Parece, dijo Max, que prefieras que no sepa decirte si la frase es de Scott o no y así poder archivar el tema, ¿no es así? Pues no, no es eso, le contesté, no es eso ni mucho menos, porque siempre preferiré que usted me aclare de quién es la frase. ¿Y para qué quieres saberlo si se puede saber?, preguntó, y después me explicó que habría preferido que le hubiera hablado de las dos mejores frases de esa película, «
It's the edge of eternity. Let's stay right here forever
» («Es el filo de la eternidad. Quedémonos aquí para siempre»).
Aunque no se lo pedí en ningún momento, Max empezó a aclararme que las palabras sobre el filo de la eternidad las decía Margaret Sullavan a Robert Taylor en la película, poco después de que éste, avanzada la madrugada, comentara que no era de día ni de noche. Era la única de todas las secuencias de
Tres camaradas
que Max recordaba, pues había escrito, una vez, un largo ensayo sobre ella. Quizás la frase «Cuando oscurece…» apareciera en esa misma escena, pues parecía muy de la misma cuerda, aunque no la recordaba en absoluto. En todo caso, le parecía que pensar que esa frase pudiera ser de Fitzgerald era mucho pensar; era ignorar, por ejemplo, que el libreto o primer guión del novelista, después de que éste lo creyese concluido, había pasado posteriormente por muchas y más que dolorosas alteraciones.
Para empezar, me dijo Max, había que tener en cuenta que la necesidad de que la estructura fuese más cinematográfica condujo a Mankiewicz, el productor, a plantear una revisión y añadir un guionista experimentado, Edward E. Paramore. Debió de ser un duro golpe para Fitzgerald, que dio la bienvenida a su inesperado compañero con la incomodidad de la persona que de pronto se encuentra a alguien que creía muerto hacía tiempo. Pues Paramore, a quien Fitzgerald había conocido años antes en Nueva York, había salido medio ridiculizado en uno de sus libros más famosos, Bellos y malditos, y luego siempre había oído decir de Paramore que se había muerto y por eso no había protestado de haberse visto convertido en un no muy digno personaje de ficción.
Sí, le dije, sé que le hicieron trabajar con ese tal Paramore y que eso reduce al cincuenta por ciento las posibilidades de que la frase sea de Scott. ¿Al cincuenta?, se rió Max, no me hagas reír, hubo después ocho guionistas más, adosados todos a la pareja Fitzgerald & Paramore, y yo creo que nuestro querido Scott nunca comprendió que individuos que él consideraba muy mediocres en el terreno de la escritura pudiesen corregirle sus textos.
Finalmente me habló de que en su casa creía tener el primer guión de la película, el libreto de
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que escribió en solitario Scott Fitzgerald. Se lo publicaron, le parecía, en Illinois. Quizás encontremos ahí la frase, dijo, y puedas resolver el caso, pero antes dime, ¿para qué quieres saber todo esto, muchacho? Creo que sobre todo para saber si la frase es mía o de Fitzgerald, le contesté. ¿Tuya? Sí, le dije, la rescaté de
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y la hice algo famosa. Si no fuera por mí, la frase no estaría ahora en Internet, no existiría. De alguna forma, la siento mía.
Comprendo, dijo Max, a quien acababa de coger del brazo una joven rubia, de poca estatura, muy bien proporcionada de cuerpo, una chica de mi edad, una versión en miniatura de Veronica Lake, pero sin que el mechón de pelo llegara a cubrir su ojo derecho. Según cómo uno la mirara, la muchacha parecía ser sólo una gran cabellera espectacular, como si su rubia melena fuera el centro mismo de su físico, pero, si se la miraba con mayor detenimiento, se veía que ella era mucho más que ese primer efecto de la cabellera rubia. La chica, extraña y nerviosa, con un bello toque anticuado, parecía tener prisa por salir a la calle. Yo le lancé una mirada de pretenciosos aires seductores, pero no logré nada, tan sólo la indiferencia de la chica. Era, sí, de mi edad, pero quedó claro enseguida que a ella no le interesaba nada yo, la muchacha estaba allí para otras cosas, eso era más que obvio. Y, aunque no fuera así, igualmente me rehuiría. Nada me ha ido siempre tan mal como engañarme a mí mismo y creerme seductor. En esto parece que no aprendo. Me convendría de vez en cuando acordarme de que no he tenido nunca especial éxito con las mujeres, carezco del menor encanto, y lo peor es que no voy camino de que vayan a mejorarme las cosas en este aspecto.
Da igual que crea sacar partido de mi parecido con Bob Dylan de joven, con mis gafas negras graduadas para la miopía y mi pelo negro revuelto y mi nariz calcada a la del cantante. Da igual que me mueva mucho al hablar, como ahora mismo están ustedes comprobando esta mañana. Da igual que me dé aires de genio y también da igual que hasta puede que lo sea algún día —ahora no, desde luego—, da igual todo, incluso que sea incisivo, orgulloso y exaltado. Da igual que dé una imagen brillante de moderno a la antigua, una mezcla entre Dylan y Rimbaud. Todo esto da igual. Y ese día, en el hotel Avenida Palace, créanme todos ustedes que también dio igual. Porque la rubia casi ni me vio y dio evidentes muestras de estar sólo pendiente de Max, que me propuso mirar al día siguiente el guión publicado en Illinois y me dijo que pasara por su casa, hacia las doce del mediodía. Vivía en un ático de la calle Bailén.
