Abe se me quedó mirando y chascó la lengua.
—No podrás. Das está muerto. Murió hace seis o siete años. Creo que fue en 1970.
—Julio de 1969 —puntualicé. No pude disimular cierta complacencia en mi voz—. Desapareció en julio de 1969 al regresar del funeral de su padre, en realidad cremación, en una aldea del Pakistán Oriental, ahora Bangladesh, y todo el mundo pensó que lo habían asesinado.
—Sí, lo recuerdo —dijo Abe—. Me quedé contigo y Amrita un par de días en vuestro apartamento de Boston, cuando la Alianza de Poetas de Nueva Inglaterra celebró una lectura conmemorativa de su obra. Tú leíste algo de Tagore y fragmentos de los poemas épicos de Das sobre... ¿cómo se llama? La monja... la madre Teresa.
—Y dos de mis trabajos en
Chicago Cycle
estaban dedicados a él —añadí—. Pero supongo que todos nos mostramos algo prematuros. Por lo que parece Das ha resurgido en Calcuta, o al menos parte de su nueva poesía y correspondencia.
Harper's
obtuvo algunas pruebas a través de una agencia de allí con la cual trabajan, y gentes que conocían a Das afirman que fue él el que escribió esas cosas nuevas con toda seguridad. Pero nadie parece haberle visto.
Harper's
quiere que intente obtener algo de su nuevo trabajo, pero la orientación del artículo será «En busca de M. Das», ese tipo de majaderías. Y ahora las buenas noticias.
Harper's
tendrá la primera opción respecto a toda la poesía de la que yo obtenga los derechos, pero el resto podremos publicarlo en
Other Voices
.
—Chapuceros segundones— rezongó Abe masticando su cigarro. Durante mis años con Bronstein ya me había acostumbrado a ese tipo de gratitud entusiasta. No dije palabra y finalmente Abe habló de nuevo—: Pero ¿dónde diablos ha estado Das durante estos ocho años, Bobby?
Me encogí de hombros y le alargué una hoja fotocopiada que Morrow me había entregado. Abe la examinó extendiendo el brazo, la volvió del otro lado y me la lanzó de nuevo.
—¿Que mierda es esto?
—Es un fragmento de un nuevo poema que se supone fue escrito por Das durante los últimos dos años.
—¿Está escrito en hindi?
—No. En sánscrito y bengalí en su mayor parte. Aquí está la traducción al inglés. —Le alargué la otra fotocopia.
Abe iba frunciendo el ceño a medida que leía.
—Santo Cielo, Bobby, ¿para esto estoy reservando el número de primavera? Aquí se habla de cierta dama jodiendo al estilo perruno mientras bebe la sangre de un hombre sin cabeza. ¿O me he perdido algo?
—Qué va. Es más o menos eso. Naturalmente, en ese fragmento sólo hay algunas estrofas —dije—. Y se trata de una primera traducción.
—Pensaba que el trabajo de Das era lírico y sentimental. Más o menos como tú describías a Tagore en tu artículo.
—Lo era. Lo es. Sentimental no, optimista. —Era la misma frase que yo había utilizado tantas veces para defender a Tagore. Era la misma que había utilizado para defender mi propio trabajo, qué diablos.
—Humm —gruñó Abe—. Optimista... Me gusta esta parte optimista: «
Kama Rati kamé/viparita karé rati
»... que, según la copia de la traducción, quiere decir: «Enloquecidos de lujuria, Kama y Rati jodieron como perros.» Encantador. Tiene una alegría peculiar, Bobby. Algo así como un Robert Frost de los primeros tiempos.
—Es parte de una canción bengalí tradicional —le dije—. Fíjate cómo Das ha encajado su ritmo en el pasaje general. Cambia de la forma védica clásica al bengalí popular y de nuevo a la védica. Es un tratamiento estilístico complicado, incluso considerando la traducción. —Me callé. No hacía más que repetir lo que Morrow me dijera, repitiendo él a su vez lo que le había comentado uno de sus «expertos». Hacía mucho calor en aquella pequeña habitación. A través de las ventanas abiertas llegaba el sonido adormecedor de la circulación y el ulular en cierto modo tranquilizador de una sirena—. Tienes razón. No parece en modo alguno de Das. Resulta casi imposible creer que lo haya escrito el mismo hombre que hiciera la epopeya de la Madre Teresa. A mi juicio Das no está vivo y esto es una especie de patraña. No lo sé, Abe.
Abe se echó hacia atrás en su sillón giratorio y por un instante pensé que iba a quitarse la colilla del puro de la boca. En su lugar frunció el ceño, hizo girar el cigarro a la izquierda y luego a la derecha, se recostó de nuevo en el sillón y entrelazó los gruesos dedos sobre la nuca.
—¿Te he hablado alguna vez del tiempo que pasé en Calcuta, Bobby?
