Decidí, en la medida de lo posible, no dar más vueltas a mis dudas y centrarme en el Archivo General del Fracaso que en los últimos meses tantas fuerzas me había dado para ir adelante en la vida.
Si en las fachadas del templo de la Sagrada Familia, el arquitecto Gaudí pretendía, como en las catedrales medievales, explicar en imágenes la Historia Sagrada, yo, por mi parte, había ido reuniendo en mi ordenador toda aquella documentación que pudiera servirme un día para llevar a cabo mi grandioso proyecto de transformar en cine todo lo que venía archivando minuciosamente sobre el tema de la derrota.
Tenía y tengo pues el proyecto —acepto que desmedido, irrealizable, lo que seguramente lo hace más seductor— de filmar la historia del fracaso general del mundo.
Si Cervantes opuso a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país, yo me relajaba viéndome a mí mismo como un ser que quería un día filmar completo el gran espectáculo mundial del fracaso, visto en este caso como brutal y gigantesca extensión de la realidad provinciana que apenas había cambiado en mi país desde los tiempos del Quijote.
4
A veces —improvisó Vilnius de pronto, apartándose por unos minutos de sus papeles— me gusta imaginar que mi padre fue invitado a este congreso porque una fuerza oscura le susurró al señor Echèk que el hijo del gran Lancastre había elegido el fracaso como materia prima de su trabajo.
Es un placer poder decirles que en mi Archivo digital, en mi Archivo General del Fracaso, hay carpetas todavía no muy trabajadas, pero que van creciendo día a día.
Registro del Inconsciente, Ensueños vencidos, Vías muertas, Museo de las sinlógicas, Cartografías sonámbulas
… A veces he pensado en rodar mi futura película con una estructura narrativa que evoque la forma intrincada de todo archivo, pero sobre todo la forma intrincada del mío. También he de decirles que encontrar para esa película un productor es tarea heroica y más en tiempos de crisis, pero es que además creo que no tengo ganas de hacer nada en la vida, ni siquiera esa película.
Me gusta Oblomov. Y sobre todo la pulsión Oblomov. ¿Oyeron hablar de esa pulsión? Toma su nombre de las costumbres apáticas del personaje de una novela que un tal Goncharov escribió en Rusia hace siglo y medio. Oblomov es un joven y desvalido aristócrata, incapaz de hacer nada con su vida. Duerme muchas horas, lee de vez en cuando, bosteza sin parar. Encogerse de hombros es su gesto favorito. Es de esa clase de personas que tienen la costumbre de reposar antes de fatigarse. Estar tumbado cuanto más tiempo mejor parece su única aspiración, su modesta rebeldía. Oblomov es el indiferente al mundo por excelencia.
Yo, señoras y señores, distinguido público, intuyo que no tardaré nada en convertirme en un indiferente sin fisuras y un ideólogo de la desgana. De hecho, he escrito unos folios para este congreso, pero serán los últimos que escriba en mi vida. Prefiero el cine, aunque ya digo que no tengo claro que vaya a seguir interesado por mucho tiempo en él. A mi padre, eso sí, le hacía creer que pensaba trabajar siempre. Pobre gran Lancastre. Recuerdo que me decía: tienes treinta años y no has dado golpe y así no vas a ninguna parte. Oh, papá, le contestaba, he dirigido un cortometraje y he trabajado en publicidad, todo eso es algo. Te han despedido de todos los trabajos y del cortometraje mejor no hablar, y ahora llevas un archivo que te sirve de tapadera para imaginarte que eres un genio, me machacaba mi padre con ánimo castrador. Y luego, intentando dejarme aún más hundido, me decía que la lucha contra la dispersión era el motivo más oculto del coleccionista y que yo, con mi archivo, trataba de corregir esa dispersión, pero lamentablemente seguía marchando disperso, directo al desastre.
Mi película es ambiciosa y podrías al menos dejarme prepararla, le decía. Tu película es la idea de un loco, me respondía, me recuerdas a un señor que conocí en Nueva York que quería escribirlo todo, todo lo que oyera en la calle, no importaba que fuera aburrido, necio o vulgar lo que registrara allí, quería escribirlo todo, era un gran loco. No sé, le decía yo, no sé quién era ese señor, pero sí sé que quiero filmar todos los fracasos del mundo, todos. Pero si en realidad, me decía él, esto sólo demuestra que no sabes lo que quieres, te embarcas en algo interminable para no tener así que concluir nada, nunca vi a nadie más inconsistente, más caprichoso. Me hace gracia que seas tú quien me dice esto, osaba replicarle, tú que te hiciste famoso escribiendo sobre interrupciones, un tema infinito porque todo en la vida son interrupciones y un tema, por encima de todo, necesariamente inconcluso.
