Read Al Filo de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
No hubo fingimiento ni astuto engaño en su miedo. Trastabilló hacia delante y puso una mano sobre su caballo para no perder el equilibrio, y también para impedir que el animal espantado saliese de estampida.
—Dame. El. Caballo —dijo Kylar.
De modo que Ariel hizo lo único que podía. Blandió una brizna de magia y mató al caballo. «Y van dos animales inocentes a los que mato por Vi.»
Kylar se escondió en el bosque saltando una distancia inhumana en cuanto Ariel llamó a su magia. Mientras el caballo se derrumbaba en el suelo, la maga dejó que se disipara la magia y levantó las manos.
Ni siquiera lo vio moverse, pero un segundo más tarde Kylar estaba delante de ella, con la punta de su cuchillo a unos centímetros del ojo. ¡Por la Luz! ¿Y había creído que disfrutaba con aquello? Apostar con los futuros adquiría otro aspecto cuando el de una estaba sobre la mesa.
—¿Por qué proteger a una asesina? —preguntó aquel demonio de facetas lisas y negras.
—Intento redimir a Vi. No dejaré que la mates hasta que lo haya probado.
—No se merece una segunda oportunidad.
—¿Y quién eres tú para decir eso, inmortal? Tú tienes tantas segundas oportunidades como te plazca.
—No es lo mismo —replicó Kylar.
—Solo te pido que salves a Logan primero. Si no aceptas mi ayuda, tendrás suerte si llegas a Cenaria esta semana.
La máscara furiosa desapareció bajo su piel, pero aún parecía enfadado.
—¿Qué tengo que hacer?
Ariel sonrió, confiando en que Kylar no viera el temblor de sus rodillas.
—Agárrate los pantalones —dijo.
Kaldrosa Wyn se aplicó los últimos toques de kohl alrededor de los ojos y se miró largo y tendido en el espejo. «Puedo hacerlo. Por Tomman.»
No podría explicar por qué, pero esa noche quería estar perfecta. Quizá el único motivo fuera que esa noche sería la última para ella. Su última noche prostituyéndose o su última noche y punto.
El vestido era pura fantasía, por supuesto. Una mujer sethí jamás llevaría algo parecido en cubierta pero, para esa noche, resultaba perfecto. Los pantalones eran tan ajustados que ni siquiera había conseguido ponérselos hasta que Daydra le había informado entre risas de que no podía llevar ropa interior debajo. («¡Pero si se transparenta todo!» «Ajá, ¿y el problema es...?» «Oh.») Por algún motivo, dejaban a la vista no solo sus tobillos sino hasta sus pantorrillas (¡escandaloso!), mientras que la blusa era igual de ceñida y transparente, con unas puñetas de encaje en las mangas (¡ridículo!) y un escote en forma de uve que le llegaba hasta el ombligo. Los botones de la camisa sugerían que podía cerrarse, pero aunque Kaldrosa hubiese podido estirar la minúscula pieza de tela hasta cubrir su torso delgado (y lo había intentado), no había ojales.
Mama K se había mostrado muy satisfecha con el trabajo del maestro Piccun. Insistía en que ir ligeras de ropa era más seductor que ir desnudas. Esa noche, a Kaldrosa no le importaba. Si tenía que correr, sería más difícil agarrarla con eso puesto que con una falda.
Entró en el vestíbulo y las demás chicas no tardaron en salir de sus habitaciones. Esa noche trabajaban todas menos Bev, que estaba demasiado asustada. Bev había fingido estar enferma y se quedaría en su habitación toda la noche. Kaldrosa casi sucumbió al pánico al verlas. Todas estaban fantásticas. Todas y cada una habían dedicado más tiempo del habitual a su maquillaje, su pelo y su ropa. Por la lanza de Porus. Los khalidoranos se darían cuenta. Tenían que darse cuenta.
Su compañera de habitaciones, Daydra, que la había salvado más de una vez llamando a los porteros cuando oía a Kaldrosa gritar su palabra en clave, le sonrió.
