la oscuridad se abriera ya no tendría esperanzas de escapar a ella.

A cosa de medio kilómetro de la casa, cerca de donde el arroyo se ensanchaba formando una especie de laguna, me arrodillé y rompí la fotografía en pedacitos muy menudos. Luego, apartando una gran roca, los dejé caer en el fondo enmarañado y marchito, colocando luego la roca en su sitio.

Mientras caminaba de vuelta a casa, conservaba la imagen de unas cosas húmedas y blancas escondiéndose frenéticas para eludir la luz.

Aquella noche, mientras hacía el equipaje, Amrita entró en la habitación.

—Tenemos que hablar —dijo.

—Cuando vuelva —contesté.

—¿Adonde vas, Bobby?

—A Nueva York —respondí—. Sólo un par de días.

Puse otra camisa sobre el sitio en el que ya había guardado la Luger y sesenta y cuatro proyectiles.

—Es importante que hablemos —insistió Amrita. Puso la mano sobre mi brazo.

Me aparté y cerré la cremallera de mi maleta negra.

—Cuando vuelva —repetí.

Dejé mi coche en casa, cogí un tren para Boston, allí un taxi que me condujo al aeropuerto internacional de Logan y subí a bordo del vuelo de las diez de la noche de TWA con destino a Frankfurt y enlace para Calcuta.

17

¿Y qué bestia brutal, llegada al fin su hora,
se arrastra hacia Belén para nacer?

WILLIAM BUTLER YEATS

Apareció el sol cuando alcanzábamos la costa inglesa, pero a pesar de sus rayos de luz cayendo sobre mis piernas me sentía atrapado en una noche infinita. Temblaba violentamente, perfectamente consciente de que me encontraba atrapado en un tubo frágil, comprimido, suspendido a miles de metros sobre el mar... Y aún peor resultaba una creciente presión interna que en un principio atribuí a reacción claustrofóbica, pero que luego comprendí que era algo completamente diferente. En mi interior sentía una agitación vertiginosa, como el primer despertar de algunos poderosos homúnculos. Me aferré a los brazos del asiento y contemplé el silencioso diálogo de los personajes en la pantalla, mientras Europa desfilaba por debajo de nosotros. Pensé en los últimos momentos de Tagore. Llegaron las comidas, que fueron devoradas de manera puntual. A última hora del día intenté dormir. Y durante todo ese tiempo se iba haciendo más profundo el vacío y el vértigo y sentía en los oídos el incesante aletear de insectos. Varias veces estuve a punto de quedarme dormido, sólo para espabilarme rápidamente al escuchar el sonido de una risa burlona y distante. Finalmente renuncié a dormir.

Durante la escala en Teherán para repostar me forcé a reunirme con los demás pasajeros. El piloto había anunciado que en el exterior la temperatura era de treinta y tres grados; únicamente al recibir el impacto de aquella humedad y calor terrible comprendí que la había dado en grados Celsius.

Era tarde, alrededor de la medianoche, pero el aire ardiente rezumaba violencia soterrada. Había fotografías del Sha por todos los rincones de aquel retumbante granero brillantemente iluminado que servía de terminal, y por doquier circulaban agentes de seguridad y soldados con las armas preparadas sin motivo aparente. Mujeres musulmanas envueltas en
chadors
negros se deslizaban como fantasmas a través del vacío verde fluorescente. Había viejos durmiendo en el suelo o arrodillados sobre sus oscuras alfombrillas de oración, entre colillas de cigarrillos y envoltorios de celofán, mientras que allí cerca un chiquillo americano de unos seis años, pelo rubio y camisa a rayas rojas, incongruente entre todo aquel oscuro clamor, se agazapaba detrás de una silla y acribillaba el mostrador de aduanas con el fuego automático de su M-16 de juguete.

