A su padre lo había visto yo en Barcelona en las barras del Zeleste y del Bikini y del bar Perturbado, del que fue socio fundador. Lo había visto en mis años de juventud y también de posjuventud. Y de forma muy confusa recordaba haberme reído en cierta ocasión en su compañía, no me acordaba de qué, sólo sabía que habíamos terminado riéndonos brutalmente y que los dos llevábamos una borrachera de mucho cuidado. De sus libros me había interesado bastante
La interrupción
, novela un tanto emblemática, buena obra, demasiado famosa para lo que era, pero una obra muy digna a fin de cuentas. También su extraño manifiesto a favor de las vanguardias —escrito en francés— y su imaginativo tratado —escrito en catalán— sobre Siria. Y, por supuesto, su facilidad para cambiar de piel y de personalidad y a veces hasta de lengua en cada libro.
A su hijo Vilnius no lo había visto jamás en persona, pero sabía que solía ir vestido de negro y que su notable cabellera y la nariz y hasta su estatura eran idénticas a las de Bob Dylan. A veces la gente, por la calle, se reía al confundirlo con el cantante. Su aire a lo Dylan le había creado algunos problemas —sobre todo con su padre, que odiaba ese peinado y la búsqueda del parecido con el músico—, pero a Vilnius le gustaba presentar aquel aspecto, porque creía que le daba un toque de artista sin concesiones.
No se asemejaba físicamente en nada a su famoso padre y un poco, en todo caso, a Laura Verás, su terrible madre: madrileña de muy buen ver, que fue de joven a vivir a Barcelona y pronto alcanzó en esa ciudad, tanto en los círculos universitarios como luego en los noctámbulos, fama de pérfida, de mujer fatal; fama que amplió cuando trabajó en una agencia literaria, donde causó estragos en todos los sentidos.
«Laura Verás, irás y no volverás», decía una leyenda de entonces, que advertía a los hombres de la condición de serpiente infinitamente peligrosa de aquella mujer. Para algunos, entre los que me incluyo, había sido la más diabólica y guapa de nuestra generación, aunque también era cierto lo muy dada que era a sobreactuar y que a veces había conseguido ser una malvada realmente mala, malísima, aunque siempre de manual. En cualquier caso, algo tenían muchos muy claro en Barcelona: por muy estereotipada que resultara su imagen de víbora y por mucha risa que pudieran provocar algunas de sus actitudes perversas exageradas, había que ir con cuidado con ella, porque en el fondo era terrorífica.
El caso es que entré en la conferencia que el joven Vilnius titulaba
Teatro de realidad
pensando que estaría allí sólo unos minutos y por eso me coloqué en la última fila, muy cerca de la puerta. No había para nada previsto que el cuento montado sobre su propia vida, aquella especie de teatro sin teatro de aquel joven orador, pudiera atraparme, sorprenderme como lo hizo. Era teatro sin teatro porque en todo lo que él nos fue leyendo se notaba perfectamente que eran hechos verdaderos y muy sentidos.
Vilnius inició su intervención avisando de que no iba a conferenciar para nada, sino a leernos un cuento que narraba la historia de su vida durante seis días que le cambiaron su mundo. Como sabía que disponía sólo de cuarenta y cinco minutos, quería avisar al distinguido público de que, en el caso más que probable de que la organización le interrumpiera su lectura, continuaría leyendo el relato de su estupor existencial en la cervecería Stille, a cuatro pasos de donde estábamos.
Dio, pues, la falsa impresión inicial de que deseaba interesarnos de tal forma con su relato que en un momento dado, subyugados todos, no tendríamos más remedio que trasladarnos a la cervecería de al lado para conocer el desenlace de la historia que se nos habría contado. Sin embargo, se proponía algo completamente distinto, algo que nadie era capaz de imaginar. ¿Cómo íbamos a saber que aquel joven podía estar buscando, como objetivo máximo, ser el Ed Wood de las lecturas, de las intervenciones en los congresos? Ya se sabe, Ed Wood fue el autor de la peor película de todos los tiempos. El joven Vilnius, en el momento de comenzar a abordar su
Teatro de realidad
, soñaba con ir asistiendo al inconmensurable espectáculo de ver cómo su tragedia no importaba nada a los otros y su lectura acababa provocando la huida de todos los espectadores, de todos sin excepción.
1
Mi padre ha muerto y he venido yo en su lugar. Quisiera contarles lo que me ha ocurrido en estos últimos días y advertirles que es posible que, más que de fracaso, termine hablándoles de orfandad, desolación, perplejidad, muerto adosado.
Lo del «muerto adosado» lo dejo para un poco más adelante. Quisiera primero hablarles de una tarde de hace ya tiempo en la que, a la salida de la escuela, vi a un tipejo inolvidable, un tipejo horroroso con bigote nazi que, debido al extraño impulso que le dio una piel de plátano, salió disparado del autobús en posición totalmente horizontal. Aunque las risas de aquel momento perduran en mi memoria, me llegan hoy, en esta mañana suiza, como un eco verdaderamente lejano, como el sonido de una campana traído por el viento.
