Al Oeste Con La Noche (23 page)

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Authors: Beryl Markham

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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Cremación es una palabra suave que pretende ocultar la realidad poco delicada del cuerpo humano cociéndose al fuego. En la prensa y en los anuncios de funerarias equipadas con hornos de tiradores de plata es una palabra con éxito. A media tarde en el campo africano bajo un sol áspero y revelador es, en el mejor de los casos, un eufemismo. Sin embargo, puesto que los hombres aman la paradoja que exige para asegurar la inmortalidad conservar lo más mortal de ellos, reunieron madera e hicieron una pira.

El hombre herido, envuelto en sus vendas y en su dolor, podía oler a intervalos el humo tan significativo de las ascuas. Los nativos se desvanecieron.

Tom Black, a quien le gustaba demasiado la vida como para tener paciencia con la muerte, se sentó en sus talones durante la larga tarde, aliviado por un esporádico whisky tibio, mientras que un lápiz de humo se elevaba de la hoguera y escribía interminablemente su cuentecillo tenebroso en un guión legible y perturbador.

Si hubo buitres -esos plañideros falsos pero democráticos de cualquier féretro fortuito-, no se mencionaron en este relato. No hubo lágrimas, ni libro de oraciones. Los tres hombres blancos que habían acompañado al safari abortado no tenían nada que decir; no podía haber mucho.

Fue una tragedia con un complot demasiado trivial como para fomentar la charla, una ironía demasiado pequeña como para invitar a la reflexión. Fue una escena cuyo gran momento culminante consistió en la recogida de unas cuantas cenizas miserables en una lata de galletas doblada y sin santificar, y cuyo telón final, entretejido de lazos de crepúsculo y unos cuantos hilos delgados de humo, cayó sobre un avión brillante que se estiraba hacia el cielo.

El hombre herido vivió para contar (pero no creo que para jactarse) su encuentro con el león y sospecho que las cenizas de su compañero reposan ahora en una urna de elegancia griega, alejado de cualquier camino transitado por criaturas no más inquietantes que un ratón. Tal vez sobre esa urna cuelgue una foto salvada de la cámara rota, una foto de una gran bestia congelada para siempre por la magia de un objetivo en una actitud de agonía perpleja. Y, caso de ser así, aquellos que se paren ante estas pequeñeces, por otra parte insignificantes, pueden considerar que éstas expresan una moral la cual, sin ser profunda, es digna de un pensamiento: La muerte tendrá su momento de respeto, venga como venga, y sin tener en cuenta cuál sea el ente vivo al que tiende la mano.

Tragedia africana, banalidades melancólicas. ¿A qué precio un punto de vista?

Tom Black sorbió su café, miró con fijeza la taza como si fuera una bola de cristal y sonrió abiertamente a su propia historia.

-Hay una técnica para distinguir un tipo de ceniza de otro -dijo- que sólo conozco yo y los primeros egipcios. Por lo tanto no hagas preguntas. Sólo recuerda que nunca se debe volar sin una cerilla o una lata de galletas. Porque, desde luego, tú vas a volar. Lo he sabido siempre. Pude verlo en las estrellas.

-Ruta -dije-, creo que voy a dejar todo esto y a aprender a volar.

Él estaba en un box junto a un potro recién almohazado, un potro joven y brillante como la luz en el agua. Tenía un cepillo en la mano con crines del potro entre las púas. Lentamente Ruta limpió las crines con los dedos y colgó el cepillo en una percha. Miró por la puerta de la cuadra hacia donde el Menegai empujaba una nube ingrávida. Se encogió de hombros y se frotó las manos limpias, una contra otra. Dijo:

-Si lo que debemos hacer es volar, Memsahib, entonces volaremos. ¿A qué hora de la mañana empezamos?

LIBRO CUARTO

XV

EL NACIMIENTO DE UNA VIDA

Empezábamos a primera hora de la mañana. Empezábamos cuando el cielo estaba limpio y preparado para el sol, se veía el aliento y se olían las huellas de la noche. Empezábamos todas las mañanas a la misma hora, utilizábamos lo que nos gustaba llamar el aeródromo de Nairobi, nos elevábamos desde allí con un clamor burlón mientras los grandes burgueses de la ciudad se tiraban en la cama, y nosotros introducíamos en su sueño zumbidos de alas y aguijones.

Al principio Tom me enseñó en un D.H. Gipsy Moth, y su hélice golpeaba el silencio del sol naciente de las llanuras de Athi hasta convertirlo en fragmentos. Volábamos sobre las colinas y sobre la ciudad, y volvíamos, y comprobé cómo un hombre puede dominar un avión y cómo un avión puede dominar un elemento. Vi cómo la alquimia de la perspectiva reducía mi mundo y mi otra vida a granos en una taza. Aprendí a observar, a confiar en otras manos que no fueran las mías. Y aprendí a vagar. Aprendí lo que cualquier niño soñador necesita saber, que no hay horizonte lo bastante alejado como para no poder superarlo o sobrepasarlo. Estas cosas las aprendí enseguida. Pero la mayoría resultaron más difíciles.

