Mi idea era concentrarme en ese 24 de mayo en el que Lancastre iba andando de casa al colegio, imaginando que en realidad andaba por una calle de casas no numeradas que llamaban Little Big Horn. Iba metido literalmente dentro de una película, de un western sin cheyennes, por lo que el muchacho caminaba sin relación alguna con cualquier idea de terror; iba tan tranquilo por el habitual camino que iba de su casa al colegio, pero de pronto, al doblar una esquina, en medio de la luz opaca de aquel día, se encontraba con una reunión sigilosa de gente frente al colegio de sordomudos, el colegio siempre cerrado (como si no lo habitara nadie), cercano al cruce con la calle Mallorca. Durante muchos años después de la guerra, había sido un colegio de sordomudos, pero parecía siempre deshabitado, o al menos eso le parecía al jovencísimo Lancastre, que solía andar por allí cuatro veces al día; pasaba continuamente por delante de aquella fachada de estuco blanco esgrafiada con motivos florales y molduras y piedra labrada en todas las oberturas. Un sitio con misterio que pasó a ser en verdad enigmático el día en que Lancastre vio delante del edificio a un grupo que parecía moverse muy despacio y dando muestras de un cierto pánico contenido, terror producido seguramente por el dilema de no saber qué hacer en los siguientes minutos, ya que parecían haber quedado atrapados en una escena irreal, en la que había de todo, risas y lágrimas.
Lo que jamás olvidó de todo aquello el joven Lancastre fue la sensación de luz extraordinaria. Permaneció inmóvil, temiendo interrumpir con un solo movimiento lo que se estaba forjando en su mente y que no acababa de comprender (sin que eso importara demasiado), aferrándose en cualquier caso felizmente a esa imagen de grupo vacilante, alegre y triste a la vez. Toda la luz oscura del día se había por completo ausentado y la iluminación ahora era de vivas tonalidades, aunque parecía que todo el mundo se comportara como si esos colores tan intensos no existieran y permanecieran los tonos nebulosos de antes… No supo nunca cuánto tiempo duró la confusión, el tumulto de hombres y mujeres, la reunión angustiosa de gente que estaba tan cerca la una de la otra que el aliento del miedo común, unido a la frialdad general, terminaba por hacer que los rostros se estremecieran. Se veían puertas que parecían abrirse directamente al infierno, o a una imitación del mismo. No supo nunca cuánto duró todo aquello, y sólo recordaba que en un momento determinado percibió que estaba al mismo tiempo en dos noches idénticas, dos lunas que parecían compartir la posesión de todos los crepúsculos ya vividos o por vivir. A pesar del descubrimiento, sintiéndose un chino que se dirigía hacia su casa, siguió caminando bajo las dos lunas.
Puede sonar extraño que se sintiera como un chino, pero para mí no lo es. En esto siempre he pensado igual que Lancastre. Creo que no es cierto que los hombres queramos, como Ulises, regresar a nuestro hogar. No todos estamos tan locos para querer algo así. En una carta maravillosa, Franz Kafka dijo acerca de su estado de ánimo en el momento de escribir esa misiva (de amor, la envió a Felice Bauer): «Me siento como un chino que va a casa.» No dijo que volviera a su casa, sino que iba. Es una frase que me recuerda a Bob Dylan al comienzo de
No Direction Home
: «Salí para encontrar el hogar que había dejado hacía tiempo, y no podía recordar exactamente en dónde estaba, pero se hallaba en el camino. Y al encontrar lo que me encontré en el camino todo era tal como lo había imaginado. En realidad, no tenía ninguna ambición, no creo que tuviera ambición para nada. Nací muy lejos de donde se supone que debo estar, y por lo tanto voy de camino a mi hogar.»
Creo que Kafka, de no ser por un pequeño problema cronológico, podría haber escrito: «Me siento como un Bob Dylan que va a casa.»
Yo nunca trato de regresar, sino que intento encontrar una casa en el camino.
A veces pienso en la cantidad de veces que Dylan se habrá sentido como un Kafka que va a su casa.