—Casi nada, ¿eh? —dijo Daydra. Parecía una mujer nueva. Aunque apenas pasaba de los diecisiete, ya era una prostituta de éxito antes de la invasión, y esa noche no era la primera vez que Kaldrosa veía el porqué. Estaba radiante. No le importaba morir.
—¿Preparada? —preguntó Kaldrosa, consciente de que era una pregunta estúpida. Iban a abrir su planta a los clientes en apenas unos minutos.
—Tan preparada que se lo he contado a todas mis amigas de los demás burdeles.
Kaldrosa se inquietó.
—¿Estás loca? ¡Harás que nos maten a todas!
—¿No te has enterado? —preguntó Daydra en voz baja, con expresión sombría.
—¿De qué?
—Los paliduchos han matado a Jarl.
Kaldrosa se quedó sin aliento, como si le hubiesen pegado un golpe. Si se había aferrado a una mínima esperanza para el futuro, había sido por Jarl. Jarl y su cara radiante, su discurso sobre echar a los khalidoranos y pasarse a la legalidad, sobre la construcción de cien puentes sobre el Plith y la eliminación de todas las leyes que ataban al lado oeste de la ciudad a los nacidos en las Madrigueras, los hijos de esclavos, los antiguos siervos y los pobres. Jarl había hablado de un nuevo orden que, oyéndole, sonaba posible. Kaldrosa se había sentido poderosa como nunca se había sentido. Esperanzada.
¿Y ahora Jarl estaba muerto?
—No llores —dijo Daydra—. Se te correrá todo el maquillaje y nos harás llorar a todas.
—¿Estás segura?
—No se habla de otra cosa en toda la ciudad —dijo Shel.
—Le vi la cara a Mama K. Es cierto —añadió Daydra—. ¿De verdad crees que alguna fulana va a irles con el cuento? ¿Después de que mataran a Jarl?
La última puerta del rellano se abrió y por ella salió Bev con su disfraz de bailarina de toros, con dos coletas atiesadas en forma de cuernos, el vientre al aire y pantalones cortos. El cuchillo de bailarina que llevaba al cinto no parecía la habitual hoja embotada. Bev estaba pálida pero parecía resuelta.
—Jarl siempre fue bueno conmigo. Y no pienso escuchar esa maldita plegaria de los paliduchos ni una vez más.
—También era bueno conmigo —dijo otra chica, tragándose las lágrimas.
—No empecéis —exclamó Daydra—. ¡Nada de lágrimas! Vamos a hacer esto.
—Por Jarl —dijo otra chica.
—Por Jarl —repitieron las demás.
Sonó una campanilla que informaba a las trabajadoras de la llegada de sus invitados.
—Yo también se lo he contado a otras chicas —dijo Shel—. Espero que no pase nada. En cuanto a mí, me pido a Culogordo. Mató a mi primera compañera de habitación.
—Yo me pido a Kherrick —dijo Jilean. Bajo el maquillaje, su ojo derecho seguía hinchado y amarillento.
—Polla Enana es mío.
—Neddard.
—A mí no me importa quién me toque —dijo Kaldrosa. Apretó tanto la mandíbula que le dolió—. Pero me pido dos. El primero es por Tomman. El segundo por Jarl.
Las demás chicas la miraron.
—¿Dos? —preguntó Daydra—. ¿Cómo podrás con dos?
—Como sea, pero me pido a dos.
—A la mierda —dijo Shel—. Yo también, pero primero me cargaré a Culogordo. Por si acaso.
—Me apunto —se sumó Jilean—. Y ahora a callar. Empezamos.
El primer hombre que coronó la escalera fue el capitán Burl Laghar. A Kaldrosa se le paró el corazón. No lo había visto desde que se mudó al Dragón Cobarde huyendo de él. Se quedó petrificada hasta que el capitán se plantó delante de ella.
