8
Débora, yo mismo, Vilnius, su padre y la sombra inescrutable. El quinteto mortal nos llamó un día Débora y no quiso explicar por qué y eso me obligó a dar demasiadas vueltas al asunto. ¿Nos veía a todos muertos al final de la obra? Sólo una vez me contestó y su respuesta clarificó las cosas. Somos como Míster Gusano, dijo. Reí educadamente, y cuando acabé de aplaudirle la frase, le pedí que ampliara su respuesta y entonces citó a
Hamlet
. Estamos sin mandíbulas, dijo, y con la crisma sacudida por el sepulturero, ¿tan difícil de ver es esto?
9
Uno siempre desea mejorar escribiendo, imaginé que me decía Lancastre. Era por la mañana, y yo estaba en ese momento lavándome la cara, y me sorprendió que mi imaginación le diera la palabra a Lancastre de aquella forma tan abrupta y, además, a una hora tan temprana. Eran las siete de la mañana y desde la cocina mi mujer me estaba comunicando que ya estaba preparado el desayuno. Las dos voces, la de ella y la de Lancastre se mezclaron en mi cerebro, justo en el momento en que, en plena ceremonia, siempre peligrosa de contemplar mi rostro en el espejo, reparaba en mis húmedos párpados inferiores inflamados y colgando flácidos de los globos oculares. Me dije, una vez más, que no hay nada en el rostro humano que resista una prolongada observación. Y decidí dejar de observarme. Todas las mañanas resolvía lo mismo, pero esta vez iba en serio, me dije. Fui a la cocina, besé a mi mujer. ¿Qué me cuentas?, le pregunté así a bocajarro. Ella estaba también algo dormida todavía. Nada, me dijo, sigo observando a los vecinos de al lado y ya empiezo a conocer sus costumbres y la vida que llevan y, aunque sean estudiantes, creo que no hay que temer que organicen grandes saraos, llevan realmente una vida monacal.
También mi mujer, pensé, se dedicaba al espionaje o estudio de las gentes del barrio. En este sentido, llevábamos vidas paralelas. Tomé más cafés de la cuenta y luego fui a la habitación a vestirme. Uno siempre desea mejorar escribiendo, imaginé que me decía Lancastre, esas ganas de mejorar aparecen cuando ya empiezas a estar viejo, ¿sabes? Entonces entiendes que las cosas que haces deberían ir volviéndose más rigurosas. Siempre he tratado de mejorar progresando. Pero es inevitable, los temas son siempre los mismos, claro está, y aún más claro está todo cuando el escritor es un neurótico, como yo. Cada uno sólo tiene sus propios temas, y se mueve dentro de ellos, y en el fondo es lo mejor que puede hacer, volverse monótono. No sé quién decía que los grandes escritores son estupendamente monótonos. Ahora, eso sí, siempre se piensa en cómo hacer para ser otro, para convertirse de la noche a la mañana en un escritor distinto del que has sido siempre y evitar que los jóvenes digan que no sales nunca de los mismos temas. Uno piensa en retirarse a un convento y hacerse monje, o dedicarse a ser camionero y hacer vida de tal, o bien en cursar tardíamente la carrera de ingeniero aeronáutico y cambiar las inquietudes filosóficas por las científicas… Pero tratar de ser monje, camionero, ingeniero aeronáutico, es un error, porque uno no pertenece a esa clase de gente en el fondo más sencilla y porque, cuando uno es como yo soy, no es capaz de relacionarse demasiado con camioneros o ingenieros, y tampoco con mineros, banqueros, críticos desbocados, maquinistas de tren, exploradores famosos…
En qué piensas, me preguntó mi mujer. Bueno, reaccioné muy rápido, pienso en que hay escritores que se preocupan por cambiar de temas y no repetirse y se atormentan con eso y hasta para cambiar están dispuestos a convertirse en camioneros cuando en realidad es todo más sencillo, basta ver mi caso: me ha sido suficiente con cambiar de barrio para encontrar otros temas.
10
Nevó sorprendentemente sobre Barcelona y todo quedó colapsado, pero no quise perderme el estreno en el Tívoli de
Un tranvía llamado deseo
, de Tennessee Williams, dirigida por Mario Gas. Hacía treinta años que no iba al teatro, aunque al teatro en sí no lo había olvidado precisamente.
Nevaba tanto que no hubo modo de encontrar taxi y acabé compartiendo uno con un desconocido que dijo ser poeta y al que dejé en el viejo Perturbado, aquel bar de mi juventud, para luego continuar el trayecto hasta el Tívoli. Durante el breve viaje, el poeta no paró de hablar. Sin haberse ni tan siquiera presentado, empezó diciéndome que en el mundo todo iba mal y que iría aún mucho peor en las siguientes semanas, meses y años. Todo fatal, apostilló. Y después no paró de pedirme opiniones. Qué pensaba sobre esto y aquello, sobre la reciente reconstrucción del
big bang
original en Ginebra, sobre el gran retraso cultural español, sobre la infinita estirpe de los necios y finalmente sobre el alquiler de tumbas por un mes.