Por el sistema de megafonía anunciaron que en quince minutos habríamos de subir a bordo. Pasé vacilante junto a un viejo con un turbante rojo y me encontré en los aseos públicos. Allí estaba muy oscuro, y sólo llegaba la luz de una única bombilla suspendida en la parte exterior del umbral. En la penumbra se agitaban siluetas oscuras. Por un instante me pregunté si no habría entrado equivocadamente en el aseo de las mujeres y estaba viendo
chadors
en la oscuridad, pero entonces escuché unas voces profundas hablando con sílabas guturales. También podía oírse un gotear de agua. En aquel instante el vértigo se apoderó de mí con más fuerza. Me incliné sobre una de las tazas y vomité, y seguí dando arcadas hasta mucho después de que me hubiera deshecho de la última comida del avión.

Me desplomé de costado y permanecí tumbado sobre el fresco suelo. En mi interior el vacío era ya casi completo. Temblaba mientras sudaba profusamente y el sudor se mezclaba con mis lágrimas salobres. El incesante ruido de insectos había subido a tal punto que podía distinguir voces. El Canto de Kali sonaba muy fuerte. Me di cuenta que ya había atravesado las fronteras de su nuevo territorio.

Al cabo de unos minutos me levanté en la oscuridad. Me lavé lo mejor que pude en el único lavabo y caminé presurosamente hasta la luz verde para reunirme con los demás pasajeros dispuestos a abordar el vuelo con destino a Calcuta.

Salimos de entre las nubes, trazamos un círculo y aterrizamos en el Aeropuerto de Dum-Dum, en Calcuta, a las tres y diez de la mañana. La ciudad parecía estar ardiendo. Las bajas nubes monzónicas devolvían la luz naranja, las rojas balizas se reflejaban en los incontables charcos y el centelleo de reflectores más allá de la terminal contribuía a la ilusión. No podía oír sonido alguno salvo el coro de voces estridentes al encaminarme junto con los demás al cobertizo de aduanas.

Un año antes, Amrita, Victoria y yo tuvimos que pasar más de una hora en las aduanas de Bombay. Esta vez terminé en menos de cinco minutos. No me preocupaba lo más mínimo que pudieran abrir mi equipaje. El hombrecillo con el sucio uniforme caqui trazó una X con su tiza en mi maleta, exactamente sobre el compartimiento exterior en el que había ocultado la Luger y las municiones, y en seguida me encontré en la terminal principal, caminando hacia las puertas de salida.

«Alguien estará aquí para recibirme. Probablemente Krishna-Sanjay. Antes de morir me dirá dónde encontrar a esa zorra de Kamakhya.»

Eran casi las tres y media de la madrugada, pero el gentío no era menos numeroso que las otras veces en que había estado en el aeropuerto. Las gentes gritaban y se empujaban bajo la blanca luz de los chisporroteantes tubos fluorescentes, pero apenas si me daba cuenta del ruido mientras pasaba por encima de los «muertos ensabanados» de Kipling sin hacer el mínimo esfuerzo para no tropezar con aquellos bultos dormidos. Me dejé arrastrar por la muchedumbre. Sentía insensibles los brazos y las piernas, y avanzaba con bruscos movimientos como si me hubiera convertido en una marioneta torpemente manejada. Cerré los ojos para escuchar el Canto y sentir la energía del arma a escasos centímetros de mi mano derecha.

«Chatterjee y Gupta también tienen que morir. Por pequeña que haya sido su complicidad tienen que morir.»

Avancé vacilante junto con la multitud, como un hombre sorprendido por un terrible huracán. El ruido, el olor y la presión de la agitada turba se aunaban perfectamente con el creciente vacío de mi interior para formar una flor oscura que se abría en mi mente. Las risas eran ya muy fuertes. A través de los párpados cerrados podía ver el rostro de Ella alzándose sobre las torres grises de la ciudad agonizante, la voz de Ella dirigiendo el canto ascendente, los brazos de Ella moviéndose al compás de la terrible danza.

BOOK: La canción de Kali
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