Esta vez no sentí nerviosismo alguno. Levanté cuidadosamente a mi niña, sosteniendo la cabecita en el hueco de la mano y la mantuve sobre mi pecho y mi hombro, como tantas veces hiciera antes, y caminé los treinta pasos que me separaban del ataúd de acero de la compañía aérea, con su pequeño lecho de seda blanca.
El avión sufrió vanos retrasos antes de despegar. Amrita y yo permanecimos sentados, cogidos de la mano durante la espera de noventa minutos, y cuando, finalmente, el inmenso 747 inició su despegue, no miramos por las ventanillas. Nuestros pensamientos se centraban en el pequeño ataúd que habíamos visto embarcar horas antes. No cruzamos palabra mientras el avión ascendía hasta la altitud de navegación. No miramos las nubes que ensombrecían el último panorama de Calcuta. Habíamos recuperado a nuestro bebé y volvíamos a casa.
Sin duda está cercana alguna revelación.
WILLIAM BUTLER YEATS
El funeral de Victoria tuvo lugar el martes 26 de julio de 1977. Fue enterrada en un pequeño cementerio católico en la colina que domina Exeter.
El pequeño ataúd blanco se veía radiante bajo la brillante luz del sol. No lo miré. Durante el breve servicio religioso mantuve la vista clavada en un trecho de cielo azul exactamente sobre la cabeza del padre Darcy. A través de un hueco entre los árboles podía ver una torre de ladrillo de uno de los viejos edificios de la Academia. Hubo un momento en que una bandada de palomas voló en círculos, surcando el cielo estival.
Poco antes de que el servicio llegara a su fin se oyó un coro de gritos y risas juveniles que de súbito quedó enmudecido al ver a nuestro grupo. Amrita y yo nos volvimos al unísono para encontrarnos con una pandilla de chiquillos que pedaleaban furiosamente en dirección a la larga y cómoda pendiente que bajaba a la ciudad.
Amrita planeó volver a enseñar en la universidad cuando llegase el otoño. Yo no hice nada en absoluto. A los tres días de nuestro regreso, limpió la habitación de Victoria, transformándola finalmente en un cuarto de costura. Amrita jamás trabajó en él y yo ni siquiera atravesé el umbral. Cuando al final tiré algunas de las ropas que trajera conmigo de Calcuta, se me ocurrió registrar los bolsillos de la destrozada y manchada sahariana que llevaba la noche en que llevara el libro a Das. En ninguno de los bolsillos encontré la cartera de cerillas. Asentí satisfecho, pero un segundo después encontré mi bloc de notas pequeño en otro bolsillo. Tal vez aquella noche llevaba conmigo ambos blocs.
A finales de octubre, Abe Bronstein vino a pasar el día. Había estado presente en el funeral, pero sólo cambiamos las frases rituales de condolencia. En otra ocasión hablé con él... una incoherente llamada telefónica a altas horas de la noche después de haber estado bebiendo. Abe me estuvo escuchando durante casi una hora.
—Vete a la cama, Bobby. Vete a dormir —me aconsejó finalmente en tono cariñoso.
Aquel sábado de octubre nos encontrábamos en la sala de estar, bebiendo vino blanco y discutiendo sobre los problemas del mantenimiento de
Other Voices
y las posibilidades del nuevo programa energético de Cárter encaminado a resolver la escasez de petróleo. Amrita asentía amablemente, sonreía de vez en cuando y durante todo el tiempo se encontraba a miles de kilómetros de distancia. Abe sugirió que fuéramos a dar un paseo por el bosque que había detrás de la casa. Lo miré asombrado. Abe aborrecía todo tipo de ejercicio. En aquel hermoso día otoñal vestía el mismo traje gris y arrugado, la estrecha corbata y los zapatos negros de punta que siempre calzaba.
—De acuerdo —dije sin el menor entusiasmo, y ambos nos encaminamos por el sendero que conducía al estanque.
El bosque estaba gloriosamente espléndido, el sendero aparecía alfombrado con hojas de olmo amarillo cromo y cada vez que doblábamos una curva nos encontrábamos con los llameantes rojos del arce y el zumaque. Una hilera de espinos nos ofrecía sus espinas junto con pequeñas acerolas de otoño. Un abedul se erguía blanco hacia el inmaculado cielo azul. Abe se sacó un cigarro a medio fumar del bolsillo de su abrigo y siguió caminando pesadamente con la cabeza baja, masticando el puro con gesto ausente.
Habíamos recorrido las dos terceras partes del circuito de dos kilómetros, y nos acercábamos a la cima de una pequeña colina que dominaba la carretera, cuando Abe se sentó sobre un abedul caído y empezó a vaciar sus zapatos de tierra y ramitas con minuciosidad. Me senté cerca de él y volví la mirada hacia el estanque que habíamos rodeado, cerca de la ensenada.