La rubia, que tenía en sus ojos azules una mirada muy poderosa, me recordó de pronto, salvando todas las diferencias, la mirada terrible (ojos verdes en ese caso) de mi madre.
En la rubia los ojos casi salían de sus órbitas, color azul intenso, color del mar en la cumbre del verano. No hacía más que estirar de la manga a Max, como instándole a marcharse, como si tuviera una prisa muy grande, mientras sonreía a todo el mundo, menos a mí.
Te presento a Débora, dijo Max. La saludé cariñosamente y ella me respondió con una sonrisa forzada que acabó convirtiéndose en una sonrisa helada, terrorífica. Cada vez era más evidente que la muchacha quería marcharse de allí cuanto antes y que a mí ni siquiera me veía. Bueno, intervino Max despidiéndose con voz de celuloide, te espero mañana, muchacho, le daremos una ojeada a ese libreto, pero que conste que tu investigación me parece rara.
Viéndole alejarse a Max con Débora, recordé esa sonrisa tan pavorosamente fría de la muchacha, esa sonrisa tan helada, y pensé en cómo me habría gustado de pronto sentir la mano de mi padre tocándome la frente a modo de bendición y ayudándome a saber todo lo que podía haber pasado por la mente, seguramente rara, de aquella chica de la sonrisa extraña y de los ojos tan espectacularmente maternales.
Pensando en todo eso, me acordé casualmente —o no, quizás fuera cosa de mi padre, que insistía en infiltrarse en mi mente y de vez en cuando parecía lograrlo— de que en el viejo piso, en la poderosa biblioteca de la casa de la calle Provenza, había un libro sobre los días que pasó Francis Scott Fitzgerald en Hollywood, un libro en el que probablemente podría encontrar un capítulo entero dedicado al rodaje de
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. Y me dije que a la mañana siguiente, antes o después de visitar a Max, iría a ver a mi madre. Y luego me dije que por qué no iba aquella misma noche. Y de pronto, como si no fuera dueño pleno de mis movimientos, me encaminé hacia su casa, sin avisarla, lo que fue sin duda una temeridad, pues mi madre no ha sido nunca un alma bendita, certeza que no tardaba en corroborar cada vez que iba a visitarla. Si encima iba a verla a esas horas, corría todo tipo de riesgos y no podía esperar en modo alguno que la visita me fuera mínimamente bien. Aun así, decidí ir allí, decidí ir a ver al monstruo al que en otras épocas y en cientos de ocasiones diferentes —tan lejanas todas que ya casi no las recordaba— llamé mamá.
6
Como seguían los problemas de traducción, la huida había sido masiva. Ya sólo quedábamos nueve personas escuchando al joven Vilnius, seguramente las pocas que entendíamos su idioma. Nueve exactamente. Pero ninguna de ellas podía imaginar que él había soñado fracasar de otro modo, no por las circunstancias técnicas, sino por méritos propios, por haber sabido desinteresarnos por completo de su tragedia. Y menos aún imaginar que confiaba en ir fatigándonos a los nueve en los siguientes minutos y literalmente barrernos de allí por el sistema de dejarnos agotados y lograr así hacerse al menos con una parte del mérito del colosal y rotundo desastre final, que consistiría en quedarse solo, tan completamente solo como había soñado al comenzar a leer su texto.
7
En última instancia (dijo Vilnius improvisando de nuevo), ¿cómo diría yo?, las cosas tienen que ser tal como son y tal como han sido siempre; quiero decir que las grandes cosas están reservadas para los grandes, los abismos para los profundos; las delicadezas y estremecimientos, para los sutiles; y desde luego, todo lo raro para los raros.
Al igual que Dylan, mi padre fue un raro. Y al igual que éste, consiguió que la gente lo adorara, sobre todo porque no sabían muy bien quién era y podían imaginarlo a su gusto. Mi padre a veces se parecía a Bob Dylan en su papel de Alias, en la película sobre Pat Garret.
—¿Quién eres? —le preguntaba Garret.
—Ésa es una buena pregunta —decía Dylan.
Mi padre —en su faceta de gran enigma y caravana de diferentes personalidades en una sola— se parecía a Dylan y a otros seres escurridizos contemporáneos. En cambio yo, que físicamente me parezco tanto al cantante, sólo tengo de él esa semejanza, y poco más, lo que no evita el equívoco de que todo el mundo me relacione con él.