Es curioso, pero también andaba pensando hace seis días en ese tipejo del que les he hablado cuando, en mi cuarto de hotel en Barcelona, concentrado en la recreación de aquel resbalón de autobús, patiné yo también. Quizás ocurrió todo porque me concentré demasiado en el horrible señor nazi del deslizamiento horizontal. Pero el hecho es que caí lentamente, caí tan despacio que parecía que lo hiciera a cámara muy lenta. Mi cabeza terminó chocando contra el frío y duro suelo del rincón más destartalado de mi cuarto. Me levanté enseguida, queriendo simular ante mí mismo que no había pasado nada. Y entonces, quizás por los efectos del golpe, me adentré mentalmente en la piel de un adolescente tan idéntico a mi padre que no podía ser más que mi padre, es decir, no podía ser más que el jovencito Juan Lancastre a los veinte años, viajando en taxi por el Londres de finales de los sesenta, provisto de una dentadura postiza que se había insertado entre las nalgas para arrancar los botones de los asientos de atrás de los coches.
¿Era un recuerdo inventado? No, todo indicaba que se trataba de una escena que había vivido mi padre cuando era un joven idiota y gamberro. ¿Cómo podía haber llegado hasta mí un recuerdo tan exclusivo de mi padre, un recuerdo de los días en los que el mundo de Carnaby Street y de Julie Christie y de Terence Stamp eran el centro de su frenesí juvenil?
No había mejor explicación que ésta: los recuerdos de mi padre —o al menos alguno de esos recuerdos— se estaban infiltrando en mi mente. Con un gesto enérgico, me quité el polvo imaginario de las mangas viejas de mi chaqueta y comencé a preguntarme si no sería que el golpe contra el suelo me había hecho heredar de golpe (y nunca mejor dicho) la memoria personal de mi padre, muerto hacía seis días en su casa de la calle Provenza, de un ataque al corazón.
Mira qué fácil podría de repente ser todo, pensé. Soy joven, no rebaso los treinta años. Olvidándome de sus volubles ideas y de su modo de ser, no me iría mal contar con la ayuda suplementaria de la memoria y experiencia personal de mi padre. De entrada, me ahorraría un montón de errores juveniles.
2
Se detuvo Vilnius aquí un momento en su
Teatro de realidad
, como si ya se hubiera cansado de hablar. La traducción simultánea funcionaba mal y se estaba marchando de allí más de la mitad de la sala, mientras la otra parecía luchar con los auriculares y se notaba que, si aquello seguía funcionando mal, tampoco tardarían nada en renunciar a continuar escuchando aquella lectura del joven catalán.
Observé que, al estar situado en la última fila y haber quedado tan vacía la zona de butacas que tenía delante de mí, empezaba a notarse que me había colocado allí a propósito para estar lo más cerca posible de la salida. Vilnius precisamente me dirigió en ese momento una mirada que yo interpreté equivocadamente, pues creí que era la mirada terrible de quien acababa de descubrir que yo también me quería ir. No le conocía a él de nada, pero suponía que Vilnius sí me conocía y que sentía pavor sólo de pensar que podía quedarse también sin mi presencia. Sobra decir que sucedía exactamente lo contrario: me estaba mirando para ver si ya de una vez por todas me decidía también a marcharme.
Me senté unas filas más adelante, como mostrando interés, pero vi que Vilnius apenas podía disimular su indignación. Bien poco podía yo imaginar que era porque el fracaso no lo estaba generando él mismo, sino los errores técnicos de la organización, la incompetencia en la cuestión de la traducción simultánea.
3
Por un momento (siguió leyendo Vilnius), hasta me tentó darme otro golpe en la cabeza. Pero ya tenía uno. ¿Por qué habría de querer más? ¿Qué deseaba? ¿Doblar la herencia de la experiencia y memoria personal de mi padre? ¿No era algo que podía enturbiar mucho mi vida? Mejor sería, me dije, que recordara que los golpes contra el frío y el duro suelo no solían dejar esta clase de transformaciones mentales. Quizás en siglos venideros se pudiera heredar la memoria paterna, pero por el momento eso era imposible. Haría bien en tenerlo en cuenta. Aun así, la impresión de que la memoria y experiencia de mi padre se habían infiltrado en mi cabeza permanecía inamovible.
Hasta me acordé de algo que se decía en una canción que cantaba Sinatra: ¿No es el amor una patada en la cabeza?
Quizás bastara sustituir «amor» por «duelo» para comprender algo de lo que me estaba pasando. No me había afectado la muerte de mi padre, pero había entrado de cabeza en su duelo.