Aunque es del todo innecesario porque a nadie le importa aquí mi vida, creo necesario decirles que dejé Madrid hace unos meses y regresé a Barcelona. A pesar de la crisis económica, que tanto sirve de excusa para los impagos, me abonaron todo lo que me correspondía, me indemnizaron bien, y ahora sé que, tarde o temprano, tendré que volver a buscar trabajo, pero que por el momento, durante un cierto periodo de tiempo, hasta donde me alcance la tranquilidad de no tener que trabajar, he de intentar, por encima de todo, sentirme libre, saberme disponible para poder dedicarle más tiempo a mi inmersión en la gran trama universal del fracaso. Llevo ya varios meses en Barcelona instalado en el hotel Littré, que inauguraron no hace mucho en el número 3 de la calle Buenos Aires, frente a la librería Bernat. El hotel lo dirige un hindú, Shekhar, antiguo jefe de personal del Littré de París, el lugar donde siempre me hospedé cuando iba a aquella ciudad. Desde luego, me ha venido de perlas esta inesperada reproducción del Littré parisino en un barrio tan encantador de Barcelona. Me permite a veces imaginar que vivo en Francia y, además, me cobran la tarifa más reducida posible.
Mi memoria es plenamente barcelonesa, le comenté no hace mucho a Shekhar, un tipo portentoso. Aun siendo el flamante gerente, parece sentir nostalgia de cuando hace tres décadas entró a trabajar de botones en el Littré de París. Quizá por eso arrastra a veces las maletas de los clientes, se hace cargo de ellas, las sube a las habitaciones. Lo más probable es que, cuando acarrea equipajes, lo haga porque se siente aburrido y porque, además, convertirse en director de hotel nunca debió de ser el gran sueño de su vida. Quizás buscó siempre algo más humilde: arrastrar maletas, por ejemplo. Quizás la suya sea una modalidad extravagante de fracasado que podría yo ir ya pensando en incluir en una de las notas de mi Archivo General. Estoy ahora pensando que en la nota dedicada a Shekhar podría contar la historia de una buena persona que deseó ser siempre una hormiga de hotel y no lo logró: la historia de un hombre que sólo podía existir plenamente si arrastraba maletas, las maletas de su propio ser…
5
Una mañana —retornó Vilnius a la lectura de su texto—, recibí un largo e-mail de una amiga. En la posdata, me preguntaba si era de Francis Scott Fitzgerald la frase «Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien» que yo había incluido al comienzo de mi cortometraje
Radio Babaouo
.
Parece mentira, pero aquella pregunta me animó mucho. Me considero un investigador frustrado, al que le habría encantado que le colocaran a indagar en un gabinete de investigación científica, por ejemplo. Sería feliz con un simple microscopio, siempre a la búsqueda de ser la primera persona del mundo en ver algo nuevo, totalmente inédito. En cualquier movimiento de la vida, hasta en el más trivial, percibo un enigma a clarificar, y quizás por eso aquella pregunta me animó tanto. No tardé en responderle a mi amiga que hacía ya cinco años que había oído de pasada esa frase en
Tres camaradas
, película de Frank Borzage de 1938, que había visto en junio del 2005 en la televisión. En cuanto la escuché, seguí diciéndole a mi amiga, di por sentado que la frase era de Francis Scott Fitzgerald, que firmaba el guión junto a Edward E. Paramore. Pero, pasado un tiempo, empecé a tener dudas, porque comprendí que nunca en la vida podría llegar a saber si la colocó allí Fitzgerald, o el tal Paramore, o quizás los dos al unísono, en el transcurso de un intercambio de opiniones mientras escribían el guión…
Por otra parte, como el guión de
Tres camaradas
se basaba en la novela del mismo título de Erich Maria Remarque, quizás la frase ya estuvo desde el principio allí, en el libro, y en ese caso las especulaciones sobre la autoría de Fitzgerald eran absurdas y una completa pérdida de tiempo.
Impresionaba pensar que en realidad resultaría muy difícil, por no decir imposible, saber con toda seguridad de quién era la frase. Y, por un momento, me sentí tentado a comunicarle a mi amiga que esa dificultad me remitía a una gran metáfora del mundo, pues me recordaba el caso del universo, del que tampoco conocemos al autor… Pero un pensamiento menos trascendental se interpuso en mi camino y fue el que acabé desarrollando y escribiendo.
Aun suponiendo, terminé diciéndole por e-mail a mi amiga, que fuera posible averiguar de quién era la frase, no llegaríamos a mucho, porque lo más probable sería que el autor la hubiera oído o leído a otra persona antes, porque nada sale de la nada, y una frase como ésta aún menos: seguro que siglos antes de la película ya la había dicho alguien en algún lugar y de un modo idéntico y con las mismas palabras…
No sé cómo fue que, después de escribir esto, me quedé abstraído por momentos, imaginando a la madre de Francis Scott Fitzgerald sentada en un balancín con una madeja de lana y unas grandes agujas en la sala de estar de un caserón de Saint Paul, Minnesota, diciéndole a su hermana o a su marido «Cuando oscurece, siento un escalofrío».