—No. —Parpadeé sorprendido. Antes de que escribiera su primera novela, Abe había viajado mucho como reportero del servicio telegráfico. Después de que hubiera aceptado mi trabajo sobre Tagore mencionó con aire indiferente que había pasado nueve meses en Birmania con Lord Mountbatten. Las historias de su época en el servicio telegráfico eran raras, aunque siempre divertidas—. ¿Fue durante la guerra? —pregunté.
—No. Poco después. Durante los disturbios entre hindúes y musulmanes, en el cuarenta y siete. Gran Bretaña se estaba retirando y dejando que los dos grupos religiosos se mataran entre sí. Todo eso ocurrió antes de tu época, ¿no es así, Robert?
—He leído sobre ello, Abe. Así que fuiste a Calcuta a cubrir los disturbios.
—No. Por entonces la gente no quería leer nada más sobre luchas. Fui a Calcuta por Gandhi. Mohandas, no Indira. Gandhi iba allí y nosotros lo seguíamos para cubrir su estancia. El hombre de la paz, el santo del taparrabos, todo ese rollo. En definitiva, estuve en Calcuta unos tres meses. —Abe se pasó la mano por el pelo, que empezaba a escasearle. Parecía no encontrar las palabras. Jamás había visto a Abe vacilar un segundo en la utilización del lenguaje, escrito, hablado o vociferado—. ¿Sabes lo que significa la palabra «miasma», Bobby? —preguntó finalmente.
—Atmósfera envenenada —contesté. Me irritaba que me examinaran—. Como la de un pantano. O cualquier influencia nociva. Probablemente procede del griego
miainein
, que significa «manchar».
—Sí. —Abe hizo girar de nuevo su cigarro. No prestó la menor atención a mi breve exposición. Abe Bronstein esperaba que su antiguo crítico de poesía conociera bien el griego—. Bien, la única palabra que podía describirme a Calcuta por aquel entonces... o ahora... era «miasma». Ni siquiera puedo oír esa palabra sin pensar en la otra.
—Fue construida sobre una ciénaga —dije, todavía irritado. No estaba acostumbrado a ese tipo de estupideces por parte de Abe. Era como si el viejo fontanero de confianza soltara de repente un discurso sobre astrología—. Además, iremos allí durante la temporada de los monzones, que no creo que sea la estación más agradable del año. Pero no me parece...
—No hablaba del tiempo, aunque sea el maldito agujero más caluroso, húmedo y miserable que jamás haya conocido. Peor que Birmania en el cuarenta y tres. Peor que Singapur en la época de los tifones. Santo Cielo, peor incluso que Washington en agosto. No, Bobby, estoy hablando del lugar, maldición. Había algo... algo ponzoñoso en la ciudad. Jamás he visto un sitio tan mezquino y asqueroso, y he estado en las más grandes ciudades-vertederos del mundo. Calcuta me espantaba, Bobby.
Asentí. Con el calor empezaba a despuntarme un dolor de cabeza, detrás de los ojos.
—Lo único que pasa, Abe, es que has estado en las ciudades equivocadas —le dije en tono ligero—. Prueba a pasar un verano en el norte de Filadelfia o en la parte sur de Chicago, donde yo he crecido. Entonces Calcuta te parecería la «Ciudad del Jolgorio».
—Sí —continuó Abe. Ya no me miraba—. Bien, no era sólo la ciudad. Yo quería salir de Calcuta, así que mi jefe, un pobre
schmuck
que murió de cirrosis dos años después..., aquel estúpido me asignó para cubrir la inauguración de un puente, allá por alguna parte de las aldeas de Bengala. Quiero decir que todavía no era siquiera una línea férrea, tan sólo un condenado puente uniendo un trecho de jungla con otro a través de un río de unos doscientos metros de ancho y tres dedos de profundidad. Pero el tal puente había sido construido con parte de la primera ayuda económica de posguerra enviada por Estados Unidos, así que tuve que ir a cubrir la inauguración. —Abe hizo una pausa y se quedó mirando hacia la ventana. Desde alguna parte de la calle se oyeron furiosos gritos en español. Abe pareció no enterarse—. Bueno, en definitiva, era muy aburrido. Los ingenieros y los equipos de construcción ya se habían ido, y la inauguración consistía en la mezcla usual de política y religión que uno siempre encuentra en la India. Aquella noche era ya demasiado tarde para regresar en jeep, y como yo tampoco tenía gran prisa por volver a Calcuta, me quedé en una pequeña casa de huéspedes en el lindero de la aldea. Probablemente era un resto de cuando las giras de inspección británica durante el Raj. Pero aquella noche hacía un calor espantoso, una de esas ocasiones en que el sudor ni siquiera te corre, sino que se convierte en gotitas adheridas a tu piel y cuelga en el aire. Además, los mosquitos me estaban volviendo loco. Así que poco después de la medianoche me levanté y bajé hasta el puente. Me fumé un cigarrillo y emprendí el regreso. De no haber sido por la luna no lo hubiera visto.