Comencé a sentirme inquieto, raro en el atardecer. Había días en los que, por ejemplo, percibir la inminencia de la oscuridad nocturna me alteraba mucho. Pero he de aclarar que no era la llegada de la oscuridad completa la que me desazonaba, sino la idea de la inminencia, la inminencia por sí misma. Y el duelo, por supuesto. Había odiado a mi padre toda mi vida, pero el duelo parecía haberme cambiado. Como si hubiera en el luto un mecanismo interior que me estuviera humanizando.
De pronto, oí que decían mi nombre.
—¿Vilnius?
Fue alarmante porque no era una voz la que me llamaba, sino «algo» que más bien percibí que se había también infiltrado en mi mente.
¿Era «algo» o era más bien mi padre, Juan Lancastre, que andaba llamándome desde un mundo desconocido? Mi padre estaba muerto, pero no podía olvidarme de que muchos difuntos, según una creencia popular, permanecen en la Tierra durante un tiempo antes de marcharse definitivamente.
—¿Hamlet?
¡Hamlet! ¿Había dicho Hamlet? ¡Eso sí que era ya una extravagancia! ¿Por qué ese cambio de Vilnius a Hamlet? ¿Qué pretendía ese «algo»?
Desde que mi padre muriera, no había dejado de pensar un solo día en las difíciles relaciones que siempre había tenido con él. Cuando falleció —hacía sólo seis días y, por cierto, de forma extraña: quedó muerto con los ojos muy abiertos, como si hubiera tenido una visión aterradora en los últimos segundos—, hasta respiré de alivio, porque la verdad era que él, entre otras cosas, me había atosigado siempre mucho. Ahora bien, al mismo tiempo no pude evitar cierta sensación de desconcierto. Estaba tan acostumbrado a ver en mi padre al rival principal, por no decir a mi rival natural, que no se me había ni pasado por la cabeza que todas aquellas pugnas podían tener un día su fin. Me había habituado a que lo normal y también lo creativo —porque nuestras peleas eran generalmente creativas— fuera aquel fecundo estado permanente de discusión e inestabilidad. Descubrí que en el fondo había vivido muy bien teniendo un rival como mi padre, pues aquella extrema ojeriza que le tenía era una gran productora de ideas; la ojeriza era incluso, en sus momentos más álgidos, una brillante máquina de poesía. Por esto y por todo lo demás, si deseaba ser honesto conmigo mismo, tenía que reconocer que la muerte y el consiguiente duelo por mi padre estaban causándome un quebranto más hondo del esperado.
—¿Vilnius?
Al oír que «algo» volvía a pronunciar mi nombre, pensé con desasosiego que era como si Juan Lancastre quisiera decirme que, a pesar de lo mal hijo que yo había sido, estaba él allí, como de costumbre, amparándome. Pero la verdad es que pensé todo esto para no volverme loco y sobre todo para poder darme una explicación mínimamente racional a lo que ocurría.
Quizás en realidad no he oído nada, pensé tratando de engañarme, quizás no he escuchado ni palabra y esa voz o ese «algo» sólo responda a mi deseo de que mi padre ande todavía por la Tierra, ande bien cerca de mí y sin decidirse a emprender, de una vez por todas, el viaje definitivo.
Recuerdo que en ese preciso momento me di cuenta de que si, como era de esperar, la estela paterna se iba desvaneciendo del todo en las siguientes horas o días, lo que más terminaría añorando de mi gran enemigo sería su carácter tan extremadamente protector.
Después, me acordé de un amigo de la universidad que me habló de un tipo de su aldea, un tipo de apariencia normal, más bien gris, que sin embargo tenía una característica poco frecuente. Pese a carecer de una experiencia personal que la justificase, había nacido a los veinticinco años de edad, dotado de memoria. Nunca me pareció creíble esta historia, pero el amigo de la universidad solía contármela siempre con tal convicción que era evidente que podía tener un fondo de verdad.
De hecho, hacía unos minutos, cuando me había dado el golpe y había creído heredar de súbito la memoria y la experiencia personal de mi padre, ¿no me había parecido mucho a ese aldeano que naciera con una memoria tan poco frecuente?
—¿Hamlet?
Cuando comprobé que ese «algo» insistía con lo de Hamlet, decidí que ya no podía tomarme todo aquello a la ligera. Después de todo, era probable que hubiera algo bien cierto en la idea de que durante días o semanas, más allá de la muerte, el pensamiento humano de un muerto mantiene su ímpetu.
¿Y si el golpe me había cambiado verdaderamente la cabeza? ¿O era más bien que la estaba perdiendo porque había muerto mi padre? ¿O era simple y llanamente el fantasma de mi padre que, como en
Hamlet
, me visitaba para clamar venganza? ¿De qué deseaba él vengarse?
Todo ese nuevo orden de cosas podía ser en realidad tan sólo añoranza de mi mayor enemigo, al que, una vez muerto, le necesitaba: todo lo contrario que en vida, que era un estorbo y alguien dedicado sistemáticamente a rebajar mi autoestima.