Dijo esto y después lloró, prorrumpió en sollozos, abundantes, sonoros y emocionados más allá de todo control; tan fuera de control que acabó llorando en el pecho de un Vilnius desconcertado. En realidad lloraba, especuló Vilnius, por los días perdidos de su infancia, los días en los que él todavía era un ser auténtico, desprovisto de cualquier idea de engaño y hasta era capaz de ver el Juicio Final en las calles de su ciudad. Y lloraba porque, por difícil que fuera creerlo, quizás fuera verdad que había asistido a un espectáculo singular aquel día de mayo del 63, tal vez el único de todos los días de su vida en el que estuvo cerca de esa gran emoción que llega bajo el manto de una revelación.
De pronto, su padre dejó de sollozar en el pecho del desconcertado Vilnius y recompuso su figura. Si crees que lloro por la emoción de haber sido joven y auténtico, no puedes estar más equivocado, le dijo. Yo no creo nada, mintió Vilnius. Lloro en realidad, dijo su padre, porque un día tú dirás las últimas palabras sobre mí, tu juicio final sobre mi personalidad y mi paso por la vida será el que quedará para toda la eternidad. Vilnius sintió miedo al oír esto, no había pensado nunca que él podía tener la última palabra sobre su padre. No sabía qué decir, estaba medio paralizado por un cierto terror, mezclado con la angustia que su padre había sembrado en el ambiente.
Las últimas palabras las dirás tú, cabrón, dijo muy excitado su padre, y Vilnius lo vio tan fuera de sí que pensó que aquél iba a comenzar a perseguirle con un hacha y con instinto criminal por la calle y él, como si fuera el niño de
El resplandor
, la película de Kubrick, tendría que huir y en un momento determinado cancelar la traza de sus huellas en la nieve y regresar sobre sus propios pasos para desorientar a su perseguidor y así poder volver al hotel y pensar que su padre no le había visitado, no le había dicho nada, no había visto nunca ningún Juicio Final, no esperaba que su hijo le juzgara al final de sus días. Pero no, no había hacha, ni Lancastre mostró signos más alarmantes de furia. Y después de un largo silencio, sólo roto por los ridículos hipidos paternos, se fueron separando. Lancastre, recuperando ciertas formas, dijo que no pasaba nada, que le prometía que ya no seguiría bebiendo y que debía marcharse a toda prisa y que todo era horrible, sin especificar qué era lo más y lo menos horrible de todo. Vilnius quiso decirle algo, pero no supo bien qué era lo que quería decirle, pues se sentía demasiado superado por lo acontecido. Y su padre terminó marchándose. Se largó con pasos lentos, casi indecisos, como si precisamente caminara sobre la nieve. Y Vilnius intuyó que en cualquier momento la poderosa figura paterna, envuelta circunstancialmente en llanto, se giraría para volver a mirarle y decirle algo más, como así fue. Lancastre dio unos diez, quizás doce pasos, hasta que se volvió hacia su hijo y deshizo el camino recorrido y, acercándose en son de paz, le recomendó que huyera de lo auténtico, pues si algún placer había en el cine o en cualquier otro arte, ése no era otro que el placer de poder andar por ahí disfrazado.
—Interpretar un personaje —concluyó su padre—. Hacerte pasar por lo que no eres. Fingir. El irónico y taimado carnaval. La gran fiesta de la astucia y de la mascarada. Algún día lo comprenderás.
Vilnius, poco flexible en aquel instante, no varió absolutamente nada sus convicciones y fue bien seco en la respuesta:
—Prefiero el brillo de lo auténtico.
—Claro que sí, hijo. Que Dios te ampare.
Fue lo último que le dijo su padre. Después, Vilnius regresó a su hotel con la esperanza de tardar mucho en volver a ver a aquella fiera. De modo que si alguien en aquel momento le hubiera dicho que sólo unos pocos días después Lancastre, difunto ya y camino de ser ceniza eterna, se adosaría a él con la insistencia más tenaz del fantasma más obsesivo y tal vez con la idea de hacerle perder literalmente el juicio, no habría podido de ningún modo llegar a creérselo.
1
Días antes, Débora había hablado dormida para decir que aquella autenticidad de la que tan orgulloso se sentía Vilnius estaba ligada al llanto. Un misterio. Al salir a la avenida de Sarria después de ver en la Filmoteca
Tres camaradas
, de Franz Borzage, Vilnius le preguntó a Débora qué había querido decir ella aquel día con la frase sonámbula.
Ni idea, estaba dormida, contestó. ¿Ni idea? Vilnius se acordó entonces de la frase-motor con la que averiguaba cosas que a primera vista no estaba destinado a saber nunca y pensó que aquella frase podía servirle para saber si Débora estaba enamorada verdaderamente de él y de paso también servirle para descifrar las palabras sonámbulas que tanto le intrigaban, porque eran todo un misterio aquellas palabras que pretendían aunar autenticidad con llanto.