—¿Conservas todavía el manuscrito Das? —me preguntó de repente.
—Sí.
Si me hubiera pedido que se publicara en Other Voices, mediante un acuerdo o sin él, nuestra amistad habría terminado.
—Humm. —Abe se aclaró la garganta y escupió—. ¿Te ha jorobado
Harper's
de alguna manera por no hacer el artículo?
—No. —Escuché a un pájaro carpintero picoteando en alguna parte del otro lado de la carretera—. Les devolví el anticipo. Insistieron en hacerse cargo de los gastos del viaje. Ya sabrás que Morrow no sigue con ellos.
—Sí. —Abe encendió el cigarro. El olor encajaba perfectamente con los tonos tostados del otoño—. ¿Decidiste ya lo que vas a hacer con el jodido poema?
—No.
—No lo publiques, Bobby. En ninguna parte. Nunca.
Arrojó la cerilla todavía humeante sobre un montón de hojas. La retiré, apretándola entre los dedos.
—No —dije.
Permanecimos callados un rato. Se levantó una brisa fresca que agitó las quebradizas hojas. Lejos, hacia el norte, una ardilla reprendía sonoramente a algún intruso.
—¿Sabías que perdí a casi toda mi familia en el Holocausto, Bobby? —preguntó de repente Abe sin mirarme.
—No, no lo sabía.
—Sí. Mamá se libró porque ella y Jan estaban en Londres, de camino para visitarme. Jan regresó para intentar sacar a Moshe, Mutti y el resto. Jamás volvimos a verlos.
No dije palabra. Abe lanzó hacia el cielo el humo de su cigarro.
—Verás, Bobby. Menciono esto porque, luego, todo parece absolutamente inevitable. ¿Sabes lo que quiero decir? Sigues pensando que podrías haberlo cambiado pero que no lo hiciste... como si te hubieras olvidado de algo, y luego todo ocurrió con la puntualidad de un reloj. ¿Sabes lo qué quiero decir?
—Sí.
—Pues bien, no es inevitable. Es tan sólo una jodida mala suerte, eso es todo. No es culpa de uno. No es culpa de nadie, salvo de esos puñeteros bastardos que se solazan en esa mierda.
Seguí allí sentado, sin hablar, durante mucho tiempo. Alrededor de nosotros caían las hojas formando remolinos, incorporando su triste belleza a la alfombra ya formada.
—No lo sé, Abe —dije al fin. Me dolía la garganta casi demasiado para seguir hablando—. Todo lo hice mal. Llevarlas allí. No habernos ido cuando vi lo demencial que se volvía la situación. No asegurarme de que su avión salía a su debido tiempo. Y no entiendo nada de aquello. ¿Quién fue responsable? ¿Quiénes fueron? ¿Krishna? ¿Qué ganaba con todo ello la mujer, Kamakhya...? ¿Cómo encajaba ella en todo el jeroglífico? Y sobre todo, ¿cómo pude cometer la equivocación condenadamente estúpida de llevarle aquella pistola a Das cuando...?
—Dos disparos —dijo Abe.
—¿Qué?
—Aquella noche que llamaste me dijiste que habías oído dos disparos.
—Sí, bueno. Se trataba de una automática.
—¿Y qué? ¿Acaso crees que cuando te vuelas la tapa de los sesos puedes volver a disparar para asegurarte? ¿Eh?
—¿Qué quieres decir, Abe?
—No fuiste tú quien mató a Das, Bobby. Tampoco Das mató a Das. Tal vez alguno de esos encantadores Kapalikas tenía un motivo para arreglar las cosas de esa manera, ¿eh? Tu camarada Krishna... Sanjay... cualquiera que fuera su jodido nombre... acaso quisiera ser el «Poeta Laureado» por algún tiempo.
—¿Por qué...? —Callé y observé a una gaviota planear a un centenar de metros sobre nuestras cabezas—. Pero ¿qué tenía que ver Victoria con todo aquello? ¡Dios mío! ¿Qué podían sacar de hacerle daño a ella? No comprendo nada.
Abe se puso en pie y escupió de nuevo. Llevaba briznas de corteza adheridas al traje.
—Dejémoslo estar, ¿eh, Bobby? Tengo que coger el autobús de regreso a Boston y subir a ese condenado tren.
Inicié el descenso de la colina, pero Abe me agarró del brazo. Me miraba fijamente.
—Tienes que saber algo, Bobby. No tienes que comprender. No vas a comprender. Y tampoco olvidarás. No creas poder hacerlo... No lo harás. Pero tienes que seguir adelante, ¿me oyes? Tal vez día a día, pero tienes que seguir adelante. De lo contrario, los cabrones ganarán. No puedes permitir que lo hagan, Bobby. ¿Me comprendes?
Asentí y me volví para seguir por el sendero medio borrado.