14
Andaba dando vueltas a este asunto del Juicio Final, puro teatro de la memoria, y también pensando en otro capítulo que abarcaría la cuestión de la ambigüedad política de Lancastre, un autor del que siempre los progresistas creyeron que era uno de los suyos cuando en realidad huía de todo lo que, bajo apariencias de cualquier tipo, oliera a fe, patria, religión, convicciones políticas, ideas inamovibles, grandes certezas…
Andaba dando vueltas a estos dos capítulos, pero en mi mente aún cabía otro más: un conjunto de páginas que pensaba dedicar a su adicción al alcohol, a su afición etílica vista como la forma en que él se rebelaba contra su familia (que le oprimía) y la tradición literaria contra la que quería luchar; mi idea era exponer que si a Lancastre se le quitaba el factor alcohol no era posible explicarle como autor, pues sin ese factor no era nada, quedaba reducido a una persona sin interés, gris y única, una persona muy alejada del escritor al que el alcohol le hizo construir todo un mundo complejo y le ayudó por supuesto a fragmentarse en diversas personalidades muy distintas entre ellas, en diferentes heterónimos, y le ayudó también a multiplicarse en mundos paralelos y a tener las más diversas miradas… Pero es que, además, aún tenía yo pensado otro capítulo, éste dedicado a la metáfora matriz de Lancastre: nuestro mundo real, racional y cotidiano carece de la menor base real y racional. Era yo pues receptor continuo de capítulos, todos todavía por escribir. Andaba ocioso pero dando vueltas sin cesar a todos esos capítulos, un día por la tarde, cuando de pronto, como si mi destino tuviera un oscuro mecanismo teatral interno, apareció mi mujer con una carta que acababa de llegarme de Italia.
Me acordé en ese preciso instante de alguien que decía que el pasado siempre regresa y sólo precisa de una coartada, un signo, algún detalle que le sirva de pretexto para reinstalarse en el presente. El caso es que yo estaba en la terraza y ella llevaba una carta en la mano y la escena me recordó como una gota de agua a una anteriormente vivida. Muy poco después, como si fuera necesario confirmarme que, como decía mi amigo Lago, a veces atravesamos el universo efectuando un recorrido en el que coinciden el punto de partida y el de llegada, me pareció observar que el nudo que había servido para anudar la historia teatral en la que me sentía misteriosamente inmerso no sólo no era uno de esos falsos nudos que se deshacen al tirar por uno de sus cabos, sino al contrario, era un nudo que tendía a cerrarse todavía más. Y es que mi mujer entró en la terraza con pompa nada habitual en ella y ensayó una reverencia teatral antes de anunciarme que, a tenor de lo que decía la carta, alguien me consideraba un gran impostor.
Algún círculo, en el cielo o en el averno, debió de cerrarse en ese momento. Y lo cierto es que yo pensé en primer lugar: si supieras, querida, que mi meta es convertirme pronto en un mudo radical. Después, me ocupé de lo que me exponían en la carta. En esta ocasión, en lugar de proponerme acudir a un congreso sobre el fracaso, me invitaban a uno sobre la impostura. En el pueblito de Meina, en el Piemonte, junto al Lago Maggiore. Sonreí. Si decidía ir a Meina, pensé, leería allí un adelanto de las memorias abreviadas de Juan Lancastre, el fragmento
Teatro de la memoria
, dedicado al episodio del Juicio Final, recuerdos inventados en estado puro. Y mientras me decía que, con destino al congreso de Meina, seguramente no tardaría mucho en escribir ese fragmento que iría en la parte final de la autobiografía y que consistiría en una incursión en el mundo de los primeros años de Lancastre, en una aproximación a sus relaciones en esos días con el mundo de lo verdaderamente verdadero, llegó la noticia de que Laura Verás acababa de anunciar que no era verdad que había destruido la autobiografía de Juan Lancastre.
Mi mujer, pidiéndome calma, tuvo que repetírmelo dos veces. Fui a abrir el ordenador inmediatamente para confirmar allí la noticia. En rueda de prensa, en compañía de los editores que acababan de comprar los derechos, Laura Verás acababa de anunciar que no había calcinado para nada el manuscrito original y que por tanto deseaba desmentir, de una vez por todas, la versión oficiosa de su malintencionado hijo, el más que inútil Little Dylan.