Pero debo decir que lo último que intento es parecerme más a Dylan, pues precisamente eso equivaldría a parecerme más a mi padre, lo que desde luego es algo que no me ha interesado nunca. Comprendo, en cualquier caso, la fascinación que ejerce Dylan sobre tantas personas. Le oí decir no hace mucho a un buen amigo de mi padre que si alguien tiene la suerte de ver de cerca a Dylan, fuera del escenario, puede confirmar que su rostro tiene la extraña propiedad de exhibir todas las edades y las etapas por la que han pasado todos los Dylan. Y eso que los Dylan son muchos hasta la fecha: el admirador de Woody Guthrie (que en el
biopic I'm Not There
es un niño negro), el cantante de protesta, el mesías electrificado, un músico convertido en creyente, un poeta andrógino que revolucionó el folk, el ermitaño doméstico, el gitano divorciado, el Oblomov que se encogía de hombros y al que nada le importaba durante los años ochenta y, finalmente y por encima de todos, el cowboy crepuscular de hoy en día cabalgando hacia no sabemos dónde.
No ser encasillado, no ser reconocido bajo una fórmula, ése fue siempre el objetivo de mi padre, aunque a decir verdad no lo logró del todo. Aun así, dejó una cierta leyenda de haber sido muchos personajes. A veces se sentía feliz escurriendo el bulto en las entrevistas, diciendo: «Si Dios no tiene unidad, cómo voy a tenerla yo.»
¿Fue mi padre prototipo del escritor contemporáneo escindido? Es muy posible. Pero espero no molestar a nadie si digo que a veces ser muchos personajes, como fue su caso, puede significar tan sólo haber sabido refugiarse en lo contemporáneo para reducir así el impacto doloroso del seguro fracaso que podía esperarle si saltaba a pecho descubierto sobre la arena de los clásicos.
8
Muchos equívocos (volvió Vilnius a su texto) se infiltraron en mi visita nocturna a la casa de mi madre y comenzaron a provocar que ella, mujer muy atractiva, me mirara alarmada desde las profundidades de sus bellísimos ojos verdes. Contaré el equívoco más grave, el principal. Me di cuenta de pronto de que debía empezar a afrontar la posibilidad real de que hubiera heredado la memoria de mi padre, quizás tan sólo una memoria parcial, que me llegaba sólo a ráfagas, pero algo de su experiencia y de sus recuerdos había recibido, o estaba recibiendo y seguramente recibiría, como si mi padre se resistiera a morir del todo. Sólo eso podía explicar de forma convincente que, ante la belleza casi pletórica de mi madre, me hubiera puesto tan caliente. Era como si, incluida en el mismo embalaje de la memoria que iba heredando a ráfagas, hubiera viajado hacia mí la pulsión sexual que mi padre no había dejado nunca de sentir ante aquella atractiva señora.
¡Pero si era mi madre!
Por momentos me sentí en la piel de mi padre y fue, por supuesto, incómodo. Jamás había sido yo incestuoso y de pronto aquel ardor sexual me dejaba sin el control de mi propia personalidad. Tendría que empezar a creer de verdad que mi padre trataba de infiltrarse en mí y en ocasiones lo lograba ya plenamente. Reprimí como pude el intento de invasión de mi padre y poco a poco fui logrando que aquel incómodo equívoco se fuera borrando y la tensión sexual disminuyera, aunque quedó un poso, lo suficiente como para que me viera obligado a contenerme todo el rato tratando de no cometer un error irreparable.
No sé qué le dije a mi madre, pero durante unos segundos interminables me miró como si quien acabara de hablar en boca de su hijo fuera su propio marido, como si en realidad, por hijo interpuesto, estuviera recibiendo la visita del muerto.
En cualquier caso, nunca he dudado de que hice bien en no contarle a mi madre que quizás había heredado la memoria y la experiencia paterna y que ésta me llegaba sólo a ráfagas, de forma muy aleatoria, aunque de vez en cuando lo hacía de un modo más inoportuno que otras, lo que estaba llevándome a pensar que tendría que especializarme en reprimirla, pues no me convenía nada —demente será siempre el hombre que tenga dos experiencias y dos memorias— volverme loco.
Como mi madre seguía mirándome desazonada, desconcertada, aterrada y con ansias de arañarme pero sin saber dónde hundir sus uñas —siempre ha sido así, su maldad tiene un lado cómico—, opté por hacer un gran esfuerzo mental y frenar con radicalidad la corriente paterna que se infiltraba en mi cabeza. Me volví una especie de san Antonio rechazando las tentaciones de la experiencia que mi padre parecía de vez en cuando obstinado en hacerme heredar. Y recurrí, por otra parte, a un pequeño truco ante mi madre para desviar la conversación hacia otro lugar y rebajar la tensión general.
Al poco rato ella, con sus bellísimos ojos verdes, me decía que me llevaba fatal con mi padre, pero en realidad era igualito a él, tal para cual, idiotas parecidos. Me pareció penoso lo que acababa de decir, pero estaba acostumbrado a sus zarpazos. Sonreí, me senté en el sofá del salón, esperé a que ella fuera a la cocina a servirse una copa y cuando eso ocurrió me lancé sobre la biblioteca del pasillo hasta hacerme con el libro que buscaba,
Domingos locos
, un ensayo de Aaron Latham sobre la vida de Scott Fitzgerald en Hollywood. Lo hojeé apresuradamente antes de que mi madre regresara y tuve tiempo suficiente para comprobar que estaba ahí, en efecto, el capítulo dedicado al rodaje de
Tres camaradas
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