Sabiendo que ella no había oído hablar jamás antes de aquel «Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien», le preguntó si se había fijado en unas palabras que eran lo más típicamente fitzgeraldiano del film que acababan de ver. Había tantas que no podía decirle una, le contestó Débora. Yo te la diré, dijo Vilnius. y le soltó la frase-motor: «Cuando oscurece…»
Débora le miró con estupor y se arrimó a él con cara de inexpresividad total y simulando un desmayo. Ni le sonaba esa frase, no creía ni haberla oído en la película, le dijo volviendo a recuperar su posición vertical perdida. Pero, además, dijo Débora, no le parecía en modo alguno una buena frase, tenía todo el aspecto de haber sido escrita por un alma simple, por un corazón sencillo, por una mente de algarrobo más que por un escritor como Scott Fitzgerald. Ante semejantes palabras, Vilnius quedó inesperadamente atascado, había quizás confiado demasiado en los poderes investigadores de su frase. Sólo decirte, añadió Débora, que todo eso de que cuando oscurece siempre necesitamos a alguien no es más que la clásica majadería que diría un tipo, ¿cómo te diría yo?, grande, obeso, reluciente, con cara de huevo invertido, de risa jadeante y mirada bovina, añadió Débora.
Fueron a tomar algo al nuevo bar de tapas que habían inaugurado en la esquina de Buenos Aires con Urgel, frente a las oficinas centrales del partido de derechas más popular en España. Vilnius iba todo el rato con la cabeza baja, pensativo, confundido. Tenía tanto éxito el nuevo bar que no había sitio en la terraza y tuvieron que acomodarse en el cálido interior. El tiempo tempestuoso de los últimos días se había calmado, se anunciaban ya —luego se vio que no, que una vez más se habían equivocado los meteorólogos— grandes mejoras en el tiempo. Eres un chico inteligente, le dijo Débora a Vilnius, alguien capaz de leer deprisa cualquier texto por enrevesado que sea y tienes muy buena memoria y talento para las ideas, una al menos por día, pero a veces el gusto te falla, porque no encuentro otra explicación a que hayas podido creer que Scott Fitzgerald fue capaz de escribir algo tan sentimentaloide como esa frase del «cuando oscurece», siempre necesitamos no sé qué…
Vilnius se sentía confundido y avergonzado y decidió que intentaría recuperar su moral y remontar el mal momento o, mejor dicho, intentaría algo más que remontar esa situación, directamente se la jugaría. A cara o cruz. La cruz representaría quedarse sin su amor. Pero tenía que arriesgar. Viendo que la frase del guionista Harlem había mostrado su inesperado lado inútil, se lanzó a buscar por otro camino la verdad en torno a la cuestión, tan trascendental para él, de si Débora estaba o no realmente enamorada.
Se la jugó realmente porque decidió preguntarle algo que en otra ocasión y con otra mujer, con su antigua novia Mariona, le había ido tan mal que hasta había sido la causa directa de su separación, pues a ella le había irritado profundamente la pregunta y le había parecido la gota que colmaba el vaso de su paciencia. Aun así, sabiendo las consecuencias que podía traer la molesta pregunta, se atrevió a formulársela a Débora. Le dijo, con una vocecita inocente, si estaba enterada de que el gran teatro en el que vivimos no es otra cosa que un gigantesco programa ejecutándose en un ordenador sideral. ¿Cómo?, le preguntó ella. Que si sabía, siguió diciéndole imperturbable Vilnius, que en ese ordenador había programadas una serie de leyes básicas, incluyendo una gravedad cuántica que sostenía un vacío capaz de fluctuar en múltiples universos.
Dijo esto y se tapó la cara en previsión de lo que ella pudiera decirle, consciente de que toda su historia de amor con Débora pendía de un hilo, exactamente de lo que a continuación pudiera decirle ella.
Creo, dijo tranquilamente Débora, que me has hablado de ese programador teatral y de los múltiples universos para que no piense que eres tan tonto como los que dicen que necesitan a alguien cuando oscurece, ¿no es así? No exactamente, dijo Vilnius. Era curioso, pensó él, ver cómo le había cambiado a Débora la conversación y la había hecho viajar al espacio sideral y al mundo de un programador teatral y, sin embargo, permanecía latente ahí, ancestral, latía en el fondo mismo de lo que hablaban, el tema de la oscuridad y de la cuestión de necesitar o no a alguien cuando anochece.
La frase del guionista había sido bien volteada por ella, pero continuaba ahí, como si su motor, descubridor de otros mundos, no se hubiera detenido… Quizás no había que hacer nada, ni nombrarla, porque tal vez la frase era como una máquina y trabajaba sola. Pronto Vilnius comprobó que, en efecto, era lo mejor que podía hacer, permitir que la propia frase se abriera paso por su cuenta.
