Al Oeste Con La Noche (20 page)

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Authors: Beryl Markham

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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Ahora que ya me he trasladado a Nakuru, y he dejado Molo con sus olores de Escocia, sus noches frías y sus contornos tan poco ortodoxos -excepto a los ojos de un calvinista-, tengo un contacto más estrecho con los propietarios de los caballos que adiestro. Ésta es la gran carrera, la carrera importante -la Saint Leger-, y la mayor parte de mis esperanzas (y las de Eric) recaen sobre los hombros satinados de Wise Child.

Eric encuentra una silla y por alguna razón la multitud llega hasta mi mesa. Juntamos las cabezas y hablamos de lo que para nosotros son cosas serias; susurramos bajo el coro estridente de voces que se mezclan y elevan hasta los pares del Muthaiga Club, en un crescendo al cual sólo le falta un director para coordinar su subida.

Podemos charlar en cualquier parte. En Nairobi ya han pasado los días del pantano y de los tejados de hojalata. Hay otros lugares para comentar una carrera de caballos, pero ninguno más apropiado, ninguno más agradable. Poeta o labrador, estadista o abandonado, todo hombre tiene su Taberna de la Sirena, toda aldea su santuario a la jovialidad y en la imagen del espíritu común de aquellos que lo frecuentan se moldea el carácter de santuario.

En Londres hay un Claridge o un bar, en París hay un Cirro o una tasca -cervecería, café, bodega, caravansar- sea cual sea su nombre, cada uno de éstos es un santuario, un templo para la charla y para la observación de los ritos afectuosos de la camaradería. Alrededor de este samovar, sobre esas copas de cristal o junto a ese pellejo de vino, sólo se dice lo que a la mañana siguiente despertará un mundo somnoliento de pensamientos.

Aquello que fue música se desvanece con las horas desvanecidas, aquello que expresaron las palabras muere con el polvo caído y prudentemente se marchan a toda velocidad.

Los viejos días, los días perdidos -en los ojos semicerrados de la memoria (y de hecho) nunca pasaron por un calendario se apiñaron alrededor de un tronco ardiendo, se apoyaron en alguna mesa, o escucharon ciertas canciones.

Quizá hoy en día el Muthaiga Club haya cambiado. Na Kupa Hati Miuri (Te traigo la buena suerte) en mis tiempos estaba grabado en la piedra de su gran chimenea. Su salón amplio, su bar, su comedor -ninguno amueblado con tanto detalle como para hacer que un cazador de manos ásperas se detuviese en la puerta, ni con tan poca elegancia como para que resultara de mal gusto una lámpara colgada en el techo- eran habitaciones en donde los constructores del África que yo conocí bailaban y charlaban hora tras hora.

Pero había motivos para ello. No todas las noches eran una fiesta en el Muthaiga; pocos de entre sus miembros o habituales eran gente ociosa. Las granjas necesitaban granjeros, los safaris necesitaban cazadores, los caballos necesitaban jinetes. Allí como en cualquier parte el trabajo era el trabajo, pero había intervalos y una taberna en la ciudad.

¡Días de trabajo y noches de alegría! Ignoro quién es el autor de esta máxima, una de las más sencillas sobre la vida, pero conozco al hombre que hizo de ella un semicredo y un semibrindis. Pocas fueron las noches alegres en las que Sandy Wright -hijo de Escocia, marido del suelo y pionero de mi propia Njoro- no levantara su vaso y exigiera, una vez más, el compromiso de sus discípulos siempre tan comprometidos.

Oficiales navales procedentes de los buques de guerra anclados en Mombasa podían seguir un rumbo seguro por tierra hasta el umbral del Muthaiga. Políticos que escapaban de pequeñas confabulaciones y palabras enormes de los pasillos recién construidos se repanchigaban en los nichos del Muthaiga. Comisarios de distrito morenos como el cuero, con el zumbido de algún viento fronterizo todavía cantando en sus oídos, sus mentes liberadas durante un rato de desiertos y decisiones, caminos de hombres negros y edictos de hombres blancos encontraban consuelo en el Muthaiga. Leones, elefantes, búfalos, kudu -unos muertos en un día, otros muertos a lo largo de años- revivían y volvían a ser cazados en los bosquecillos de las salseras Wedgwood, tras los montículos de la mantelería, o en las junglas de las varillas de los cócteles.