Aquel mismo día, el pobre Vilnius, que no se atrevía a regresar al gran santuario del Mal que era la casa de su madre, decidió llamarla al móvil para ver si averiguaba por qué le había mentido y por qué, además, públicamente, le calificaba de aquella forma tan atroz y perjudicial. Llamarle inútil delante de todo el mundo, le dijo el pobre Vilnius, era una inmoralidad más de las suyas. Pero la llamada sólo le sirvió para vivir en primera persona la experiencia inconfundible del más puro
irás y no volverás
, porque su madre le cambió de conversación enseguida y le preguntó si tenía las fotografías de los ataúdes. No sé de qué me hablas, dijo Vilnius cayendo en la trampa. Sí, dijo ella, fueron hechas con una cámara de objetivo rápido. Pero es que no sé de qué ataúdes me estás hablando, dijo él. Ataúdes para el coro y también para el que talla esos ataúdes, dijo ella. ¿Y quién los talla?, preguntó Vilnius. Pero su madre ya no estaba al otro lado del teléfono.
15
¿La vida es la farsa que todos debemos representar?
Preguntas así me tuvieron ocupado en los días siguientes. Volví a prestarle más atención al horóscopo. Y me desentendí del proyecto de autobiografía apócrifa. Después de todo, la idea de ese libro había surgido sólo para suplir una ausencia y muy especialmente como venganza contra Laura Verás por la quema del original. Pero reaparecido éste, tenía poco sentido, por muy bien hecha que estuviera, presentar una variante apócrifa del original. Sin embargo, cuando me llamó Débora para que nos viéramos y discutiéramos sobre el futuro de mis memorias inventadas (entendí con cierto asombro que para ella nada había cambiado y veía mi libro todavía en marcha) no le dije que había ya renunciado al proyecto, y menos aún que las circunstancias me habían empujado a volverme mudo y ágrafo antes de lo que había previsto. Nada le dije, pues tenía muchas ganas de verla. A veces, las cosas son así. Uno retrasa todo, hasta la decisión más importante de su vida, uno aplaza hasta esa decisión sólo por volver a ver los ojos azules de una pobre Oblomov enferma.
Quedamos en el Farfalina, el pequeño bar junto al no menos pequeño Tempus Fugit, y allí, a lo largo de una sesión que alcanzó hasta la hora del crepúsculo, me fue contando lo que había en ese original y yo, durante largo tiempo,
escuché
lo que decía el manuscrito calcinado. Remarcó varias veces que el libro estaba dedicado a ella y caí en la cuenta de todo: Débora sabía que sólo en mi variante apócrifa del original podía aparecer esa dedicatoria y por eso deseaba que el proyecto continuara adelante.
Escuché todo con atención, incluida la narración de cómo Lancastre se había enamorado de Laura Verás. Éste, sin duda, era el episodio más memorable y tal vez el más ridículo del original en poder de la viuda. El episodio alcanzaba cotas increíbles de sublime tontería cuando describía que, debajo del ala de un sombrero emplumado, surgían unos ojos grandes, verdes y aterciopelados como pensamientos, sosteniéndole la mirada por momentos sin expresión y luego apartándola con una dureza que le fascinó hasta el extremo de llevarla al altar.
Cuando llegó Vilnius al Farfalina, estaba acabando ya por mi parte la atenta
escucha
del manuscrito. Saludó con su conciencia cada día más sólida de conjurado, de activo miembro de una conspiración tan secreta que llevaba incorporado ya la sombra del dios Hermes entre sus miembros. Cara de inexpresividad total y dos toques rápidos de mentón para luego quedarse totalmente desequilibrado, encogerse de hombros y a continuación echarse encima de mí y simular que se desmayaba, volviendo poco después a recuperar la posición vertical perdida. Me asaltó una angustia grandiosa en ese momento, no relacionada para nada con el saludo. ¿Qué hacíamos allí? Nadie de nosotros quería pensar en ello, pero en realidad seguíamos como siempre avanzando hacia la muerte, a través del aire fresco del crepúsculo.