Tom Black nunca había enseñado a volar a nadie, y es el aprendizaje que va más allá de la simple mecánica del vuelo lo que no puede expresarse con palabras. La intuición y el instinto son un misterio, aunque se escriban bien y salgan con precisión de los labios. Tom los poseía, o al menos las cualidades que éstos signifiquen.

Una vez que finalice esta época de grandes pilotos, como terminó la época de los grandes capitanes de barco -cada cual dejada de lado por la marcha del genio inventivo, los dientes de acero, los discos de cobre y los cables finos como cabellos, que son mudos, pero hablan- se descubrirá, creo yo, que toda la ciencia del vuelo ha quedado atrapada en el espacio de un salpicadero, pero no su religión.

Algún día las estrellas serán tan familiares para todos los hombres como las señales, las curvas y las colinas de la carretera que conducen hasta su casa y algún día habrá vida en el aire. Pero para entonces, los hombres habrán olvidado lo que es volar. Las máquinas transportarán pasajeros y los pilotos de las mismas conocerán con tanto detalle los botones con sus nombres grabados, que el conocimiento del cielo, del viento y del tiempo les resultará tan extraño como una ficción del pasado. Y se recordarán de nuevo los días de los clíperes y la gente se preguntará si clíper significa ancianos del mar o ancianos del aire.

-Fíate de esto -decía Tom- pero de nada más.

Se refería a la brújula.

-Los instrumentos pueden estropearse -decía-. Si no puedes volar sin mirar el velocímetro, el altímetro y el indicador de inclinación y giro, bien, entonces es que no puedes volar. Es como una persona que no sabe qué pensar hasta leer el periódico. Pero fíate -de la brújula, tu apreciación nunca será tan exacta como la de esa aguja. Te dirá dónde debes ir y el resto depende de ti.

Había auriculares en el Gipsy Moth, pero Tom no los utilizó nunca. Cuando me sentaba en la parte posterior de la cabina, principiante que todo lo toca, aprendía pero a la vez me preguntaba cómo mis manos, tan habituadas a las correas de cuero y mis pies a los estribos, iban a acostumbrarse a esto. Tom podría haberme facilitado un poco la tarea hablando por esos auriculares, pero no lo hizo nunca. Los enrollaba y los dejaba en un rincón, fuera del alcance.

Decía:

-No es bueno que te diga dónde te equivocas cada vez. Tu propia inteligencia te lo dirá. El sentido de la velocidad, de la altura y del error vendrán luego. En caso contrario, bueno... ya vendrán.

Vinieron gracias a él. No hubo jamás un piloto más atento ni más despreocupado. El rugido formidable de un avión jamás hizo disminuir su confianza. No era un hombre alto, pero tenía unos modales tranquilos y convincentes que le hacían parecer superior a cualquier trabajo que hubiese desempeñado y más capacitado que cualquier avión en donde hubiese volado.

La Wilson Airways -la primera empresa comercial de su clase en el África Oriental- fue producto de la imaginación y la previsión de Tom. Cuando emprendió la tarea de enseñarme a volar era el director gerente, el jefe de pilotos y el espíritu consejero de la pequeña y prometedora compañía, pero el título ejecutivo, un tanto pomposo, nada tenía que ver con mesas de despacho pulimentadas y sillas giratorias.

El trabajo de Tom era ser pionero de nuevas rutas, sondear el interior de África, buscar asentamientos para el futuro. La mayoría de las veces despegaba de Nairobi; volaba sobre un país tan poco habituado a las ruedas como a las alas llevando sólo la humilde esperanza de encontrar algún lugar para aterrizar al término de su vuelo.

Y no todo se hacía a la luz del día; volaba sin luces, sin faros y sin radio, fuera cual fuese la oscuridad que pudiera presentar la noche y fuera cual fuese el tiempo. No era frecuente poder contar con las luces de una ciudad a modo de orientación, ni con autopistas, raíles, cables o granjas. Él no lo llamaba vuelo a ciegas, sino vuelo nocturno, aunque cuando era preciso, a causa de una tormenta o de la niebla, volaba a ciegas durante horas y sin instrumentos especiales y, sin embargo, no se desviaba de su ruta. Poseía eso que en los volúmenes de pastas grises se llama reacción sensorial.

En cierta ocasión justo después de haber conseguido mi licencia A volamos a Tanganika y es posible que por ese motivo me sintiese un poco creída y con cierta sensación de triunfo. O si no era así, Tom sospechó que podía serlo.

Casi al término del viaje de vuelta en dirección norte hacia los montes Ngong sobre el valle de Rift, la Gipsy Moth se vio afectada por un extraño letargo. Yo llevaba los mandos y cuando las montañas (que se levantan a unos ocho mil pies sobre el nivel del mar) estaban tan cerca que sus barrancos y sus verdes laderas surgieron de la neblina perezosa en donde vivían, abrí el acelerador y eché hacia atrás la palanca, de la altura. Pero al parecer no había nada más.