-Me quedé allí... mi porteador allí... ¿Colmillos?, sólo bajo doscientos...

-Un demonio con la melena negra -de los más grandes-, mi rifle en el campamento...

-¡Ah! -dice el ruso de la mandíbula roja-, ¿leones? Escuche amigo, he luchado con lobos de Siberia...

Que suene la música.

En los encuentros hípicos hay más que música. En los encuentros hípicos incluso hay más que hípica, aunque el trompetista que anuncia cada comienzo no parece un simple miembro del K.A.R., sino un flautista de Hamelín hacia cuyas notas repetidas corren apresurados todos los dueños de las tierras porque, aunque no sean niños, deben responder, no obstante, a una cantinela irresistible.

Al igual que Arab Ruta en otro tiempo fue Kibii, ahora el África Oriental Británica es Kenia.

Nairobi tiene un corte fronterizo en sus ropas y lleva un sombrero de ala ancha, pero cultiva un jardín inglés; alimenta los renuevos de la costumbre injertados del árbol antiguo. Se arregla para cenar, pasa el vino de Oporto en el sentido de las agujas del reloj
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y ama las carreras de caballos.

Y entonces -dice Eric Gooch-, ¿qué posibilidades tenemos?

Frunzo el ceño y sacudo la cabeza.

-Sin Wrack en contra sería perfecto.

¡Qué cosas hay que decir! He moldeado cada músculo del cuerpo fuerte y dinámico del potro castaño con mi propia destreza y mi propio esfuerzo. El valor de Wrack es el producto de mis propias manos; es con mucho el favorito de la Leger, pero correrá contra mí. Parte de esta conversación que suena alrededor de las paredes anchas y blancas es un cotilleo sobre Wrack, palabras especulativas zumbando como abejas en una botella.

Eric y yo recordamos.

Sólo hacía doce semanas el propietario de Wrack lo sacó de mi cuadra en Nakuro, poniéndolo al cuidado de otro entrenador, un hombre que al verlo supo que allí había madera. Wrack estuvo todo el año conmigo y se desarrolló, y pasó de ser un potro patilargo y testarudo a un caballo de carreras totalmente formado, rápido, altanero y despreciativo con la competencia. Wrack podía correr y lo sabía. Su dueño, nervioso, prestó oídos al argumento de que a una chica de dieciocho años no podían confiársele esos toques precisos de última hora, que si la cuidadosa protección del músculo contra el hueso, que si la tarea casi sofisticada de convencer a un caballo de que nada en su propio mundo de probabilidades era tan improbable como la posibilidad de que otro caballo le derrotara cruzando la meta. Me habían quitado a Wrack basándose en la duda y tal hecho no resultaba muy alentador para mi reputación como entrenadora, la cual sólo había empezado a enraizarse firmemente.

Pero el cotilleo tiene puntos más positivos. Los susurros no están limitados a la presentación de malas noticias y hay hombres capacitados para oler la injusticia por muy despacio que ande.

Erich Gooch se había enterado de que yo llevaría unos quince caballos al encuentro hípico de Nairobi y que algunos de ellos ganarían carreras de menor importancia. También sabía que sin Wrack no podía inscribir a nadie como competidor serio para la clásica, la única carrera realmente importante. Eric se lo pensó mucho y llegó a mi cuadra desde su granja de Nyeri.

-He estado preocupado con este asunto -dijo-, pero no le veo ninguna salida. Ya se apuesta por Wrack como ganador y, por lo que sé, no hay nada capaz de pararlo. Por supuesto está Wise Childe, pero, diablos, tú conoces a Wise Child.