El 2 de noviembre recibí una breve carta del inspector Singh. Me informaba que el sospechoso, Sugata Chowdury, no sería sometido a juicio. Durante su detención en la prisión de Hooghly, Chowdury «había sido víctima de una mala pasada». Hablando con claridad, alguien le había metido una toalla en la garganta mientras dormía. Se esperaba que la mujer identificada como Devi Chowdury fuera llevada a juicio en el curso de ese mes. Singh prometió tenerme informado. Jamás he vuelto a saber de él.
A mediados de noviembre, poco después de la primera nevada intensa de aquel duro invierno, leí de nuevo el manuscrito de Das, incluidas las cien últimas páginas que no llegué a leer en Calcuta. Das había sido correcto en su sucinto sumario. Era el anuncio de un nacimiento. Para comprender el verdadero meollo, yo recomendaría
La segunda venida
de Yeats. Era mejor poeta.
Entonces se me ocurrió que el problema que se me presentaba sobre qué hacer con el manuscrito de Das era extrañamente similar al problema que tienen los parsis con sus muertos. Los parsis, una reducida minoría india, consideran la tierra, el aire, el fuego y el agua sagrados, y no quieren contaminarlos con los cuerpos de sus muertos. Su solución es ingeniosa.
Hace años Amrita me describió la Torre del Silencio en un parque de Bombay, sobre la cual giran los buitres en pacientes espirales.
Me negaba a quemar el manuscrito porque no quería que el humo se alzara como la ofrenda de un sacrificio a aquella cosa oscura que yo sentía aguardaba más allá de los frágiles muros de mi cordura.
Al final mi solución fue más prosaica que la Torre del Silencio. Rasgué con mis propias manos los varios centenares de páginas, oliendo el hedor a Calcuta que despedía el papel, y luego lo metí todo en una bolsa de basura junto con verduras podridas para desanimar a los husmeadores. Conduje durante varios kilómetros hasta un gran vertedero y observé cómo la bolsa negra bajaba rebotando por un barranco de desperdicios hasta perderse de vista en un charco de repugnante estiércol.
Durante el viaje de regreso supe que el haberme librado del manuscrito no había acallado el eco en mi mente del Canto de Kali.
Amrita y yo seguimos viviendo en la misma casa. Soportábamos los consejos y la constante simpatía de nuestros amigos, pero cada vez veíamos a menos gente a medida que avanzaba aquel duro invierno. Y también nos veíamos cada vez menos.
Amrita había decidido terminar su doctorado, estableciendo para ello un rígido programa. Madrugaba, daba clase, trabajaba en la biblioteca, clasificación de documentos al atardecer, más investigación, y a la cama temprano. Yo me levantaba muy tarde, y con frecuencia cenaba fuera y seguía fuera la mayor parte de la velada. Cuando Amrita dejaba el estudio, alrededor de las diez de la noche, yo tomaba posesión del lugar y leía hasta las primeras horas de la mañana. Spengler, Ross McDonald, Malcolm Lowry, Hegel, Stanley Elkin, Bruce Catton, lan Fleming y Sinclair Lewis. Leía clásicos que habían permanecido durante décadas en mis estanterías sin ser leídos, y llevaba a casa los best-sellers de Safeway. Lo leía todo.
En febrero un amigo me ofreció un puesto de profesor eventual en un pequeño colegio al norte de Boston y acepté. Al principio hacia trasbordo todos los días pero pronto alquilé un pequeño apartamento amueblado cerca del campus y volvía a Exeter sólo los fines de semana. Y a menudo ni siquiera entonces.
Amrita y yo jamás hablábamos de Calcuta. Ni mencionábamos el nombre de Victoria. Amrita se estaba refugiando en un mundo de teoría de los números y álgebra de Boole. Parecía sentirse cómoda en ese mundo, un mundo en el que las reglas se cumplían y en el que la tabla económica podía determinarse con lógica. Yo quedaba fuera, sin otra cosa que las inflexibles herramientas del lenguaje y la impredecible y desatinada máquina de la realidad.
Permanecí en el colegio durante cuatro meses, y posiblemente no habría vuelto a Exeter si no hubiera llamado un amigo para decirme que Amrita había sido hospitalizada. Los médicos habían diagnosticado neumonía grave agravada por el agotamiento. Estuvo hospitalizada durante ocho días y, una vez en casa, se encontró demasiado débil para levantarse de la cama durante una semana. Durante todo ese tiempo permanecí en casa, y en los pequeños cuidados que hube de dedicarle empecé a percibir ecos de nuestra anterior ternura. Pero entonces Amrita declaró que ya se sentía mejor y que a mediados de junio volvía a su ordenador. Yo regresé a mi apartamento. Me sentía irresoluto y perdido como si en mi interior se estuviera abriendo un agujero inmenso y oscuro que me absorbía.
Ese junio compré la Luger.