Frenó de pronto unos segundos la intensidad de sus preguntas, pero sólo para poder regresar con más fuerza y decirme que el arte tenía algo que ver con lograr la quietud en medio del caos. La quietud intrínseca a la plegaria y también alojo de la tempestad, concluyó rotundo. Y luego se quedó ya completamente callado. Fue un momento poético digno de aplauso de teatro lleno porque consiguió que me concentrara y pensara en el ojo mismo de aquella tempestad de nieve que asolaba Barcelona. Pero también es cierto que sólo conocí la verdadera quietud cuando por fin él se bajó del taxi.
Había ya recuperado la calma cuando el taxista me preguntó si me había dado cuenta de lo bien que hablaba el joven. Me pareció una escena ya vivida, pero no sabía dónde ni cuándo. A mí también me gusta preguntar, dijo el taxista. Y quiso saber si no pensaba que raramente tratamos con personas razonables, y después no sé cuantas otras cosas más quiso saber, y muy pronto se fue haciendo palpable que se le había adherido el tono del poeta desconocido.
Está naciendo un sentido, pensé, y quién sabe, tal vez el primer sentido también surgió así: alguien, en la noche de los tiempos, se contagió del tono narrativo de otra persona y en medio del caos nació un sentido, tal como lo he visto hoy nacer también aquí en este taxi…
A la altura de la calle Aragón, descubrí por qué aquella escena de contagio me parecía vivida anteriormente. Un día de hacía ya años, un escritor mexicano me había contado en Barcelona un viaje de noche en taxi con un escritor colombiano por la ciudad de México. En esa ciudad el más corto trayecto puede durar una hora, y ese día, acompañando al colombiano a su casa, el viaje para el escritor mexicano se fue haciendo interminable mientras su amigo, tocado por el excesivo alcohol, trataba de contarle cómo era la novela en la que trabajaba y con la que rompería su silencio literario de tantos años. A medida que la contaba, la futura novela colombiana se iba volviendo cada vez más y más extraña y caótica y hasta cambiaba de argumento y mudaba de piel y de estilo.
Tras hora y media de viaje y de novela enredada, el escritor mexicano dejó finalmente en la puerta de su casa al colombiano. Creyó que llegaba a partir de entonces la paz. Pero al volver al taxi y cuando más convencido estaba de haberse merecido el reposo de un regreso tranquilo, se encontró con la voz del taxista que le decía que aquel extranjero que habían dejado en su casa contaba las historias maravillosamente bien. Lo más alarmante fue constatar que el tono de voz del taxista, en su sentido incluso caótico, era un calco del tono de voz del escritor colombiano. El conductor había quedado tocado por el encanto de un relato adhesivo.
Era verdad, pensé al llegar al Tívoli, que existía la modalidad de los relatos adhesivos. El taxista mexicano y el barcelonés eran buena prueba de esto, por no hablar de Vilnius, verdadero experto en mentes adosadas.
11
La representación de
Un tranvía llamado deseo
constaba de dos actos, uno de hora y media, y otro de cuarenta minutos. En el entreacto de un estricto y escaso cuarto de hora —recordaba que en mis tiempos, cuando iba al teatro, los intervalos duraban mucho más—, me pareció distinguir entre el numeroso público a Laura Verás, acompañada de una amiga. Me acerqué para asegurarme de que no me equivocaba y, al confirmar que era ella, decidí que no debía permanecer indiferente ante tan casual encuentro y, sin pensarlo dos veces, fui a saludarla dando por hecho, como así fue, que me conocía de las noches de Bikini y del Perturbado y también me conocía como escritor.
Contando con esto y actuando con naturalidad, como si no supiera nada de sus más recientes fechorías, le dije que quería darle el pésame por su marido. Mientras le decía esto, no podía apartar de mi cabeza el dicho «Laura Verás, irás y no volverás» y temía que la palabra «pésame» rebotara en mí con tal fuerza que terminara por estrellarme contra el suelo.
Pero Laura Verás reaccionó con naturalidad y como si no hubiera roto nunca un plato, y se mostró simpática conmigo y acogedora y hasta alabó lo que yo había escrito a lo largo de mi vida, aunque se notaba a la legua que nada había leído de todo aquello que elogiaba con tan refinados tópicos.
Le di las gracias, también yo muy educado, y de repente, todo cambió. Le comentó algo a su amiga y ésta le respondió algo también al oído, y poco después pasaba a mostrarse desagradable en sumo grado, lo que observé que la mejoraba físicamente de una forma asombrosa —tal vez era el secreto de su encanto, necesitaba volverse inmunda— y la fue convirtiendo en una mujer que a cada segundo ganaba en belleza y parecía que no alcanzaría un límite para tanto esplendor repentino, tampoco para tanto ladrido en la voz.