Pero ¿qué hacía allí la madre de Fitzgerald? ¿Y la madeja? ¿De qué parte extraña de mi imaginación había surgido el maldito ovillo? ¿No decía mi padre que tenía yo «la cabeza como una madeja»? ¿Y no estaría él queriendo de nuevo infiltrarse en mi memoria? Me entró una melancolía extraña. Como si la visión de esa madre y ese caserón de Minnesota y, sobre todo, el repentino influjo de la Luna en la hora taciturna en la que me encontraba se hubieran querido poner de acuerdo para recordarme que estaba completamente solo en la Tierra y en el universo.
Di por terminado el e-mail que en realidad hacía minutos que había ya dado por finalizado y lo envié. Luego decidí salir a la calle, ir hacia otro hotel de la ciudad, intentar resolver lo que parecía irresoluble, el enigma acerca del autor de la frase de
Tres camaradas
. Y es que de golpe, casi como si hubiera llegado en forma de latigazo el dato a mi memoria —o hubiera llegado a la de mi padre y éste, desde el lugar en el que estuviera, hubiera decidido traspasarme el dato— recordé con perfecta claridad que mi madre me había hablado, unas horas antes, de Claudio Arístides Maxwell, amigo de tercer orden de mi padre y autoridad en cuestiones cinematográficas. Habíamos hablado de él porque, según me había contado mi madre, acababa él de publicar en La Vanguardia un artículo nada habitual en sus colaboraciones, un artículo raro en el que hablaba de niños muertos, de niños que fueron asesinados salvajemente en Camboya, o que mataron los nazis, no recordaba ella muy bien, quizás había querido en realidad hablar de niños muertos que caían a todas horas fulminados por todos los rincones del mundo por verdugos innombrables… El caso era que Claudio Arístides Maxwell, que siempre hablaba de cine, se había puesto a hablar de pronto de niños muertos, lo que no dejaba de ser algo bien raro.
Decidí ir a ver a Claudio Arístides Maxwell a la tertulia semanal que tenía todos los martes en el bar del hotel Avenida Palace. A Max —todo el mundo en Barcelona le llama así— no había llegado a verle nunca en persona, pero no ignoraba que era un diccionario andante del mundo del Hollywood de su época dorada, la persona ideal para resolverme —si es que no era del todo imposible, lo que parecía a fin de cuentas lo más probable— el enigma de la autoría de esa frase de
Tres camaradas
.
En todo momento supe que estaba iniciando una investigación por el casi solo placer de investigar y así poder ver adónde me llevaban mis preguntas, pesquisas, investigaciones. No puedo negar que adoro esa figura de Hollywood que es el detective privado y que, sin ir más lejos, hacía tan sólo dos días que me había comprado en unos grandes almacenes una gabardina que parecía salida de una novela de Chandler.
Al entrar en el hotel Avenida Palace, fui directo a la tertulia, que por lo que pude ver hacía ya un rato que había terminado, pues andaban todos ya despidiéndose. Si no me equivoco, usted conoció a mi padre, le dije directamente a Max. Casi se asustó al verme, pero poco después reaccionó, pasó a comportarse con una mayor naturalidad, aunque me pareció que seguía algo alterado, como si yo fuera la última persona que esperara ver aquella tarde. Creo que ya sé quién eres, muchacho, me dijo, ese aire a lo Bob Dylan no lo tiene nadie más en Barcelona. Me dijo esto con voz engolada, voz de película, como si lo que me estaba diciendo formara parte de la escena de un western y él fuera un pistolero ya curtido y yo un ingenuo aprendiz que le pidiera que me instruyera.
Claudio Arístides Maxwell, un tipo inconfundible, figura habitual del paisaje barcelonés: hombre muy corpulento, imponentemente alto, con cara de gánster del Chicago de los años veinte y voz de auténtico celuloide en blanco y negro. El hombre que, junto a Javier Coma y Román Gubern, siempre supo todo sobre el cine norteamericano de la gran época de Hollywood.
Me dio el pésame por la muerte de mi padre y dijo que ya sabía que había yo dirigido un corto que no me había ido nada mal,
Radio Boboa
. Bueno, en realidad se llama
Babaouo
y más bien me fue muy mal la cosa, le aclaré. ¡Ah, no creo!, dijo y luego me preguntó qué estaba haciendo por allí. Le conté que había ido a verle a él expresamente porque quería saber si una frase de
Tres camaradas
(«Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien») había podido escribirla Francis Scott Fitzgerald. Le expliqué que sólo quería esa pequeña información y que no se me escapaba que mi investigación podría estar condenada a la nada, aunque de todos modos estaba acostumbrado a desengaños y a decepciones, pues vivía inmerso en historias de este tipo, trabajaba en un Archivo General del Fracaso y, además, tenía la impresión de que la descabellada investigación iba a fracasar y acabaría teniendo que incorporarla a mi Archivo General como un ejemplo más de derrota.