El que escribió esa memez sobre la caída de la tarde, dijo Débora, estaría sólo pensando que cuando oscurece todos necesitamos a alguien para que nos prepare un buen plato de
pudding
. Vilnius se contuvo, se reprimió fuertemente, y dejó que la frase de
Tres camaradas
siguiera en todo caso trabajando. Esta noche, continuó ella, no te extrañe que hable sola en sueños y diga que voy a prepararte un
pudding
. Siguió un silencio, hasta que Débora, con voz más suave que de costumbre, comenzó a contarle que lo primero que robó en su vida fue un pastel de manzana que había en la nevera de la casa de unos amigos de sus padres en Sa Rápita, la playa de Campos. La reprimenda de su madre era uno de los pocos recuerdos que tenía de ella, aunque era consciente de que su memoria había fabulado sobre lo ocurrido y había terminado por transformarlo todo. El teatro de la memoria, precisó. Y sonrió con tristeza para luego explicar que precisamente había vuelto a recordar aquel robo y aquella reprimenda la última vez que fue a Campos y, al pasar por la escuela municipal, junto a la puerta de la vieja aula de párvulos, se había quedado paralizada al oír voces infantiles cantando en el mismo lugar donde, veinte años antes, ella también había cantado la misma canción. En el gran teatro de la memoria, dijo Débora, las voces infantiles desafinadas sonaban bellas en la brisa.
Se detuvo después de la frase e inició un largo silencio. Después, recuperándose por momentos, reanudó su historia y contó cómo, al entrar en un aula de la vieja escuela, la misma en la que de niña había pasado cinco años de su vida, oyó que la misma maestra de entonces, con el mismo tono de voz de aquellos días, reñía a los niños de la misma forma de entonces y les decía las mismas palabras para evitar que, cuando sonara la campana, se lanzaran en gran estampida hacia el patio.
Débora, en aquel día de su regreso a Campos, con el recuerdo de fondo de sus padres muertos, quedó paralizada ante la vuelta imprevista del pasado, y una hora más tarde, al volver a alcanzar la calle y pasar por delante de su casa natal y oír una música que había sonado en el verano más lejano de su vida, observó conmovida cómo de pronto regresaba a su memoria la escena de una hora antes, la escena que había detenido el fluir de las cosas y le había hecho ver que el tiempo jamás se había ido de su lado, siempre había estado allí con ella, el tiempo no sabía lo que era el tiempo…
Y fue entonces cuando, al volver a oír a lo lejos las voces desafinadas y, habiéndose acumulado de golpe todas las emociones de la mañana, ya no pudo más y se derrumbó, cayó en un llanto convulsivo, imparable, hondo, el llanto de lo auténtico, el que nos recuerda, le dijo ella, cuál es la verdadera esencia del mundo, todo aquello que sólo registramos en su plenitud cuando recuperamos de forma imprevista, de golpe, lo más sagrado y emotivo de nuestra existencia, los primeros años de nuestra vida, lo único que a la larga acaba pareciéndonos verdaderamente nuestro, e intransferible.
2
No emito señales, no mando ya mensajes a mi hijo —imaginó Vilnius que pensaba su padre— porque me dedico a ser feliz gracias a pensar exclusivamente en mi propia felicidad, no salgo de ahí, de pensar en lo bien que estoy, dedicado a observar, escudriñar, acechar, espiar, envidiar. Juro que esto es la felicidad. Es una sensación inmejorable contemplarme a mí mismo y saber que soy ya invulnerable y que, además, puedo hacer lo que me venga en gana y si quiero seguir a la sombra del dios Hermes la puedo seguir, y si quiero pensar en Débora, en sus vestidos, en sus orgasmos, en sus ojos inyectados de azul, pienso en ella sin más problema y sin que mi hijo pueda llegar ni a intuirlo, por eso ya prefiero a Vilnius no mandarle ni señales, no quiero que padezca, ni que sepa que pienso en las sedas y en las lanas y en las bragas que acumula ella en su armario, por cuyo interior me paseo con libertad mientras me embriago en ceremonia de constante posesión de la que sigue siendo mi mujer, en triunfo sin fisuras de mi autoridad y de mi amor, juro que esto es la felicidad.
3
Los viajes discurren siempre por dentro de uno mismo, suele decir Eduardo Lago, un amigo. Se atraviesa el universo, dice, efectuando un recorrido en el que coinciden el punto de partida y el de llegada; cuando se cierra el anillo, uno ha cambiado de manera tan intensa que resulta difícil reconocerse, pero en el anciano Odiseo sigue vivo el adolescente.
Me acuerdo de esto y de la noche que comprendí que, por muy transversal y hasta superficial que fuera el tratamiento que pensara darle a las memorias del difunto Lancastre, éstas debían incluir una incursión en sus años de adolescencia. Porque un asunto era que desde el primer momento esas memorias abreviadas las hubiera concebido sesgadas —tal como me decían que las estaba escribiendo Lancastre cuando le sorprendió la muerte— y otra bien distinta que acabaran resultando demasiado transversales y al final el libro quedara incluso cojo. Y porque, además, era fácil intuir que unas páginas sobre aquellos años a los que alguna vez el propio Lancastre se había referido en términos de hastío escolar olvidado («el patio quedó abandonado como una eternidad cuadrangular») podían ser una nada desdeñable aproximación a los días en que el autobiografiado aún no tenía tantos rostros ni había publicado libros tan distintos entre ellos y quizás era alguien triste y maravillosamente
único
.