Lo que vino a decirme con muy malas palabras fue que no se le escapaba que me había acercado a ella con el propósito de pedirle algo. No era en modo alguno así, pero eso facilitó todo. En efecto, me animé a decirle, vine aquí para pedirle que me permitiera averiguar si es verdad que su marido trabajaba en unas memorias cuando le alcanzó la muerte. Ya estaba dicho aquello y me quedé bien desahogado, a la espera de lo que ella pudiera aportar a aquella escena de entreacto. Sí, pero esas memorias eran pésimas y las destruí nada más terminar de leerlas, contestó rápida e imperturbable. Entonces, armándome aún más de valor, dije que había oído decir que una muchacha tenía una copia de las mismas y pensaba publicar pronto esas memorias incompletas. Laura Verás, con sus ojos verdes perfectos, me atravesó con la mirada y luego estalló en una carcajada descomunal. Tan atronadora fue su risotada que he llegado a pensar que tenía potencia más que sobrada para derribar por sí sola cualquier gran decorado del caserón de los Monster.
¿No sabía usted que una muchacha tiene una copia de las memorias y piensa publicarlas pronto?, acerté a preguntarle, y me sorprendió haber sabido reaccionar con tanta astucia y calma. Pero algo iba a sorprenderme todavía más y fue el modo de responderme de ella, su manera de contestar cuando aún estaba todo el mundo mirándonos. Asintió a lo que le había preguntado con un enérgico y repentino, muy retumbante
sí-sí-sí-sí-sí
. Nunca había oído algo tan sonoro en un entreacto. La tan temible Laura Verás, tal como había detectado su hijo, tenía un componente muy cómico en su monstruosidad de astracán. Después, la calma. La gente prefirió mirar a otro lado y volvieron a sus conversaciones.
Creo recordar que fuimos novios tú y yo, susurró entonces ella tuteándome de pronto. No lo recuerdo, dije de inmediato, tratando de que no creyera que me había sorprendido. Sin embargo, estoy segura de que lo fuimos y una noche hicimos un trío con la hija del doctor Garrul. Ni idea, dije. Es mi recuerdo contra el tuyo, dijo. En efecto, pero ni siquiera sé quién es el doctor Garrul. Pues su hija se acuerda mucho de ti, dijo. Te confundes o, mejor dicho, creo que usted se ha enredado en algo que no pasó. Seguro, dijo, que te acordarás de todo cuando veas cómo a esa muchacha con copia de las memorias le cae encima todo el peso de mi ley. ¿No podría volver a su risotada espantosa? Purifica el ambiente, le dije. Jamás repito nada en los teatros, respondió.
12
A la mañana siguiente, en un hecho para mí relacionado con mi encuentro con Laura la noche anterior, telefonearon al Littré de muy buena mañana, y Shekhar no preguntó quién era y pasó directamente la llamada a la habitación que le requerían. Al descolgar, Vilnius se encontró con una voz femenina de tono grave que preguntaba por Débora. Ahora se pone, dijo él muy dormido, con un teatrillo de viento en su cerebro. Diga, dijo Débora, dormida también. Ya es la hora embrujada de la noche en que se abren los sepulcros y el infierno, dijo la voz grave y colgó. Y la pareja siguió durmiendo, creyendo, según coincidieron en decir los dos después, que había sido un sueño.
Por la noche, apareció muerto Claudio Arístides Maxwell en su ático de la calle Bailén. Un suicidio un tanto incomprensible. ¿Cómo explicarse que Claudio Arístides Maxwell, sin que se le conocieran problemas graves —más allá de su grosería innata, crueldad y estupidez—, se hubiera tragado en una sola noche más píldoras que la frágil Marilyn Monroe en toda su vida? Lo más absurdo de todo se hallaba sin duda en el papel que dejó en la mesita de noche: «Voy a morir como un rey».
Era un mensaje absurdo y creo que todo el mundo lo entendió de esa manera, menos Vilnius, Débora y yo, que lo leímos en clave
Hamlet
. Pero leerlo de aquel modo obligaba a pensar que Max había pagado con la muerte el asesinato de Lancastre, lo que no era precisamente algo muy demostrable.
En los siguientes días, cada vez que me quedaba solo pensaba en Claudio Arístides Maxwell. Me gustara o no, se trataba de alguien a quien no había conocido personalmente, pero que formaba parte de la etapa más reciente de la historia de mi vida. ¿A qué venía ahora que unas píldoras lo arrojaran fuera de ella? ¿Qué era eso de dejarme a Max convertido de pronto en un fiambre? ¿Quién parecía estar escribiendo, como si estuviera ebrio, la historia de mi vida real? Al pensar en todas estas minucias que no lo eran tanto como a primera vista podía parecer, uno terminaba por percibir, con cierto terror, que tal vez ese guionista de mi vida real, por los motivos que fuera, se había quedado lelo, sonado de repente, y sin la base mínima de disciplina que cualquier novelista, por mediocre que sea, sabe que se le va a exigir.
13
Dos días después, en la terraza de mi casa de la calle Casanova junto al pasaje Pellicer, decidía yo que, hacia el final de las memorias abreviadas de Lancastre, le haría comentar al finado su diario de adolescente, aunque el diario que él glosaría sería en realidad el mío, aquella «agenda americana» que abarcaba cuatro meses y tres días de mi vida en 1963. Para el texto contaba ya con el título,
Teatro de la memoria
, y ya sólo faltaba —como pasaba con todos los demás capítulos que iba imaginando— escribirlo.