El pequeño avión iba a unas respetables ochenta millas por hora, que entonces tampoco era ningún récord de velocidad, pero sí la suficiente como para poder apreciar las tristes consecuencias finales, caso de no salvar aquel cercano horizonte. Cuando metí la pata, los árboles de las montañas Ngong empezaron a separarse unos de otros, a sobresalir individualmente, incluso con magnificencia; los barrancos se hicieron más profundos.

Más palanca, más aceleración.

Estaba tranquila. Es posible que la mayoría de los principiantes se pusieran un poco nerviosos, pero yo no. Y seguro que Tom tampoco. Estaba sentado frente a mí, inmóvil, como adormecido.

Puede abrirse un acelerador justo hasta ahí y aumentar el ángulo de la palanca justo hasta tal grado, y si el avión no responde, más vale que se te ocurra otra cosa. La Moth no ganaba altura; perdía altura y velocidad. Se encaminaba en dirección hacia las montañas implacables como una mariposa hipnotizada por la luz. Llevaba sobre sus alas un peso que yo podía percibir, el cual la impulsaba hacia abajo. No podía levantar el peso. Tom debía haberlo notado, pero no se movió.

Cuando desde una cabina ves las ramas de los árboles y la forma de las rocas no mayor que tu mano, y los lugares donde la hierba se confunde con la arena y se hace amarilla, y observas el soplo del viento en las hojas, estás demasiado cerca. Estás tan cerca que el pensamiento es un proceso lento y ya inútil, aunque puedas pensar.

El sonido de nuestra hélice quedó atrapado entre una pared de roca y el avión antes de que Tom se enderezara en su asiento y tomara los mandos.

Se inclinó con brusquedad espolvoreando los árboles y la roca con un humo azul. Puso el morro de la Gipsy hacia abajo y la introdujo en el fondo del valle, mientras su sombra caminaba junto a la montaña. Perdió altura hasta que el valle fue liso. Subió en espirales hasta quedar por encima de las montañas de Ngong, pasamos por encima y volvimos a casa.

Fue todo tan sencillo...

-Ahora ya sabes lo que es una corriente descendente -dijo Tom-. Te coge junto a las montañas y en África es tan frecuente como la lluvia. Podía habértelo advertido, pero no debía quitarte el derecho a cometer errores.

Era un derecho que él protegió mientras volamos juntos, y así, al final, nunca hice nada en un avión sin saber lo que podría haber sucedido caso de haber hecho otra cosa.

Una licencia B es una Carta Magna para un aviador -le libera de la esclavitud del aprendizaje; le da la libertad para ganarse la vida-. En realidad, dice: Nosotros, los abajo firmantes, creemos que ahora está usted capacitado para llevar pasajeros, correo, etc., y aprobamos la aceptación de un sueldo por hacerlo. Rogamos se presente a los examinadores en un período de tres meses y, si no ha contraído estrabismo o le ha entrado melancolía, en consideración de esta junta le renovaremos el permiso.

Unos dieciocho meses después de empezar a volar, me concedieron la licencia B. Según las leyes británicas, éste es el diploma definitivo. Por aquel entonces tenía en mi haber casi mil horas de vuelo y, si me hubiese fallado la vista mientras preparaba los exámenes, se habría debido a las cien o doscientas horas adicionales que me pasé estudiando navegación en unos libros cuyos autores debieron de quedarse mudos en presencia de una palabra unisílaba. Todo lo que decían aquellos autores era acertado, sensato y razonable, pero se basaban en la teoría de que la verdad es más rara que el radio y que si se llegaba a ella fácilmente, su mercado se inundaría, sus accionistas quedarían destituidos y las gemas de la verdad eterna se entregarían como si fueran primas.

Mi vida había sido y era activa físicamente hablando, y había transcurrido en un país en el que muchos de sus primeros colonos seguían cultivando sus propios campos, y el número y la imaginación de los aborígenes eran suficientes como para necesitar el cuidado de un regimiento del Rey en residencia permanente en Nairobi, en los puestos fronterizos y a lo largo de las fronteras. El ambiente de mi niñez no me había inclinado a llevar una existencia dedicada al estudio, ni el vuelo me parecía, al principio, algo más que una aventura con alas. El que los libros de texto tuvieran que arquear sus horribles cubiertas en medio de este sueño encantador era un golpe bajo.

Había dejado el entrenamiento de caballos de carreras y me había quedado sólo con Pegaso.

Arab Ruta se vino conmigo a Nairobi. Vivía en una casita en la zona nativa, cerca de mi cabaña del Muthaiga y con frecuencia volaba conmigo. Creo que la transición de los caballos a los aviones, al menos emocionalmente, jamás fue completa en Arab Ruta; una cosa que se movía era una cosa viva. Nunca limpiaba el avión, lo almohazaba; y cuando no le resultaba fácil terminar algo con las manos, intentaba hacerlo con palabras suaves. Cuando tras un vuelo largo mi Avian volvía a casa con la superficie llena de polvo, Ruta se entristecía. No por tener que realizar un trabajo, sino por el hecho de que una criatura con vida fuese tratada con tanta dureza. Solía sacudir la cabeza y tocar el fuselaje tal y como solía tocar los ijares de un caballo, no impulsivamente, sino con un respeto animal hacia la dignidad animal.

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