¿Conocerla? Al igual que Pegaso había nacido en mis manos. Su sangre de caballo de raza se había filtrado a través de veinte generaciones de campeones. Suyo era el metal que igualaría el metal de Wrack. Sólo estaba el asunto de las patas.

Cuando Wise Child tenía dos años su primer entrenador la trató de forma inadecuada. Le apretó los tendones haciéndolos vibrar excesivamente pronto en una pista demasiado dura. Con todo ese fuego en su corazón y toda esa energía en su cuerpo veloz apenas podía llevar a un hombre a la grupa. ¿Sería posible en doce semanas reforzar esas patas, voluntariosas pero enfermas, y fortalecerlas de manera que pudiesen recorrer una milla y tres cuartos, y ganar?

Eric pensó que no, pero si quisiera, sería mía.

Bueno, lo sería. El hecho de intentarlo sólo costaría trabajo, pero ver a Wrack, mi propio Wrack, correr por la pista con colores extraños costaría mucho más.

Y así quedó establecido. Wise Child, la de las formas suaves, la de los ojos tranquilos y afables y la voluntad de vencer (sólo con fortalecer de nuevo esas patas) quedó a mi cargo en Nakuru. Juntos habíamos trabajado y nos habíamos preocupado -Arab Ruta, yo y la potrita baya-; pero al menos recibimos la bendición de un mundo propio en donde trabajar.

Era un mundo de absolutos. No contenía sombras intermedias, ni de sonido, ni de color. No hubo pinceladas sutiles en la creación de Nakuru.

Las orillas de su lago son ricas en silencios, están a solas con él, pero las superficies monótonas de arena y barro que rodean sus aguas poco profundas están exentas de aburrimiento, no sólo a causa de un pájaro fortuito, o de una manada de pájaros, o de cientos de pájaros; mientras dura el día Nakuru no es un lago, sino un crisol de fuego rosa y carmesí y cada una de sus llamas, de su millón de llamas, brotó de las alas de un flamenco. Diez mil aves de un matiz tan exorbitante al alcance de la vista es una visión que, años más tarde, pierde credibilidad en cualquier mente. Pero diez mil flamencos en el lago Nakuru sería un número sorprendente por su insignificancia y cientos de miles apenas empezarían a contar.

El cráter Menegai domina la ciudad y el lago. En la era del hombre no ha soltado azufre y apenas una voluta de humo. Pero en los anales del valle de Rift que contienen todo esto, como un mar contiene un atolón de coral o un desierto contiene una duna, la era del hombre es un período demasiado breve para que merezca algo más de una consignación casual. Mañana, al día siguiente, o al año siguiente, el Menegai puede convertirse de nuevo en el brasero sobre el cual algunas deidades del pasado calientan sus manos omnipotentes durante una eternidad fortuita, más o menos. Pero hasta entonces se puede permanecer sin peligro en su borde observando el lago de alas rosa y escarlata allí abajo, el lago que por un momento parece haber robado todo el fuego de la montaña.

Éste era el fondo generoso sobre el que trabajaba con mis caballos en Nakuru. Cada mañana mi llegada con Arab Ruta y Wise Child a la orilla lisa, justo después del amanecer, debía de ser tan decepcionante como el espectáculo de tres ratones cruzando un escenario gigantesco preparado para la representación de una grandiosa ópera wagneriana. Utilizaba la orilla porque era el único lugar blando y lo bastante flexible para las sensibles patas de Wise Child.

Mi alojamiento era igual de complejo que la cabaña de Molo. Durante el día vivía en la cuadra que había renovado para mi uso personal, y por la noche dormía en la parte superior de la pequeña y modesta tribuna construida como la pista de carreras, por los imperturbables miembros británicos del distrito los cuales, igual que el resto de nuestro inmutable clan, eran alérgicos a la ausencia de caballos.

Y cada vez al observar cómo Wise Child probaba sus tendones en el suelo húmedo mientras los flamencos se elevaban y posaban en la superficie del lago, o los hipopótamos holgazanes se contoneaban en su interior, pensaba en Wrack, el despectivo Wrack. ¡Qué bien le conocía!