—Vaya, vaya, pero si es mi zorrilla pirata —dijo Burl.
Kaldrosa no podía moverse. Sentía la lengua de plomo en la boca.
Burl detectó su miedo y sacó pecho.
—¿Lo ves? Sabía que eras una puta antes que tú. Supe que te iba la marcha la primera vez que te follé delante de tu marido. Y aquí estás. —Sonrió y se llevó una evidente decepción al recordar que no lo acompañaba ninguno de sus esbirros para reírle las gracias—. Y bien —dijo por fin—, ¿estás contenta de verme?
Inexplicablemente, el miedo se evaporó. Desapareció sin más. Kaldrosa sonrió con picardía.
—¿Contenta? —dijo, mientras lo agarraba de la bragueta—. Uy, no tienes ni idea.
Lo condujo a su habitación. Por Tomman. Por Jarl.
Esa noche, un lisiado canoso se encaramó al tejado de la mansión que por un breve período de tiempo perteneció a Roth Ursuul pero en ese momento se hallaba infestada de centenares de conejos, habitantes de las Madrigueras. Se apoyó en su muleta a la luz de la luna y gritó a la noche:
—¡Ven, Jarl! ¡Ven a ver esto! ¡Ven y escucha!
Mientras los conejos se congregaban para observar al loco, se levantó un viento desde el Plith. Con lágrimas resplandecientes en los ojos, el general empezó a recitar un ditirambo de odio y pérdida. Cantó un treno por Jarl, una elegía a la esperanza de una vida mejor. El viento arremolinaba las palabras y más de un conejo sintió que no solo los vientos sino también los espíritus de los asesinados se reunían para oír la voz del general, que se alzaba con las cadencias de la venganza.
El general humillado gritó y sacudió su muleta a los cielos como si fuera un símbolo de la impotencia y la desesperación de todos los conejos. Gritó en el preciso instante en que los vientos amainaban.
Las Madrigueras respondieron. Se elevó un grito. Un grito de hombre.
Como si ese sonido los hubiese liberado, los vientos rugieron de nuevo. Un rayo restalló contra el castillo que dominaba el lado norte y la luz pintó al general de negro sobre el cielo. Unos nubarrones oscuros cubrieron la luna, y empezó a diluviar.
Los conejos oyeron que el general reía, lloraba y desafiaba a los rayos blandiendo su muleta hacia los cielos como si dirigiera un coro salvaje de furia.
Esa noche sonaron gritos en El Dragón Cobarde como no se habían oído nunca. Mujeres que hasta el momento se habían negado a gritar para sus clientes de repente chillaban lo bastante alto para compensar todo su silencio anterior. Tapados por esos gritos, nunca llegaron a oírse los gruñidos, gimoteos, grititos y súplicas de los hombres moribundos. Solo en El Dragón Cobarde murieron cuarenta khalidoranos.
La estratagema de Mama K estaba pensada para un burdel, y tras su ejecución tenía previsto sacar a escondidas a las chicas de la ciudad. El objetivo era que los khalidoranos se lo pensasen dos veces antes de seguir maltratando a las chicas trabajadoras. Sin embargo, el plan, avivado por la noticia de la muerte de Jarl, se extendió como un incendio en el monte. Un dueño de burdel se inventó una festividad como excusa para servir montones de cerveza barata y así emborrachar a sus clientes. La llamó Nocta Hemata. La Noche de la Pasión, afirmaba, con una sonrisa de oreja a oreja para sus parroquianos. Otro propietario de burdel que había trabajado con Jarl durante años confirmó que se trataba de una antigua tradición cenariana. La Noche del Abandono, dijo.