Me di cuenta de que si había alguien en el mundo especialmente propenso a dejarse afectar por la frase del guionista Harlem, aquella en la que habla de que cuando oscurece siempre necesitamos a alguien, esa persona era yo, siempre muy sensible al atardecer y a la llegada de la oscuridad.
Me hubiera gustado avisarles de aquello que era tan terrible y tan obvio, el avance hacia la muerte de todos (así han terminado siempre todas las historias que en el mundo ha habido), pero la angustia que me dominaba y la necesidad de hablar inmediatamente de algo para disimular mi turbación me llevó a una acción imprevista, a confesarles que no tenía intención ya de escribir aquellas memorias alternativas de Lancastre. El aire es frío, dejó caer Vilnius como único comentario. Se le veía molesto, sobre todo decepcionado. En cuanto a Débora, fingió un desplome con tanto arte que por momentos pareció auténtico y creímos que teníamos que reanimarla.
Callé, pero tuve la impresión de que Débora, aun siendo muy joven todavía, sabía avanzar como nadie hacia la muerte a través del aire fresco del crepúsculo. Aquel desplome fue para mí memorable, como si la hubieran envenenado en Elsinor. Logró que temiera incluso por su vida, temí que alguien —el guionista sonado de mi vida real, por ejemplo— la confundiera con Ofelia, personaje de
Hamlet
que también moría. Luego pensé que me había pasado cien mil millas al imaginar aquello. Quizás por ello, por la noche tuve un sueño en el que pedía explicaciones al guionista de mi vida real. Le pedía toda clase de explicaciones por el absurdo suicidio de Max. El guionista se llamaba Harlem y yo le decía que no sabía de qué me sonaba su nombre.
—Yo lo veo así, es obra del Altísimo —decía Harlem.
Y con la mirada perdida hacia arriba, añadía:
—Obra de Dios. Su voluntad.
16
¿Fue también voluntad de Dios lo que unas noches después le ocurrió a Laura Verás? En Barcelona todavía se hablaba del enigmático suicidio de Max cuando su amante, Laura Verás, que había derramado pocas lágrimas en su entierro, salió a cenar con los editores de la autobiografía de Lancastre. La versión de los hechos por parte de éstos se iniciaba en lo alto de la calle Urgell, cuando ella, al disponerse a entrar en el Shibui, conocido restaurante japonés, fue interceptada en la calle por una mujer con aspecto de vagabunda, que se le acercó y la saludó. Ella recordaba vagamente su nombre: Ariadna. La mujer le preguntó por qué había llegado tan tarde a la cita. No recordaba que tenía una cita, dijo Laura con una sonrisa irónica. Entonces, ¿por qué has acudido a ella?, preguntó Ariadna, y le pidió que recordara que, cuando eran colegas en «aquella agencia literaria», logró que a ella la echaran del trabajo. Laura negó que eso hubiera sucedido, pero Ariadna le dijo que daba igual si no lo recordaba, el hecho era que tenía que dormir en la calle desde aquel día y que, al ser la culpable de todas las desgracias que después le sobrevinieron, debía echarle una mano, como mínimo dejarla dormir aquel día en su casa. Avisaré a la policía si no te largas inmediatamente, dijo Laura y, apartándola de un manotazo, entró decidida en el Shibui, aunque a lo largo de los siguientes minutos, mientras miraban el menú y pedían la comida, se mostró turbada por el incidente, por las últimas palabras de Ariadna, que le había dicho repetidas veces que ella era la culpable. Se la veía alterada por el incidente extraño. Más raro iba a ser el suceso que seguiría, demostración escalofriante de la fragilidad humana. En el primer plato, una hoja de lechuga bloqueó por completo la tráquea de Laura y, a pesar de los esfuerzos de los editores y del tembloroso personal japonés, ella se quedó completamente lila y murió asfixiada de la forma más estúpida y rápida del mundo.