Abe se quitó el cigarro de la boca. Hizo una mueca como si su sabor fuera tan repugnante como parecía.
—El chiquillo no tendría más de diez años, tal vez más pequeño —dijo—. Estaba empalado en unos vástagos de hierro de refuerzo que sobresalían del pilar de cemento en el lado oeste del puente. Era evidente que no había tenido una muerte instantánea, sino que había forcejeado durante algún tiempo luego de quedar atravesado por los vástagos...
—¿Había estado trepando por el puente nuevo? —le pregunté.
—Sí, eso fue lo que pensé. Y también lo que dijeron las autoridades locales durante las indagaciones. Pero no puedo imaginar siquiera por un momento cómo se las arregló para que le atravesaran todos aquellos vástagos. Tendría que haber saltado desde las vigas elevadas. Luego, un par de semanas después, justamente cuando Gandhi rompió su ayuno y los disturbios acabaron en Calcuta, me pasé por el consulado británico para hacerme con un ejemplar de la historia de Kipling
Los constructores de puentes.
La habrás leído, ¿verdad?
—No —repuse. No podía soportar la prosa de Kipling y tampoco su poesía.
—Pues deberías hacerlo —aseguró Abe—. Los relatos cortos de Kipling son muy buenos.
—¿Y de qué trata ése en particular? —pregunté.
—Bueno, la historia gira alrededor del hecho de que, cada vez que se terminaba de construir un puente, los bengalíes solían celebrar una complicada ceremonia religiosa.
—Eso es algo normal, ¿no?— repliqué, adivinando prácticamente en qué acabaría todo aquello.
—Ni que decir tiene —afirmó Abe—. En la India todo acontecimiento va acompañado de alguna especie de ceremonia religiosa. Salvo que fue la forma en que los bengalíes la practicaban lo que indujo a Kipling a escribir la historia. —Abe se llevó de nuevo el cigarro a la boca y habló con los dientes apretados—: Al final de la construcción de cada puente inmolaban a un ser humano.
—Muy bien —dije—. Formidable. —Recogí las fotocopias, las metí en la cartera y me puse en pie para irme—. Si recuerdas más narraciones de Kipling no te olvides de darnos un telefonazo, Abe. A Amrita le encantarán.
Abe, levantándose del asiento se apoyó en el escritorio.
Sus poderosos dedos se hundían en los montones de manuscritos.
—Maldición, Bobby, preferiría que no te metieras en ese...
—Miasma —contesté.
Abe asintió.
—Me mantendré alejado de los puentes nuevos —lo tranquilicé mientras me encaminaba hacia la puerta.
—Al menos reflexiona sobre lo de llevarte a Amrita y a la pequeña.
—Vamos a ir —le aseguré—. Ya tenemos las reservas y nos hemos vacunado. Ahora la única duda es si te interesa el material de Das, si es que es de Das y puedo conseguir los derechos de publicación. ¿Qué dices, Abe?
Abe asintió de nuevo. Tiró el puro en el cenicero rebosante.
—Te enviaré una postal desde la piscina del Gran Hotel Oberoi de Calcuta —dije al tiempo que abría la puerta.
Mi última visión de Abe fue allí, de pie con el brazo y la mano extendidos, en un saludo a medias o bien una especie de ademán mudo de fatigada resignación.
A medianoche, esta ciudad es Disneylandia.
SUBRATA CHAKRAVARTY
La noche anterior a nuestra partida me encontraba sentado en el porche delantero con Amrita, mientras ésta amamantaba a Victoria. Las luciérnagas guiñaban sus crípticos mensajes sobre la oscura fila de árboles. Grillos, ranas arbóreas y algunos pájaros noctámbulos tejían un tapiz de sonidos de fondo. Nuestra casa estaba tan sólo a unas millas de Exeter, en New Hampshire, pero en ocasiones reinaba una calma tal que parecía que estuviéramos en otro mundo. Durante el invierno que pasé escribiendo había apreciado sobremanera aquella solitud, pero ahora caía en la cuenta de que me sentía inquieto, que esos meses de aislamiento eran, precisamente, los que me hacían sentir ansias de viajar, de ver lugares desconocidos, rostros nuevos.
—¿Estás segura de que quieres venir? —le pregunté.
Mi voz sonó con demasiada fuerza en la noche.
Amrita levantó la mirada al tiempo que la niña acababa de mamar. La luz difusa que salía por la ventana iluminaba los pómulos vigorosos de Amrita y su suave tez canela. Sus ojos oscuros parecían luminosos. A veces era tan bella que yo sentía un auténtico dolor físico ante la idea de que no hubiéramos llegado a encontrarnos, de que no nos hubiéramos casado y tenido una hija juntos. Alzó ligeramente a Victoria y pude ver de soslayo la curva suave del seno y el pezón erguido antes de que se abrochara la blusa.