De punta a punta de la ciudad, alimentados por la comida drogada y un exceso de bebida, los burdeles celebraron una orgía como nunca se había visto. El aire se llenó de alaridos, gritos y espeluznantes aullidos. Gritos de terror, gritos de venganza, frenéticos gritos de sed de sangre y deudas de sangre reclamadas. Hombres y mujeres, y hasta los pequeños hombres y mujeres en cuerpos de niños que eran los ratas de hermandad, mataron con una saña demasiado terrible para comprenderse. Hombres, mujeres y niños desconsolados se alzaban sobre los cadáveres khalidoranos ensangrentados y llamaban a los fantasmas de sus muertos para que contemplasen la venganza que se habían cobrado, llamaban a Jarl para que presenciase la sentencia que habían arrancado de la carne del enemigo. Los perros aullaron y los caballos se encabritaron ante los olores salvajes de la sangre, el sudor, el miedo y el dolor. Hombres y mujeres se abalanzaban corriendo a las calles en todas las direcciones. Había tanta sangre que ni los torrentes del aguacero lograban lavarla. Las alcantarillas se tiñeron de rojo.
Llegaron los soldados y se encontraron las puertas de los burdeles adornadas con docenas de pequeños trofeos, cada uno cortado del cuerpo de un violador. Sin embargo, todos los burdeles estaban vacíos salvo por los cadáveres. En las primeras horas de la mañana, bandas de maridos y novios ultrajados despedazaron a los khalidoranos drogados que habían huido de las mancebías y deambulaban intentando encontrar una salida de las Madrigueras. Hasta las unidades plenamente armadas y lúcidas que fueron enviadas a investigar cayeron en emboscadas. Tormentas de piedras se derramaban desde los tejados, los arqueros eliminaban a los soldados a distancia y, cada vez que los khalidoranos cargaban, los conejos que habían pasado meses aprendiendo a desaparecer volvían a hacerlo. Era como atacar a fantasmas, y toda calleja estrecha y sinuosa contenía un lugar perfecto para una emboscada. Los khalidoranos que entraron en las Madrigueras no salieron.
Aquella noche, el rey dios perdió seiscientos veintiún soldados, setenta y cuatro oficiales, tres dueños de burdel que habían actuado de informadores y dos brujos. Los conejos no perdieron ni un alma.
En lo sucesivo y para siempre, los dos bandos lo llamarían la Nocta Hemata, la Noche de la Sangre.
Logan despertó. No se movió. Solo dejó que la realidad se impusiera hasta estar seguro de que era cierto. Seguía vivo. De algún modo, había sobrevivido a la pérdida de consciencia y el delirio. Allí abajo.
Recordaba destellos aislados del Chirríos rugiendo, plantado sobre él. De Lilly poniéndole un paño húmedo en la frente. Entre un fragmento y otro, como el pus de una herida supurante, habían estado las pesadillas, bestias estridentes de su vida perdida, de mujeres muertas y rostros khalidoranos macabros y burlones.
Al moverse, supo que aún no estaba fuera de peligro. Tenía la fuerza de un gatito. Abrió los ojos y pugnó por sentarse. Oyó murmullos en torno al Agujero. Se diría que todos los demás estaban tan sorprendidos como él. Quienes enfermaban allí abajo nunca sobrevivían.
Una manaza lo agarró y lo incorporó hasta sentarlo. Era el Chirríos, con su sonrisa alelada. Al cabo de un momento el hombretón estaba de rodillas, abrazando a Logan hasta cortarle la respiración.
—Cuidado, Chi —dijo Lilly—. Suéltalo.
A Logan le sorprendió ver que el débil mental en efecto lo soltaba al instante. El Chirríos no hacía caso a nadie que no fuera él.
Lilly le sonrió.
—Me alegro de que hayas vuelto.
—Veo que has hecho un nuevo amigo —dijo Logan, que se sentía celoso y culpable por ello.
Lilly bajó la voz.
—Tendrías que haberlo visto, Rey. Estuvo magnífico. —Exhibió su sonrisa mellada y frotó la nudosa cabezota del Chirríos. Este cerró los ojos y enseñó los dientes afilados mientras sonreía de oreja a oreja—. Te has portado bien, ¿eh, Chi?