Pero las doce semanas habían pasado deprisa y el trabajo se había realizado con tanta destreza como yo misma hubiera podido hacerlo.

Y ahora, por fin, aquí estamos. Ahora Eric teclea con los dedos en su vaso y me pregunta cosas esperanzado, mientras la música del Muthaiga atraviesa nuestra charla y la gente alegre toca las palmas, revive antiguos brindis y hace apuestas sobre la Leger de mañana.

Cien libras, doscientas libras...

-¿La potra tiene alguna posibilidad?

-¿Contra Wrack? Por supuesto que no.

-No estés tan seguro... Yo recuerdo...

Bien, eso es lo que provoca una carrera de caballos...

El jockey: Sonny Bumpus.

¿Qué hay en un nombre? En éste, por lo menos, no hay peso. Hay en él una ligera insolencia.

¿Quién sería tan descuidado como para hacer correr a un caballo contra una combinación tan felizmente engreída como la de Sonny Bumpus sobre Wise Child?

Y si esto no fuera suficiente a modo de reflexión, ¿qué hay de Arab Ruta; Arab Ruta, el místico, el conjurador, el brujo de Njoro?

-¡Ah, eh! -dice mientras almohaza la potra con manos inspiradas-. Haré estos músculos iguales a los de un murani, listos para la batalla. Los haré duros como el arco de un wandorobo. ¡Pondré mi propia fuerza en ellos! -escupe desprecio-. Wrack, te lo advierto. Eres un potro, pero Dios ha dado a nuestra potra la hoja de la lanza de un nandi como corazón y ha puesto la voluntad del viento en sus pulmones. No puedes ganar, Wrack. ¡Yo, Arab Ruta lo digo!

Se vuelve hacia mí. Está serio.

Ya está solucionado, Memsahib. Wrack perderá.

Levanto la vista desde las crines trenzadas de Wise Child y sonrío.

-Hay veces que pareces Kibii, Ruta.

Me devuelve vacilante la sonrisa. Ruta está pensativo pero no se corta.

-No, Memsahib, lo que pasa es que tengo el poder de convertir en realidad aquello en lo que creo. Eso sólo puede hacerlo un murani.

Nos encontramos en nuestra cuadra del hipódromo. La Leger se correrá dentro de dos horas.

Mientras Ruta almohaza, yo trenzo la crin de seda y el herrero extiende sus herramientas para ponerle planchas de aluminio a Wise Child. La potra está tranquila como un gatito cabeceando, pero no duerme. Sabe. Piensa. Tal vez se pregunta como yo por esos tendones débiles. No puede sentirlos, no es cuestión de dolor, es sólo cuestión de cuánto tiempo soportará el esfuerzo de la velocidad, el golpeteo de las pezuñas contra la pista dura, el largo recorrido desde esa emocionante salida hasta aquella lejana meta.

Se endereza al toque de la mano del herrero y le da una pata con graciosa resignación. Hará lo que le pidan, como siempre ha hecho. Gira la cabeza y me toca, me habla: No te preocupes; correré.

Mientras estas patas aguanten, correré. Pero, ¿debemos esperar mucho tiempo?

No mucho, Wise Child, no mucho.

Cuando el herrero termina salgo de la cuadra y durante unos minutos examino de nuevo el hipódromo, como si no lo hubiera hecho ya una docena de veces. Hay otros entrenadores y propietarios, solos o en parejas alrededor de las puertas del paddock, o apoyados en las cercas blancas que rodean la pista ovalada. Los mozos de cuadra están ocupados; un jockey vestido con los colores de la cuadra de Lady MacMillan corre a través del bullicio, enano importante y resplandeciente. Los corredores de apuestas se pisotean los pies, los míos, los de cualquiera, o se quedan quietos, resueltos, frunciendo el ceño ante los trozos de papel que sostienen como pasaportes hacia El Dorado.

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